Mar Bella - Esperanza Tirado


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Ya no se habla de ella en los programas ni en las revistas del corazón. Nadie la recuerda. Pero hubo un tiempo en que su cara, sus gestos, sus vestidos y sus viajes, ocupaban más minutos en pantalla que el fútbol. Que ya es mucho decir.
Hace no mucho alguien dijo haberla descubierto en un barrio de una localidad del extrarradio de Madrid o Barcelona, sentada en un parque dando de comer a un ejército de palomas y gatos callejeros. Tal vez no era ella, no pudieron asegurarlo. La grabación, hecha con un móvil casero, era de mala calidad. Tras más de treinta años fuera del ojo público aquella mujer sesentona, entrada en carnes y mal vestida, nada tenía que ver con la joven que deslumbró a medio país.
Era preciosa. Morena, de ojos rasgados, piel de bronce y oscura melena ondulada. Llamaba la atención allá por donde iba. Tanto que a los diecisiete años se fue a Madrid para ser modelo. En un casting un productor la descubrió y la eligieron para participar en el concurso de Miss España. No ganó, pero su cara y su cuerpo pronto empezaron a ser conocidos en los círculos de la prensa rosa.
Con la idea de formarse como actriz viajó a Londres, donde aprendió el idioma. O lo intentó. Porque sus tutores españoles la llevaban cada noche de fiesta en fiesta, de unos brazos a otros, de una cama a otra, en un interminable viaje de celebración de su belleza.
En una de esas fiestas londinenses llenas de alcohol, belleza, lujo y derroche, un ingeniero de origen español se fijó en ella. Podía haber sido uno de tantos cincuentones adinerados, que solo buscaban la compañía de una joven bella que mostrar de su brazo en fiestas y saraos. Pero había algo en él que lo distinguía de toda aquella fauna depredadora.
Hijo de emigrantes españoles, había tenido una vida dura. Luchó por sobrevivir y triunfó, haciéndose a sí mismo sin ayuda de nadie. Era un perro verde, un bicho raro entre aquellos peces gordos ostentosos.
Gracias a sus patentes era rico; había diseñado varios productos electrodomésticos que se hicieron imprescindibles en los hogares de medio mundo. Había triunfado pero estaba solo. Y ella, a pesar de todas las atenciones a su alrededor, también lo estaba.
La diferencia de edad no fue un problema y pronto se les empezó a ver juntos en las páginas de la prensa rosa. Gracias a él, ella comenzó a despuntar, a ser algo más que una cara bonita. Él la apoyó y financió sus estudios. Consiguió terminar la carrera de Pedagogía. Aunque no ejerció. Poco después se casaron. Las imágenes de su boda dieron la vuelta por medio mundo. Gracias a su formación muchas ONGs llamaron a su puerta. Y pronto fue la cara visible de varias campañas solidarias dedicadas sobre todo a la protección de animales. Esos viajes hicieron que la pareja se separara temporalmente. Ella volaba sola. Él, orgulloso, la seguía en la distancia. A falta de teléfonos móviles, sus apasionadas cartas de amor, posteriormente publicadas en el papel couché, mantenían su relación a base de declaraciones tan románticas como tristes. Sus soledades se hacían menos solas cuando se leían. Aunque por aquel entonces se rumoreaba que ella tuvo varios amantes, jamás nadie confirmó ni desmintió nada.
En los veranos se reencontraban en una localidad costera muy frecuentada por famosos asiduos de las fiestas. El Mediterráneo era su mar. A pesar de haber nacido ambos tierra adentro, la playa les relajaba. Sus paseos nocturnos a la luz de la luna fueron su seña de identidad durante varios veranos. La felicidad les hacía vivir en una eterna luna de miel.
Pero la felicidad a veces no dura toda la vida. Y ella empezó a sufrir problemas de salud. Vértigos y mareos la afligían. Y en una de aquellas noches de verano se desmayó y tuvo que ser ingresada de urgencia. Su oído interno sufrió una inflamación y una hemorragia posterior. Los médicos lo tuvieron claro. Esos vértigos tenían una causa seria; Síndrome de Ménière, fue el diagnóstico. Con la edad acabaría perdiendo la audición y estaría acompañada de episodios donde los acúfenos martillearían su cabeza sin piedad.
Él buscó los mejores especialistas, e incluso contrató a un grupo de enfermeras para que estuvieran pendientes de ella las veinticuatro horas. Sus viajes a veces les hacían separarse demasiado tiempo. Y él, sintiéndose un tanto culpable, no quería dejarla sola.
En uno de esos viajes por tierras remotas, donde las carreteras son imprevisibles, su todoterreno sufrió un accidente en extrañas circunstancias. Quizás fue un robo, quizás un sabotaje.
A España las noticias tardaron en llegar. Ella sospechó que algo ocurría cuando dejó de recibir sus cartas. Intentó contactar con empresarios del círculo de su marido. Pero ninguno le dio importancia. En países del tercer mundo pasan estas cosas, dijeron.
Ella sabía que algo le había sucedido. Y en su obsesión empezó a salir a solas a la calle, despeinada, a medio vestir, esquivando a sus cuidadoras. Una vez se la encontraron llorando en un parque, hablando sola. La ingresaron en un psiquiátrico por prevención. Ella seguía con su idea de que algo le había ocurrido a su marido.
Hasta que finalmente un comunicado de la Embajada le dio la razón. Él había fallecido en el accidente. Su cuerpo fue repatriado y ella asistió a su funeral, digno de un Jefe de Estado.
Pero ella ya no era ella. El golpe fue tal que su belleza y su energía se evaporaron de la noche a la mañana. Sus problemas de salud se resintieron y decidió retirarse de la vida pública y vivir de manera austera, donando más de la mitad de su fortuna a ONGs dedicadas a la protección de gatos y otras mascotas.
La Viuda de España llenó cientos de páginas de revistas y horas de televisión con declaraciones de amigos, conocidos, supuestos antiguos amantes y esposas despechadas. Hasta que una nueva Princesa del Pueblo llegó para reinar en los corazones de los espectadores.
Si alguien pregunta por ella hoy día nadie sabrá responder quién fue.







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