Los
gatos se rozaban contra sus piernas. Tenían hambre. Seguro que
llevaban miagando un buen rato, pero ella aún no llevaba puesto los
audífonos. Le gustaba pasar la primeros momentos de la mañana en
silencio, mientras leía la prensa en el ordenador y tomaba un
estimulante café con un par de tostadas. Era el día de su
cumpleaños. Cumplía los sesenta. Edad fatal, entrada al mundo de
los viejos, había dicho su amiga Piluca. Qué estúpida era. Claro,
como ella aún estaba en los cincuenta y ocho. Seguro que lo había
dicho para ofenderla. Pero iba lista. Le daba ella cuatro vueltas y
dos de regalo. Y hablando de regalos, había decidido hacerse dos ese
año. Quién si no ella iba a regalarle nada interesante. ¿Sus
amigas? Esas loros seguro que le habían comprado unos pendientes, un
collar o una blusa, como siempre. No les daba la cabeza para más. Y
su hermano, mejor dicho su cuñada, porque era ella la que compraba,
aún peor. El año pasado, como había dicho que era seguidora de
Masterchef, se habían descolgado con los libros de cocina y los
vídeos de dicho programa. Qué ordinariez, como si fuera ella, a sus
años, a meterse entre fogones. No eran obsequios como para sentirse
contenta precisamente. Así que, ese año, había decidido regalarse
a sí misma algo especial. Un de los regalos ya se lo había hecho
unos meses atrás para estar bien preparada para el segundo. Se había
sometido a una cirugía vulvar, consistente en una reparación
estética de los labios, del Monte de Venus y de la parte interior de
los muslos. Había quedado de cine. No paraba de mirarse con un
espejo de aumento. Le encantaba. Parecían los genitales de una
jovencita. Esperaba que su otro regalo supiera apreciarlo. Lo había
encargado para las diez de la noche. Otras veces había aprovechado
la ocasión cuando se presentaba, pero esta vez quería algo
diferente, algo que la hiciera olvidar sus sesenta años. Si se lo
contara a sus amigas se escandalizarían. Pobres tontas, que se
conformaban con esos maridos sosos y estúpidos, o sin nada como
Sandra, viuda desde hacia ocho años y que desde entonces no se había
comido ni un rosco. No entendía cómo podía haber gente así, que
dejara pasar la vida sin aprovecharla. Para Sandra lo único
importante era ir de tiendas y comprar por comprar. Ella prefería
cosas más satisfactorias, como los gatos. Tenía tres a cada cual
más bonito. De pura raza todos. Solía sacarlos a pasear a media
mañana, con sus caros collares de piedras Swaroski. Causaban
admiración, aunque sabía que también eran motivo de críticas. No
era muy habitual sacar a pasear los gatos, ya lo sabía. Pero ¿acaso
había alguna norma que lo prohibiese? Sería mejor tener perro y
andar agachándose para recoger sus cacas. Menudo asco. En cambio,
sus gatitos hacían sus cosas en su caja de diseño, sin que ella
tuviera que preocuparse, pues ya se ocupaba de limpiarlo Luisa, la
criada. Tras el paseo matutino volvía a casa, se arreglaba y se
reunía con sus amigas para tomar el vermut. Bueno, quien decía el
vermut decía un trancazo de guisqui o un gin-tonic, según el día.
Las otras no. Las otras tomaban como mucho una copita de vino. Eran
tan sosas...Pero no tenía otras. Ella siempre era la última en
llegar. Le gustaba que la vieran acercarse con su estilo que decían
tan peculiar. Todo les llamaba la atención. El día que apareció
toda vestida de plata, hasta el cabello recién teñido, con las
botas de mosquetera de tacones altos y cuadrados, le dijeron que se
había pasado, que parecía de la Guerra de las Galaxias. Peor fue el
día que eligió un vaporoso vestido estampado en azul y verde que se
movía con el viento atrayendo la atención. Lo había combinado con
unos enormes pendientes dorados que le llegaban hasta el hombro y con
un collar que resbalaba hasta la cintura. No le dijeron, las muy
cretinas, que el collar parecía el de un perro y que no tenía edad
para vestirse de esa manera. Claro, como ellas siempre van con sus
discretos trajes de Chanel, sus zapatitos de tacón mediano y sus
pendientes y collares de perlas. No, si no sabe qué hace con ellas.
Pero en fin. Eran amigas desde la universidad y no era cosa de
dejarlas ahora. Además, ya las conocía a todas y sabía de sus
manías y también de sus secretos. Si les contara lo que pensaba
hacer esa noche se morirían del susto. Por supuesto que tampoco les
había contado lo de la operación. La llamarían loca, como siempre.
Y hombre, reconocía que medio loca si estaba, si medio loca era
vivir la vida a su antojo, sin hacer asco a los placeres que estaban
a mano. Ya habría tiempo para ser normal, si alguna vez lograba ser
normal. Ella siempre había sido la loca de la pandilla, la atrevida,
la primera que salió a Europa sin dinero, ante la oposición de sus
padres, la que seguía la moda, la que se había sometido ya a
diecisiete operaciones estéticas. También la que se había atrevido
a permanecer soltera y a disfrutar del sexo abiertamente con quien le
pareciera, aunque no les contara ya ninguna de sus aventuras. Ellas,
tan comedidas siempre, pensaban que había sentado cabeza con la edad
respecto a los hombres. Qué confundidas estaban. Cada día le
gustaban más. Sobre todo los jóvenes. Oh, esos jóvenes de gimnasio
con los músculos como tabletas de chocolate y los culos prietos y
tersos. Se volvía loca por ellos. Por eso iba todos los días al
gimnasio, no por mantener la línea, que por suerte se mantenía
delgada por genética como toda su familia. El gimnasio la ayudaba a
mantener en su sitio la carne que ya amenazaba con descolgarse, pero
sobre todo a mantener la vista alegre, quizás por eso no necesitaba
gafas ni para leer, por los cuerpos esculturales que veían sus ojos
todos los días. Su entrenador personal, Mario, estaba para tirárselo
aunque fuera en una gasolinera. En sus tiempos los hombres no eran
así. Se marchitaban enseguida en trabajos estresantes y en comidas
de negocios que pronto se hacían notar. Cómo habían cambiado las
cosas y para bien. Además, eran fáciles, aunque notaba que ya
empezaban a encontrarla un poco mayor, pese a su cuidado aspecto. No
importaba. El dinero servía para muchas cosas. Y los jóvenes
siempre andan con falta de dinero. Esa tarde preparó la bañera con
unas sales especiales, se secó con esmero, hidrató su cuerpo con
una crema perfumada y luego se echó unas gotas de un perfume
embriagador. Primero había pasado por la peluquería para peinarse y
hacer las uñas de manos y pies. Se maquilló, puso el vestido y los
zapatos nuevos, buscó los accesorios adecuados, cogió el bolso y
salió de casa. Circuló en su deportivo durante diez quilómetros
hacia las afueras de la ciudad. Llegó al hotel. Situó su coche
frente al número que le habían asignado. Se abrió una puerta.
Entró. Dejó el coche y cogió el ascensor directo hacia la
habitación. Allí la estaban esperando un par de chicos jóvenes,
guapos, que ya los quisiera de modelos el mismo Miguel Ángel. Uno
era rubio, de piel y ojos muy claros, pero con la piel dorada al sol.
El otro, mulato, con ojos de noche y piel de canela. Estaban los dos
sentados en el sofá, tal como habían convenido. Ella se despojó
del bolso, la chaqueta, los zapatos y los accesorios. Entonces les
hizo la señal. Ellos se acercaron y comenzaron a besarla, a
acariciarla, a encender aún más su deseo. Las ropas fueron cayendo
desparramándose por toda la habitación. Cuando se tumbaron sobre la
enorme cama, cuatro manos y dos bocas la hicieron enloquecer. Tocó
sin pudor esos cuerpos de pocos años que se le ofrecían por dinero.
Hizo y mando hacer. Disfrutó e hizo disfrutar. Cuatro horas de un
placer desconocido hasta entonces. Nunca había estado con dos
hombres a la vez y la experiencia le estaba resultando mejor de lo
esperado. Hacía ya un tiempo que no le resultaba tan fácil como
antes ligar, atraer a un hombre que no fuera un viejo chocho y
decrépito. Ella quería carne joven, jugosa, prieta. Y si tenía que
pagar por ello pagaría. Ya había cumplido sesenta años, la edad
fatal, la entrada al mundo de los viejos, según Piluca. No estaba de
acuerdo. Aún le quedaba mucho por vivir, por disfrutar, por
saborear. Sabía que no sería durante demasiado tiempo, quizás los
setenta años ya no serían lo mismo. Qué importaba. Aprovecharía
el momento. Y desde ese día, el de su cumpleaños, se haría ese
mismo regalo todos los meses. Hasta que el cuerpo aguante.
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