Nunca es tarde si la dicha es buena - Marián Muñoz




Apenas tengo recuerdos, procuro olvidar todo lo que me sucede para vivir al día, mi comportamiento no es consecuencia de mi vida anterior y además en aquel entonces no era dueña de mis propios actos.
El recuerdo más antiguo que tengo es la celebración de mi Primera Comunión, era feliz, muy feliz, mi madre se volcó en mi traje y en que el acto fuera especial, trascendente y responsable, a pesar de mis cortos siete años, viviéndolo con total honestidad. Mi padre era un auténtico desconocido, siempre ausente por su trabajo, apenas nos tratábamos los fines de semana alternos, porque incluso esos días los pasaba fuera de casa.
Dos semanas más tarde de aquella gloriosa fecha, mi madre enferma, tras llamar al médico deciden internarla en un hospital de donde salió en una bonita caja de madera, la llevamos al cementerio y allí se quedó, sola con su enfermedad. No entendía muy bien lo que ocurría y como padre me vio un tanto despistada, intentó explicarme lo que pasaba. No me miraba a la cara, nunca lo hacía, no sé muy bien porqué, y debido a mi incipiente sordera no me enteré de nada, algo cabreado comenzó a gritarme y en ese instante deseé con todas mis fuerzas que volviera mamá.
Aquel verano lo pasé solamente acompañada por Rosi, la muchacha que nos cuidaba la casa y cocinaba nuestras comidas. Padre apenas asomaba por ella, y cuando lo hacía era bien entrada la noche, seguramente para no verme, pensaba yo. Nunca he sido guapa como mi madre o las tías, mi falta de audición me provocaba expresiones de, como diría, lela, eso, los ojos bien abiertos igual que mi boca, mirando obsesivamente a la persona que me hablaba, acabé por convencerme de que esa era el motivo por el que padre nunca quería mirarme.
En septiembre comencé el internado en el colegio Santa Marta de Claris, y los inicios no fueron buenos, los nervios, la multitud de mujeres y niñas que en él había me tenían en un sin vivir, no estaba acostumbrada a tanta gente a mi alrededor y lo pasé francamente mal. Hube de adaptarme a horarios, obligaciones, comidas y compañías, pero sobre todo a las reglas que regían aquella santa casa, como decía la hermana Teresa, tutora de mi curso y hostigadora de mis peores momentos. No podía huir, pues no sabía en donde estaba ubicado el colegio, tampoco podía recluirme en mi cama porque a las seis y media nos levantaban, quisiéramos o no, incluso cuando no había clase, quien permanece en la cama después de esa hora era una holgazana, y en aquel centro no las admitían. Me llevé sofocos, vergüenzas y palos, tanto de las monjas como de mis compañeras de clase o cuarto, parecía un saco de boxeador, todo el que se acercaba tenía licencia para darme. Aguantaba todo hasta decírselo a padre, un general del ejército no podía consentir que trataran así a su hija. Pero padre no apareció hasta cuatro años más tarde.
Hube de espabilar o moriría con el tiempo, ideé un método para leer los labios y no perderme palabra de una conversación, aprendí a cerrar mi boca y mirar de soslayo, como quien no quería la cosa, recibía tortazos supuestamente por no prestar atención cuando me reprendían. Me refugié en la oración, en mis ratos libres acudía a la capilla recordando historias de santos y mártires imaginando ser uno de ellos, rezaba mirando fijamente la imagen de Santa Marta que había en el altar, hasta verla sonreír hablándome bajito, nadie más que yo la entendía porque sabía leer los labios. Sus palabras me ayudaron tanto que intenté levitar de rodillas en el banco, pero eso sólo lo conseguían los santos y yo aún no era uno de ellos. Mi amiga Piluca decía que más que en éxtasis parecía pasmada, mejor no repetirlo porque se reirían todas de mi.
Cuando a mi padre le nombraron Ministro del Ejército comenzó a visitarme, los domingos después de misa, venía a buscarme en el coche oficial, comiendo siempre en silencio en el mismo restaurante, era el único momento en que salía del colegio y veía las calles de una ciudad desconocida, al regreso nunca me acompañaba y era Teo, el chofer, quien me hablaba y me contaba lo que pasaba en el mundo. Cosas que trasladaba a mis compañeras más cercanas, interesándoles tanto, que todas las semanas narraba hechos y sucesos que a veces me inventaba. Por fin era alguien importante, estaban pendientes de mí, de mis historias y novedades, por fin se hacía justicia y ahora era yo quien elegía con quien andaba.
Me ofrecí voluntaria para ayudar al padre Mateo en la misa del domingo, un joven sacerdote recién salido del seminario, mientras él estaba media hora en el confesionario, ojeaba el periódico que dejaba con sus ropas, me asustaba muchas veces por la violencia extrema de las fuerzas de la naturaleza o el comportamiento inhumano de algunos. Tanto contar noticias e impresiones tormentosas de la actualidad, acarreo envidias por parte de algunas alumnas que no estaban integradas en mi círculo de amistades. Llegó todo a oídos de la superiora y al llamarme al orden en su despacho, le mentí al confesarle que era mi padre quien me informaba. Dándose cuenta que no podía reprender a todo un señor ministro, me rogó no asustar a las almas cándidas de mis compañeras y callarme las malas noticias.
Años más tarde mi padre adujo haberme encerrado allí por ser mujer, fea, gorda, sorda y no parecerme en nada ni a él ni a mi madre, presintiendo que era fruto del adulterio. Pero al llegar tan alto en política, no estaba bien visto evitar el contacto con su única hija, por eso sólo los domingos que no tenía actos a los que asistir, comía en mi compañía, intentando ignorarme.
Al finalizar el último curso en el colegio, algunas compañeras se preparaban para seguir en la universidad, lo estaba deseando porque estudiar me gustaba y no se me daba mal, más padre tenía otra idea de mi futuro, me apuntó en una academia de señoritas, donde enseñaban a ser una mujer de su casa. La desilusión fue mayúscula, teniendo que sobreponerme de nuevo ante mi infortunio y adaptarme a mi nueva situación. Al menos vivía en casa en compañía de la buena de Rosi, acudía semanalmente a mis clases y los domingos íbamos las dos a misa en la parroquia cercana. Apenas tenía contacto con la gente, en cuanto terminaba mis clases corría al hogar, nunca iba de compras ya que era Rosi la encargada, cuando padre llegaba ya le tenía preparado el baño y la ropa de andar por casa, le colocaba sus zapatillas y leía el periódico hasta la hora de cenar. No teníamos televisión y la radio estaba a recaudo en un secreter con llave, la cual él siempre guardaba. Seguía sin permitirme tener trato con la realidad, me fui adaptando y poco a poco diseñé una nueva estrategia para estar enterada.
Casualmente, limpiando el desván, encontré un secreter igual al de casa, con su llave que también abría el que escondía la radio. Cuando padre se ausentaba y Rosi iba a la compra, bajaba la tapa del mueble, enchufaba el aparato y escuchaba las noticias, canciones, anuncios y todo lo que a esa hora emitieran. Así fueron pasando los años, hasta que un día cansada, decidí deshacerme de padre, en una emisora habían novelado la película “Arsenio por compasión” decidiendo que era el momento adecuado para intentarlo. Padre hacía tiempo que estaba en la reserva y acudía diariamente al ateneo, yo acababa de cumplir 60 años y comenzaban mis goteras, harta de ese tipo de vida, encontré veneno matarratas en el desván, aprovechando unas alubias contundentes que puso Rosi para comer, eché unos polvos en su plato, y con la media tajada que tenía del chinchón de la mañana y lo sabroso de la comida, no se enteró. Toda la noche estuvo penando de dolores y al amanecer su alma ya había pasado al otro barrio.
Qué disgusto tan grande, que desgracia, ahora me iba a quedar sola. Los amigos y compañeros de mi padre sabían de mi existencia lastimera, era una púber sesentona que desconocía el mundo real, se apiadaron y me tramitaron una buena pensión de la que vivo holgadamente. Padre era un ahorrador nato y todos sus caudales fueron a parar a una cuenta a mi nombre, ¡era rica! Lo primero que hice fue despedir a Rosi, bueno, la mandé a casa de su hermana con una buena paga. Hacía tiempo que quería tener un gato, bueno uno no, dos o tres. Acudí a una protectora de animales donde los adopté y me llenaron la casa de pelos, no lo soporté y con la maquinilla de afeitar de padre, les rapé. Sus pellejitos me daban calor en la cama y sus maullidos entretenían mis tardes. Pero me faltaba algo, no sabía muy bien el qué. Una calurosa noche de verano, mirando por la ventana del dormitorio, vi una luz azul que emitía una cochambrosa casa de tres pisos en la esquina de la calle. Fijándome con atención observé cómo cada poco entraban hombres, permanecían una media hora y luego salían. No entraba ninguna mujer ni parejas, sólo hombres. Por la mañana observé la ropa tendida de su patio, parecía sólo ropa interior de mujer, en colores escandalosos como el rojo, el negro o el malva, con mucha puntilla, lazos y corsés muy escasos. ¡Era un puticlub!
Toda la semana seguí mirando aquel ir y venir de hombres a altas horas de la noche, imaginaba qué podrían hacer allí, con quien charlarían de sus cosas o qué beberían. Me intrigaba y me corroía por dentro lo que allí se cocía. Hasta que una conversación en la radio me aclaró la duda. Intentaba conseguir placer con los pellejos de mis gatos, a pesar de no dejarse hacer, pero claro, un hombre seguro que se deja y me hará sentir bien. ¿Qué iba a perder? Por la mañana pasé por delante del edificio viendo a una señora entrada en carnes a la puerta, parecida a mí, entablé conversación sobre el tiempo y los calores, preguntándole por fin si yo podía ser clienta de su chiringuito. Primero puso cara de sorpresa y luego se rió abiertamente, hasta sopesar con calma si podría valer para ello. No iba a cobrarle nada, tan sólo quería pasar un rato agradable con un hombre, dos o los que hubiera, eso sí, sólo un par de noches a la semana, que yo era muy decente y sólo quería algo de placer y compañía. La madama prometió pensarlo y anotó mi teléfono. Unos días más tarde me llamó, debía presentarme a las diez de la noche, había que hacer unos cuantos preparativos, buscarme ropa adecuada, peinarme y contarme como tenía que ir el encuentro. Todo fue de lo más emocionante, nunca me había sentido igual, tenía mi sensualidad en un punto álgido y me lancé a probar. La única exigencia que puse era que estuviera la habitación completamente a oscuras. Llegó el primer interesado, desnudo se metió en la cama, comenzó a despojarme delicadamente de mis escasas prendas, ¡como aullaba!, yo, porque a él se le veía experto en el tema. Suavemente me acarició, me besó, y con mucha ternura abordó mi sexo, tanto que no me retraía en ningún momento.
Sí, hicimos el amor hasta tres veces, aquel hombre sabía hacérmelo fácil y placentero, tanto que ambos acabamos sudorosos y cansados del trajín. Finalmente se vistió en la oscuridad y se marchó. Esperaba que entrara un segundo hombre, cuando la madama dio la luz y me dijo que había pagado una enorme suma para tenerme sólo para él, los martes y jueves a la misma hora. Por fin dejé que a mis gatos les creciera el pelo, me pasaba el día cantando, entraba en los comercios con una sonrisa que encontraban rara, compré ropa más moderna, más atrevida, más colorida, mi vida empezaba a los sesenta. Para dos meses duraban ya nuestros encuentros, como si del primer día se tratase conseguíamos el mismo goce, el mismo placer y la misma sorpresa, me susurraba palabras al oído que entendía perfectamente, aunque yo no hablaba, sólo gemía, aullaba y gritaba de puro gusto que me daba.
Paseando por la ciudad ya menos desconocida para mí, pasé delante de una pequeña iglesia de barrio, el calor apretaba fuera y me refugié en su interior fresco y silencioso, me arrodillé como cuando era niña para hablar con la virgen del altar, quería consultarle las dudas que me asaltaban en los encuentros nocturnos, mi educación religiosa impulsaba una renuncia al placer carnal, pero mi malgastada vida me inducía a disfrutar mientras pudiera, un dilema que me atormentaba. En ello estaba cuando vi salir del confesionario al padre Mateo, canoso y con arrugas en su rostro pero estaba igual, me acerqué a saludarlo pero una feligresa lo abordó antes que yo, al oírle hablar me desvanecí, cuando desperté estaba en el interior de una ambulancia, un bajón de tensión tuvo la culpa y tras agradecer a los sanitarios su atención, escapé hacia casa avergonzada. Durante días no me atreví a salir a la calle, no acudí a mis citas semanales en el prostíbulo, aquel desmayo lo tomé como una señala divina y decidí recluirme entre las paredes familiares, rodeada de recuerdos y soñando aventuras no vividas.
Habían pasado tres meses del desmayo, cuando llamaron a la puerta, al abrir casi vuelvo a hacerlo, era el padre Mateo, tuve que agarrarme a él para no caer, aunque hubiera preferido no hacerlo. Su bonita sonrisa me enterneció y avergonzó a la vez, con su voz suave y pausada me explicó que sabía el motivo de mi desmayo y del casi desvanecimiento de ahora, él era mi galán nocturno, quien llenaba de felicidad mis aburridas semanas, se había enamorado de mi y renunciado al sacerdocio. Convenció a la madama para darle mi dirección y venía con el propósito de pedirme en matrimonio. ¿Cómo iba a rechazar algo tan sublime? Acepté, a pesar de ser tan mayores llevamos una vida feliz y alegre, nuestras noches son únicas y mientras el cuerpo aguante nos daremos cariño, amor y placer, que bien me lo merezco.

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