Apenas
tengo recuerdos, procuro olvidar todo lo que me sucede para vivir al
día, mi comportamiento no es consecuencia de mi vida anterior y
además en aquel entonces no era dueña de mis propios actos.
El
recuerdo más antiguo que tengo es la celebración de mi Primera
Comunión, era feliz, muy feliz, mi madre se volcó en mi traje y en
que el acto fuera especial, trascendente y responsable, a pesar de
mis cortos siete años, viviéndolo con total honestidad. Mi padre
era un auténtico desconocido, siempre ausente por su trabajo, apenas
nos tratábamos los fines de semana alternos, porque incluso esos
días los pasaba fuera de casa.
Dos
semanas más tarde de aquella gloriosa fecha, mi madre enferma, tras
llamar al médico deciden internarla en un hospital de donde salió
en una bonita caja de madera, la llevamos al cementerio y allí se
quedó, sola con su enfermedad. No entendía muy bien lo que ocurría
y como padre me vio un tanto despistada, intentó explicarme lo que
pasaba. No me miraba a la cara, nunca lo hacía, no sé muy bien
porqué, y debido a mi incipiente sordera no me enteré de nada, algo
cabreado comenzó a gritarme y en ese instante deseé con todas mis
fuerzas que volviera mamá.
Aquel
verano lo pasé solamente acompañada por Rosi, la muchacha que nos
cuidaba la casa y cocinaba nuestras comidas. Padre apenas asomaba
por ella, y cuando lo hacía era bien entrada la noche, seguramente
para no verme, pensaba yo. Nunca he sido guapa como mi madre o las
tías, mi falta de audición me provocaba expresiones de, como diría,
lela, eso, los ojos bien abiertos igual que mi boca, mirando
obsesivamente a la persona que me hablaba, acabé por convencerme de
que esa era el motivo por el que padre nunca quería mirarme.
En
septiembre comencé el internado en el colegio Santa Marta de Claris,
y los inicios no fueron buenos, los nervios, la multitud de mujeres y
niñas que en él había me tenían en un sin vivir, no estaba
acostumbrada a tanta gente a mi alrededor y lo pasé francamente mal.
Hube de adaptarme a horarios, obligaciones, comidas y compañías,
pero sobre todo a las reglas que regían aquella santa casa, como
decía la hermana Teresa, tutora de mi curso y hostigadora de mis
peores momentos. No podía huir, pues no sabía en donde estaba
ubicado el colegio, tampoco podía recluirme en mi cama porque a las
seis y media nos levantaban, quisiéramos o no, incluso cuando no
había clase, quien permanece en la cama después de esa hora era una
holgazana, y en aquel centro no las admitían. Me llevé sofocos,
vergüenzas y palos, tanto de las monjas como de mis compañeras de
clase o cuarto, parecía un saco de boxeador, todo el que se acercaba
tenía licencia para darme. Aguantaba todo hasta decírselo a padre,
un general del ejército no podía consentir que trataran así a su
hija. Pero padre no apareció hasta cuatro años más tarde.
Hube
de espabilar o moriría con el tiempo, ideé un método para leer los
labios y no perderme palabra de una conversación, aprendí a cerrar
mi boca y mirar de soslayo, como quien no quería la cosa, recibía
tortazos supuestamente por no prestar atención cuando me reprendían.
Me refugié en la oración, en mis ratos libres acudía a la capilla
recordando historias de santos y mártires imaginando ser uno de
ellos, rezaba mirando fijamente la imagen de Santa Marta que había
en el altar, hasta verla sonreír hablándome bajito, nadie más que
yo la entendía porque sabía leer los labios. Sus palabras me
ayudaron tanto que intenté levitar de rodillas en el banco, pero eso
sólo lo conseguían los santos y yo aún no era uno de ellos. Mi
amiga Piluca decía que más que en éxtasis parecía pasmada, mejor
no repetirlo porque se reirían todas de mi.
Cuando
a mi padre le nombraron Ministro del Ejército comenzó a visitarme,
los domingos después de misa, venía a buscarme en el coche oficial,
comiendo siempre en silencio en el mismo restaurante, era el único
momento en que salía del colegio y veía las calles de una ciudad
desconocida, al regreso nunca me acompañaba y era Teo, el chofer,
quien me hablaba y me contaba lo que pasaba en el mundo. Cosas que
trasladaba a mis compañeras más cercanas, interesándoles tanto,
que todas las semanas narraba hechos y sucesos que a veces me
inventaba. Por fin era alguien importante, estaban pendientes de mí,
de mis historias y novedades, por fin se hacía justicia y ahora era
yo quien elegía con quien andaba.
Me
ofrecí voluntaria para ayudar al padre Mateo en la misa del domingo,
un joven sacerdote recién salido del seminario, mientras él estaba
media hora en el confesionario, ojeaba el periódico que dejaba con
sus ropas, me asustaba muchas veces por la violencia extrema de las
fuerzas de la naturaleza o el comportamiento inhumano de algunos.
Tanto contar noticias e impresiones tormentosas de la actualidad,
acarreo envidias por parte de algunas alumnas que no estaban
integradas en mi círculo de amistades. Llegó todo a oídos de la
superiora y al llamarme al orden en su despacho, le mentí al
confesarle que era mi padre quien me informaba. Dándose cuenta que
no podía reprender a todo un señor ministro, me rogó no asustar a
las almas cándidas de mis compañeras y callarme las malas noticias.
Años
más tarde mi padre adujo haberme encerrado allí por ser mujer, fea,
gorda, sorda y no parecerme en nada ni a él ni a mi madre,
presintiendo que era fruto del adulterio. Pero al llegar tan alto en
política, no estaba bien visto evitar el contacto con su única
hija, por eso sólo los domingos que no tenía actos a los que
asistir, comía en mi compañía, intentando ignorarme.
Al
finalizar el último curso en el colegio, algunas compañeras se
preparaban para seguir en la universidad, lo estaba deseando porque
estudiar me gustaba y no se me daba mal, más padre tenía otra idea
de mi futuro, me apuntó en una academia de señoritas, donde
enseñaban a ser una mujer de su casa. La desilusión fue mayúscula,
teniendo que sobreponerme de nuevo ante mi infortunio y adaptarme a
mi nueva situación. Al menos vivía en casa en compañía de la
buena de Rosi, acudía semanalmente a mis clases y los domingos
íbamos las dos a misa en la parroquia cercana. Apenas tenía
contacto con la gente, en cuanto terminaba mis clases corría al
hogar, nunca iba de compras ya que era Rosi la encargada, cuando
padre llegaba ya le tenía preparado el baño y la ropa de andar por
casa, le colocaba sus zapatillas y leía el periódico hasta la hora
de cenar. No teníamos televisión y la radio estaba a recaudo en un
secreter con llave, la cual él siempre guardaba. Seguía sin
permitirme tener trato con la realidad, me fui adaptando y poco a
poco diseñé una nueva estrategia para estar enterada.
Casualmente,
limpiando el desván, encontré un secreter igual al de casa, con su
llave que también abría el que escondía la radio. Cuando padre se
ausentaba y Rosi iba a la compra, bajaba la tapa del mueble,
enchufaba el aparato y escuchaba las noticias, canciones, anuncios y
todo lo que a esa hora emitieran. Así fueron pasando los años,
hasta que un día cansada, decidí deshacerme de padre, en una
emisora habían novelado la película “Arsenio por compasión”
decidiendo que era el momento adecuado para intentarlo. Padre hacía
tiempo que estaba en la reserva y acudía diariamente al ateneo, yo
acababa de cumplir 60 años y comenzaban mis goteras, harta de ese
tipo de vida, encontré veneno matarratas en el desván, aprovechando
unas alubias contundentes que puso Rosi para comer, eché unos polvos
en su plato, y con la media tajada que tenía del chinchón de la
mañana y lo sabroso de la comida, no se enteró. Toda la noche
estuvo penando de dolores y al amanecer su alma ya había pasado al
otro barrio.
Qué
disgusto tan grande, que desgracia, ahora me iba a quedar sola. Los
amigos y compañeros de mi padre sabían de mi existencia lastimera,
era una púber sesentona que desconocía el mundo real, se apiadaron
y me tramitaron una buena pensión de la que vivo holgadamente.
Padre era un ahorrador nato y todos sus caudales fueron a parar a una
cuenta a mi nombre, ¡era rica! Lo primero que hice fue despedir a
Rosi, bueno, la mandé a casa de su hermana con una buena paga.
Hacía tiempo que quería tener un gato, bueno uno no, dos o tres.
Acudí a una protectora de animales donde los adopté y me llenaron
la casa de pelos, no lo soporté y con la maquinilla de afeitar de
padre, les rapé. Sus pellejitos me daban calor en la cama y sus
maullidos entretenían mis tardes. Pero me faltaba algo, no sabía
muy bien el qué. Una calurosa noche de verano, mirando por la
ventana del dormitorio, vi una luz azul que emitía una cochambrosa
casa de tres pisos en la esquina de la calle. Fijándome con
atención observé cómo cada poco entraban hombres, permanecían una
media hora y luego salían. No entraba ninguna mujer ni parejas,
sólo hombres. Por la mañana observé la ropa tendida de su patio,
parecía sólo ropa interior de mujer, en colores escandalosos como
el rojo, el negro o el malva, con mucha puntilla, lazos y corsés muy
escasos. ¡Era un puticlub!
Toda
la semana seguí mirando aquel ir y venir de hombres a altas horas de
la noche, imaginaba qué podrían hacer allí, con quien charlarían
de sus cosas o qué beberían. Me intrigaba y me corroía por dentro
lo que allí se cocía. Hasta que una conversación en la radio me
aclaró la duda. Intentaba conseguir placer con los pellejos de mis
gatos, a pesar de no dejarse hacer, pero claro, un hombre seguro que
se deja y me hará sentir bien. ¿Qué iba a perder? Por la mañana
pasé por delante del edificio viendo a una señora entrada en carnes
a la puerta, parecida a mí, entablé conversación sobre el tiempo y
los calores, preguntándole por fin si yo podía ser clienta de su
chiringuito. Primero puso cara de sorpresa y luego se rió
abiertamente, hasta sopesar con calma si podría valer para ello. No
iba a cobrarle nada, tan sólo quería pasar un rato agradable con un
hombre, dos o los que hubiera, eso sí, sólo un par de noches a la
semana, que yo era muy decente y sólo quería algo de placer y
compañía. La madama prometió pensarlo y anotó mi teléfono.
Unos días más tarde me llamó, debía presentarme a las diez de la
noche, había que hacer unos cuantos preparativos, buscarme ropa
adecuada, peinarme y contarme como tenía que ir el encuentro. Todo
fue de lo más emocionante, nunca me había sentido igual, tenía mi
sensualidad en un punto álgido y me lancé a probar. La única
exigencia que puse era que estuviera la habitación completamente a
oscuras. Llegó el primer interesado, desnudo se metió en la cama,
comenzó a despojarme delicadamente de mis escasas prendas, ¡como
aullaba!, yo, porque a él se le veía experto en el tema.
Suavemente me acarició, me besó, y con mucha ternura abordó mi
sexo, tanto que no me retraía en ningún momento.
Sí,
hicimos el amor hasta tres veces, aquel hombre sabía hacérmelo
fácil y placentero, tanto que ambos acabamos sudorosos y cansados
del trajín. Finalmente se vistió en la oscuridad y se marchó.
Esperaba que entrara un segundo hombre, cuando la madama dio la luz y
me dijo que había pagado una enorme suma para tenerme sólo para él,
los martes y jueves a la misma hora. Por fin dejé que a mis gatos
les creciera el pelo, me pasaba el día cantando, entraba en los
comercios con una sonrisa que encontraban rara, compré ropa más
moderna, más atrevida, más colorida, mi vida empezaba a los
sesenta. Para dos meses duraban ya nuestros encuentros, como si del
primer día se tratase conseguíamos el mismo goce, el mismo placer y
la misma sorpresa, me susurraba palabras al oído que entendía
perfectamente, aunque yo no hablaba, sólo gemía, aullaba y gritaba
de puro gusto que me daba.
Paseando
por la ciudad ya menos desconocida para mí, pasé delante de una
pequeña iglesia de barrio, el calor apretaba fuera y me refugié en
su interior fresco y silencioso, me arrodillé como cuando era niña
para hablar con la virgen del altar, quería consultarle las dudas
que me asaltaban en los encuentros nocturnos, mi educación religiosa
impulsaba una renuncia al placer carnal, pero mi malgastada vida me
inducía a disfrutar mientras pudiera, un dilema que me atormentaba.
En ello estaba cuando vi salir del confesionario al padre Mateo,
canoso y con arrugas en su rostro pero estaba igual, me acerqué a
saludarlo pero una feligresa lo abordó antes que yo, al oírle
hablar me desvanecí, cuando desperté estaba en el interior de una
ambulancia, un bajón de tensión tuvo la culpa y tras agradecer a
los sanitarios su atención, escapé hacia casa avergonzada. Durante
días no me atreví a salir a la calle, no acudí a mis citas
semanales en el prostíbulo, aquel desmayo lo tomé como una señala
divina y decidí recluirme entre las paredes familiares, rodeada de
recuerdos y soñando aventuras no vividas.
Habían
pasado tres meses del desmayo, cuando llamaron a la puerta, al abrir
casi vuelvo a hacerlo, era el padre Mateo, tuve que agarrarme a él
para no caer, aunque hubiera preferido no hacerlo. Su bonita sonrisa
me enterneció y avergonzó a la vez, con su voz suave y pausada me
explicó que sabía el motivo de mi desmayo y del casi
desvanecimiento de ahora, él era mi galán nocturno, quien llenaba
de felicidad mis aburridas semanas, se había enamorado de mi y
renunciado al sacerdocio. Convenció a la madama para darle mi
dirección y venía con el propósito de pedirme en matrimonio.
¿Cómo iba a rechazar algo tan sublime? Acepté, a pesar de ser tan
mayores llevamos una vida feliz y alegre, nuestras noches son únicas
y mientras el cuerpo aguante nos daremos cariño, amor y placer, que
bien me lo merezco.
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