La
claridad del amanecer inunda por completo la estancia. La quietud en
la cabaña es total, ni siquiera su ocupante humano se mueve,
respira, eso sí, pero no más. La fiebre le tiene completamente
inmóvil, desgastando su interior como la carcoma a un madero. A
pesar del silencio y el frío reinante en el pequeño habitáculo, si
afinamos el oído, lograremos captar una leve conversación entre
enseres que comparten dicho espacio. Subamos el volumen y prestemos
atención.
--Otra
jornada más que seguimos aquí colgados, ¿es que nuestro dueño no
nos necesita o tal vez nos tiene olvidados?
--Calla
de una vez. ¡No ves que está muy enfermo!, no duerme el sueño
eterno porque aún respira, consigo oírlo mientras estés callado.
Esto es serio, así que permanece tranquilo y esperemos que se
recupere el amo.
--Claro,
a ti no te cuesta nada, tienes tantos años que un descanso te viene
de guinda, pero aún soy joven y puedo ser útil muchos más, salvo
que me llene de moho y entonces me pudriré, nadie querrá guardar en
mi interior alimento alguno, pasaré a fundirme en alguna hoguera y
el buen hacer de quien me creó habrá sido inútil.
--¡Eres
un incordio! ¿Lo sabes? No te das cuenta del tiempo que llevamos
aquí parados, ¿crees que si él estuviera sano no andaría
caminando mientras acarrea las ovejas? ¡Venga leñe¡ deja de
lloriquear como un potrillo y espera que se mueva, en cuanto lo haga
todo irá bien, pronto se repondrá. Lo he vivido en otras ocasiones
y siempre se volvió a levantar. Primero se acuesta, duerme jornadas
enteras inmóvil y cuando menos lo esperas, se anima, poniéndose en
marcha hacia el monte como si no le hubiera pasado nada.
--Perdona
que te moleste, pero sí, mi materia prima es piel de potrillo, no
recuerdo cuando me fabricaron pero fue hace poco tiempo. Sirvo
fielmente a mi dueño, almacenando chorizos, quesos, pan y algún
rico bizcocho que la molinera le regala. No tengo prisa por ejercer
mi función, pero es que en mi interior se ha quedado un mendrugo de
pan, el cual comienza a criar moho y éste me empieza a picar, como
continúe ese proceso, terminaré por ser un zurrón inservible y
sucio que nadie querrá usar.
--¡Ni
se te ocurra enmohecer! Estoy colgado junto a ti y si ese bicho gris
me alcanza, acabaré muriendo al fin sin tardanza. Con todo lo que
he recorrido y he ayudado a mi amo, terminaré podrido, aquí mismo,
colgado a tu lado.
--¿Y
en que le has ayudado?
Preguntó el zurrón al cayado.
--Le
he librado del ataque del lobo en un par de ocasiones, él me agitaba
en el aire y yo golpeaba a los animales, que atraídos por el unto y
morcillas que portaba en el viejo zurrón, les retenían como el
vinagre a las moscas. Aquel colega tuyo pasó a mejor vida en la
última incursión de la manada, tantos mordiscos le dieron que no
tuvo arreglo y en la hoguera pereció con honores. Soy más viejo
que tú y más servicio he prestado. Le ayudo a dirigir las ovejas a
los pastos y luego las enfilo para entrar al cercado y que esté
junto todo el rebaño. Estas muescas que afean mi superficie son
mordiscos de animales salvajes, todos estos desperfectos son hazañas
de ataques que ambos resistimos. Pero esas fiebres son el peor
enemigo imaginable, le debilitan y hasta puede que con él acaben.
--Es
que esta quietud y este silencio me incomodan e intranquilizan, a
pesar que mi piel ha sido curtida al sol, mis poros siguen
necesitando la fresca brisa de la montaña, sentir el olor de verdes
pastos y frondosos matorrales, pero sobre todo, brincar como lo hacía
antaño. Con él lo consigo cuando me lleva colgado y se dirige al
valle, caminando ágilmente junto a los animales, sintiendo
nuevamente fluir mi sangre. Pero esta migaja con moho me tiene muy
asustado.
--¡Vaya
par de pazguatos que nun son a callar ehí enriba! Tamos toos
esmolcíos y asustaos, pero hai que tener paciencia y con tanta
cháchara nun dexáis descansar al amu.
--Ya
habló la madreña izquierda, tan contestataria y pejiguera, ¿no ves
que parlamos bajo? ¡Seguro que ni se entera! –respondió
el cayado
--La
mio hermanina y yo tamos muertes de fríu, la puerta tien perbaxo una
rendixina pola que pasa hasta’l gatu, y al tar quietes tantu ratu
va danos un plasmu. Vosotros, ehí enriba tais bien calentinos y,
amás, con tantu palique vuestru, nun nos dexais sentir la
respiración del amu.
Por
fin el silencio sepulcral terminó. Ha comenzado a roncar el
pastor, dueño y usuario del cayado, del zurrón y las madreñas.
Éstas últimas tiritando, se acercaron sigilosas al catre, bajo un
trozo de manta se cobijan hasta que las encuentre el amo, se las
calce y comience de nuevo su atareado trabajo.
Una
vez más va a salir de su complicada enfermedad, pero ¿llegará a
tiempo de que el moho no lo contamine todo?
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