Moho traicionero - Marian Muñoz


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La claridad del amanecer inunda por completo la estancia. La quietud en la cabaña es total, ni siquiera su ocupante humano se mueve, respira, eso sí, pero no más. La fiebre le tiene completamente inmóvil, desgastando su interior como la carcoma a un madero. A pesar del silencio y el frío reinante en el pequeño habitáculo, si afinamos el oído, lograremos captar una leve conversación entre enseres que comparten dicho espacio. Subamos el volumen y prestemos atención.
--Otra jornada más que seguimos aquí colgados, ¿es que nuestro dueño no nos necesita o tal vez nos tiene olvidados?
--Calla de una vez. ¡No ves que está muy enfermo!, no duerme el sueño eterno porque aún respira, consigo oírlo mientras estés callado. Esto es serio, así que permanece tranquilo y esperemos que se recupere el amo.
--Claro, a ti no te cuesta nada, tienes tantos años que un descanso te viene de guinda, pero aún soy joven y puedo ser útil muchos más, salvo que me llene de moho y entonces me pudriré, nadie querrá guardar en mi interior alimento alguno, pasaré a fundirme en alguna hoguera y el buen hacer de quien me creó habrá sido inútil.
--¡Eres un incordio! ¿Lo sabes? No te das cuenta del tiempo que llevamos aquí parados, ¿crees que si él estuviera sano no andaría caminando mientras acarrea las ovejas? ¡Venga leñe¡ deja de lloriquear como un potrillo y espera que se mueva, en cuanto lo haga todo irá bien, pronto se repondrá. Lo he vivido en otras ocasiones y siempre se volvió a levantar. Primero se acuesta, duerme jornadas enteras inmóvil y cuando menos lo esperas, se anima, poniéndose en marcha hacia el monte como si no le hubiera pasado nada.
--Perdona que te moleste, pero sí, mi materia prima es piel de potrillo, no recuerdo cuando me fabricaron pero fue hace poco tiempo. Sirvo fielmente a mi dueño, almacenando chorizos, quesos, pan y algún rico bizcocho que la molinera le regala. No tengo prisa por ejercer mi función, pero es que en mi interior se ha quedado un mendrugo de pan, el cual comienza a criar moho y éste me empieza a picar, como continúe ese proceso, terminaré por ser un zurrón inservible y sucio que nadie querrá usar.
--¡Ni se te ocurra enmohecer! Estoy colgado junto a ti y si ese bicho gris me alcanza, acabaré muriendo al fin sin tardanza. Con todo lo que he recorrido y he ayudado a mi amo, terminaré podrido, aquí mismo, colgado a tu lado.
--¿Y en que le has ayudado? Preguntó el zurrón al cayado.
--Le he librado del ataque del lobo en un par de ocasiones, él me agitaba en el aire y yo golpeaba a los animales, que atraídos por el unto y morcillas que portaba en el viejo zurrón, les retenían como el vinagre a las moscas. Aquel colega tuyo pasó a mejor vida en la última incursión de la manada, tantos mordiscos le dieron que no tuvo arreglo y en la hoguera pereció con honores. Soy más viejo que tú y más servicio he prestado. Le ayudo a dirigir las ovejas a los pastos y luego las enfilo para entrar al cercado y que esté junto todo el rebaño. Estas muescas que afean mi superficie son mordiscos de animales salvajes, todos estos desperfectos son hazañas de ataques que ambos resistimos. Pero esas fiebres son el peor enemigo imaginable, le debilitan y hasta puede que con él acaben.
--Es que esta quietud y este silencio me incomodan e intranquilizan, a pesar que mi piel ha sido curtida al sol, mis poros siguen necesitando la fresca brisa de la montaña, sentir el olor de verdes pastos y frondosos matorrales, pero sobre todo, brincar como lo hacía antaño. Con él lo consigo cuando me lleva colgado y se dirige al valle, caminando ágilmente junto a los animales, sintiendo nuevamente fluir mi sangre. Pero esta migaja con moho me tiene muy asustado.
--¡Vaya par de pazguatos que nun son a callar ehí enriba! Tamos toos esmolcíos y asustaos, pero hai que tener paciencia y con tanta cháchara nun dexáis descansar al amu.
--Ya habló la madreña izquierda, tan contestataria y pejiguera, ¿no ves que parlamos bajo? ¡Seguro que ni se entera! –respondió el cayado
--La mio hermanina y yo tamos muertes de fríu, la puerta tien perbaxo una rendixina pola que pasa hasta’l gatu, y al tar quietes tantu ratu va danos un plasmu. Vosotros, ehí enriba tais bien calentinos y, amás, con tantu palique vuestru, nun nos dexais sentir la respiración del amu.


Por fin el silencio sepulcral terminó. Ha comenzado a roncar el pastor, dueño y usuario del cayado, del zurrón y las madreñas. Éstas últimas tiritando, se acercaron sigilosas al catre, bajo un trozo de manta se cobijan hasta que las encuentre el amo, se las calce y comience de nuevo su atareado trabajo.
Una vez más va a salir de su complicada enfermedad, pero ¿llegará a tiempo de que el moho no lo contamine todo?







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