Hasta que el cuerpo aguante - Cristina Muñiz Martín




Los gatos se rozaban contra sus piernas. Tenían hambre. Seguro que llevaban miagando un buen rato, pero ella aún no llevaba puesto los audífonos. Le gustaba pasar la primeros momentos de la mañana en silencio, mientras leía la prensa en el ordenador y tomaba un estimulante café con un par de tostadas. Era el día de su cumpleaños. Cumplía los sesenta. Edad fatal, entrada al mundo de los viejos, había dicho su amiga Piluca. Qué estúpida era. Claro, como ella aún estaba en los cincuenta y ocho. Seguro que lo había dicho para ofenderla. Pero iba lista. Le daba ella cuatro vueltas y dos de regalo. Y hablando de regalos, había decidido hacerse dos ese año. Quién si no ella iba a regalarle nada interesante. ¿Sus amigas? Esas loros seguro que le habían comprado unos pendientes, un collar o una blusa, como siempre. No les daba la cabeza para más. Y su hermano, mejor dicho su cuñada, porque era ella la que compraba, aún peor. El año pasado, como había dicho que era seguidora de Masterchef, se habían descolgado con los libros de cocina y los vídeos de dicho programa. Qué ordinariez, como si fuera ella, a sus años, a meterse entre fogones. No eran obsequios como para sentirse contenta precisamente. Así que, ese año, había decidido regalarse a sí misma algo especial. Un de los regalos ya se lo había hecho unos meses atrás para estar bien preparada para el segundo. Se había sometido a una cirugía vulvar, consistente en una reparación estética de los labios, del Monte de Venus y de la parte interior de los muslos. Había quedado de cine. No paraba de mirarse con un espejo de aumento. Le encantaba. Parecían los genitales de una jovencita. Esperaba que su otro regalo supiera apreciarlo. Lo había encargado para las diez de la noche. Otras veces había aprovechado la ocasión cuando se presentaba, pero esta vez quería algo diferente, algo que la hiciera olvidar sus sesenta años. Si se lo contara a sus amigas se escandalizarían. Pobres tontas, que se conformaban con esos maridos sosos y estúpidos, o sin nada como Sandra, viuda desde hacia ocho años y que desde entonces no se había comido ni un rosco. No entendía cómo podía haber gente así, que dejara pasar la vida sin aprovecharla. Para Sandra lo único importante era ir de tiendas y comprar por comprar. Ella prefería cosas más satisfactorias, como los gatos. Tenía tres a cada cual más bonito. De pura raza todos. Solía sacarlos a pasear a media mañana, con sus caros collares de piedras Swaroski. Causaban admiración, aunque sabía que también eran motivo de críticas. No era muy habitual sacar a pasear los gatos, ya lo sabía. Pero ¿acaso había alguna norma que lo prohibiese? Sería mejor tener perro y andar agachándose para recoger sus cacas. Menudo asco. En cambio, sus gatitos hacían sus cosas en su caja de diseño, sin que ella tuviera que preocuparse, pues ya se ocupaba de limpiarlo Luisa, la criada. Tras el paseo matutino volvía a casa, se arreglaba y se reunía con sus amigas para tomar el vermut. Bueno, quien decía el vermut decía un trancazo de guisqui o un gin-tonic, según el día. Las otras no. Las otras tomaban como mucho una copita de vino. Eran tan sosas...Pero no tenía otras. Ella siempre era la última en llegar. Le gustaba que la vieran acercarse con su estilo que decían tan peculiar. Todo les llamaba la atención. El día que apareció toda vestida de plata, hasta el cabello recién teñido, con las botas de mosquetera de tacones altos y cuadrados, le dijeron que se había pasado, que parecía de la Guerra de las Galaxias. Peor fue el día que eligió un vaporoso vestido estampado en azul y verde que se movía con el viento atrayendo la atención. Lo había combinado con unos enormes pendientes dorados que le llegaban hasta el hombro y con un collar que resbalaba hasta la cintura. No le dijeron, las muy cretinas, que el collar parecía el de un perro y que no tenía edad para vestirse de esa manera. Claro, como ellas siempre van con sus discretos trajes de Chanel, sus zapatitos de tacón mediano y sus pendientes y collares de perlas. No, si no sabe qué hace con ellas. Pero en fin. Eran amigas desde la universidad y no era cosa de dejarlas ahora. Además, ya las conocía a todas y sabía de sus manías y también de sus secretos. Si les contara lo que pensaba hacer esa noche se morirían del susto. Por supuesto que tampoco les había contado lo de la operación. La llamarían loca, como siempre. Y hombre, reconocía que medio loca si estaba, si medio loca era vivir la vida a su antojo, sin hacer asco a los placeres que estaban a mano. Ya habría tiempo para ser normal, si alguna vez lograba ser normal. Ella siempre había sido la loca de la pandilla, la atrevida, la primera que salió a Europa sin dinero, ante la oposición de sus padres, la que seguía la moda, la que se había sometido ya a diecisiete operaciones estéticas. También la que se había atrevido a permanecer soltera y a disfrutar del sexo abiertamente con quien le pareciera, aunque no les contara ya ninguna de sus aventuras. Ellas, tan comedidas siempre, pensaban que había sentado cabeza con la edad respecto a los hombres. Qué confundidas estaban. Cada día le gustaban más. Sobre todo los jóvenes. Oh, esos jóvenes de gimnasio con los músculos como tabletas de chocolate y los culos prietos y tersos. Se volvía loca por ellos. Por eso iba todos los días al gimnasio, no por mantener la línea, que por suerte se mantenía delgada por genética como toda su familia. El gimnasio la ayudaba a mantener en su sitio la carne que ya amenazaba con descolgarse, pero sobre todo a mantener la vista alegre, quizás por eso no necesitaba gafas ni para leer, por los cuerpos esculturales que veían sus ojos todos los días. Su entrenador personal, Mario, estaba para tirárselo aunque fuera en una gasolinera. En sus tiempos los hombres no eran así. Se marchitaban enseguida en trabajos estresantes y en comidas de negocios que pronto se hacían notar. Cómo habían cambiado las cosas y para bien. Además, eran fáciles, aunque notaba que ya empezaban a encontrarla un poco mayor, pese a su cuidado aspecto. No importaba. El dinero servía para muchas cosas. Y los jóvenes siempre andan con falta de dinero. Esa tarde preparó la bañera con unas sales especiales, se secó con esmero, hidrató su cuerpo con una crema perfumada y luego se echó unas gotas de un perfume embriagador. Primero había pasado por la peluquería para peinarse y hacer las uñas de manos y pies. Se maquilló, puso el vestido y los zapatos nuevos, buscó los accesorios adecuados, cogió el bolso y salió de casa. Circuló en su deportivo durante diez quilómetros hacia las afueras de la ciudad. Llegó al hotel. Situó su coche frente al número que le habían asignado. Se abrió una puerta. Entró. Dejó el coche y cogió el ascensor directo hacia la habitación. Allí la estaban esperando un par de chicos jóvenes, guapos, que ya los quisiera de modelos el mismo Miguel Ángel. Uno era rubio, de piel y ojos muy claros, pero con la piel dorada al sol. El otro, mulato, con ojos de noche y piel de canela. Estaban los dos sentados en el sofá, tal como habían convenido. Ella se despojó del bolso, la chaqueta, los zapatos y los accesorios. Entonces les hizo la señal. Ellos se acercaron y comenzaron a besarla, a acariciarla, a encender aún más su deseo. Las ropas fueron cayendo desparramándose por toda la habitación. Cuando se tumbaron sobre la enorme cama, cuatro manos y dos bocas la hicieron enloquecer. Tocó sin pudor esos cuerpos de pocos años que se le ofrecían por dinero. Hizo y mando hacer. Disfrutó e hizo disfrutar. Cuatro horas de un placer desconocido hasta entonces. Nunca había estado con dos hombres a la vez y la experiencia le estaba resultando mejor de lo esperado. Hacía ya un tiempo que no le resultaba tan fácil como antes ligar, atraer a un hombre que no fuera un viejo chocho y decrépito. Ella quería carne joven, jugosa, prieta. Y si tenía que pagar por ello pagaría. Ya había cumplido sesenta años, la edad fatal, la entrada al mundo de los viejos, según Piluca. No estaba de acuerdo. Aún le quedaba mucho por vivir, por disfrutar, por saborear. Sabía que no sería durante demasiado tiempo, quizás los setenta años ya no serían lo mismo. Qué importaba. Aprovecharía el momento. Y desde ese día, el de su cumpleaños, se haría ese mismo regalo todos los meses. Hasta que el cuerpo aguante.



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