La chica de los ojos de cristal - Gloria Losada



       Aquella mañana de marzo Julio esperaba nervioso el momento en que abrieran las puertas de la oficina que sería su nuevo puesto de trabajo. Por fin parecía que las cosas iban a marchar bien de nuevo. Su vida llevaba camino de enderezarse y por fin podría dejar atrás aquellos años a la deriva, recuerdos que quedarían escondidos en un lugar recóndito de su mente, la mayoría de ellos, menos aquel que no podría olvidar, precisamente el que más le gustaría olvidar.
    Cerró los ojos y sacudió la cabeza en un intento inútil de borrar las imágenes que le torturaban, a veces no lo conseguía. La vida era así, así de caprichosa, así de cruel. Nos permite equivocarnos y no nos da la oportunidad de rectificar, porque cuando se ha cometido un hecho atroz, nunca se puede rectificar.
    Julio había sido un hombre de éxito, un privilegiado al que la fortuna había acompañado desde su nacimiento. Único hijo de un hombre al que las preocupaciones y el ritmo frenético de trabajo se habían llevado demasiado pronto, se vio con veinticinco años heredero de un empresa próspera que, llevada con buen tino, como había hecho su padre y antes que él, su abuelo, le hubiera solucionado la existencia. Pero tal vez los pocos años, el verse libre de pronto de la “tiranía” de un progenitor que siempre le había enseñado que las cosas solo se consiguen con esfuerzo, le habían hecho elegir el camino fácil. Pensó que los problemas se solucionaban solos, que la empresa funcionaría empujada por una inercia inexistente, no se dio cuenta de que el dinero vuela y si no se repone no regresa. Un día los pedidos empezaron a menguar, así como los cuartos que había en el banco, dilapidados en juergas nocturnas, en prostitutas, en drogas, en alcohol y en viajes costosos acompañado por novias de fin de semana. Desoyendo los consejos familiares continuó con su desenfrenada vida, hasta que su madre se hizo con las riendas del negocio en un intento desesperado de reflotarlo y lo repudió echándolo de su casa y de su vida.
    De pronto se vio en la calle sin nada más que lo puesto y los lujos dieron paso a las noches en los cajeros o en un banco del parque al amparo de un cartón de vino peleón que le diera el calor que el mundo le negaba.
      Una de aquellas noches desesperadas la vio. Hacía calor y no podía dormir a pesar de la borrachera. Ella pasó corriendo, con su cinta alrededor de la frente, su pelo negro recogido en un moño descuidado, su cuerpo perfecto enfundado en aquella ropa de deporte que parecía su segunda piel y el notó como su sexo despertaba, igual que en sus mejores tiempos. Comenzó a pensar en ella constantemente, a imaginarla desnuda y lasciva, mientras él acariciaba cada centímetro de su piel con sus manos, con su lengua, y poco a poco la iba llevando hacia el placer supremo, como antes había hecho con tantas mujeres. La segunda noche que la vio pasar se dijo que algún día sería suya, no sabía cómo, ni cuándo, ni dónde, pero tenía que ser suya. Así noche tras noche, hasta que no pudo más y se decidió a hacerlo. Era imposible que aquella mujer hermosa accediera a estar con él por voluntad propia ¿Quién iba a querer ser acariciada por un mendigo sucio y maloliente, por un borracho sin futuro, por un ser que no era ya ni siquiera el despojo de lo que un día había sido?
       Al atardecer del sexto día se decidió. La esperó agazapado detrás de un seto. Cuando la vio acercarse su corazón se aceleró y le dio fuerzas para seguir. La abordó sin que ella pudiera tener tiempo a reaccionar y la arrastró con fuerza a su escondite. Le tapó la boca con una mano con la otra pasó el filo de una navaja por su cuello.
    -Si gritas, te mato – le dijo.
    La chica cerró los ojos y se dejó hacer, apenas opuso resistencia, sabedora de que su vida valía más que todo. Julio manoseó sus pechos y con un movimiento certero le rasgó la ligera malla de lycra. Separó sus bragas y se introdujo en ella con fuerza, con rabia, como si con aquel acto ruin y mezquino quisiera desahogar su resentimiento contra el mundo. Apenas duró unos minutos. Cuando la muchacha se dio cuenta de que había terminado abrió los ojos y le miró. Eran unos ojos de un azul tan claro que casi parecían trasparentes, como si fueran de cristal, fríos, gélidos, preñados de una determinación apabullante.
     -Tarde o temprano me las pagarás – le dijo.
      En ese momento Julio tuvo miedo. Fue consciente de que acababa de arruinar su vida un poco más de lo que ya estaba  y huyó, dejando a la chica allí tirada, qué más daba, lo único que importaba era ponerse a salvo de aquellos ojos.
     Se fue a otra ciudad, lejos de la maldad y del recuerdo, y los años fueron pasando implacables. Nunca tuvo noticias de la muchacha violada, no sabía si lo había denunciado, si alguien lo buscaba o no  y poco a poco se fue olvidando del hecho, pero no de los ojos, de aquellos ojos…
      Un día alguien lo ayudó, no recuerda bien quién, y poco a poco comenzó a salir de la miseria. Consiguió contactar con su madre que, ablandado su ánimo por sus promesas, lo acogió como al hijo pródigo. Había conseguido salvar la empresa, que luego había vendido y ahora vivía de una pensión de jubilación y sin muchas complicaciones, pero él tendría que ponerse a trabajar, ella lo ayudaría. Y aquel era el día. Empezaba a trabajar como administrativo en una oficina de una empresa de paquetería. No era el trabajo del siglo, pero por lo menos le permitiría sobrevivir. Había aprendido la lección y nada volvería a ser como antes.
      Pasados los nervios de aquel primer día, Julio se adaptó con facilidad a su nuevo trabajo y comenzó su rutina diaria. A las doce iba a tomar el café al mismo bar y allí conoció a Sandra. Se fijó en ella un día cualquiera, cuando se acercó a la barra a abonar su consumición, y ella le sonrió. Desde entonces se veían en el mismo lugar y a la misma hora, se sonreían, pero no se decían nada. Sandra era bonita, tenía el pelo corto, los ojos marrones verdosos y una preciosa sonrisa. Un día comenzaron a hablar al calor del café de media mañana y pronto descubrieron que se gustaban. Entonces llegaron los paseos por la orilla del río, las tardes de cine o de playa, las risas, la complicidad… la calidez de los besos…
     Hace dos noches Sandra organizó una cena en su casa. Era la primera vez que iban a estar a solas y era posible que ocurriera algo. La mesa del comedor estaba pulcramente puesta y decorada. Una botella de vino y dos copas, los platos, los cubiertos, la comida deliciosa. Luego, sentados en el sofá, comenzaron a besarse. Julio se sintió ligeramente mareado, hacía tiempo que se había desacostumbrado a beber alcohol y lo achacó al vino. Pero pronto comenzó a faltarle la respiración.
     -¿Te encuentras bien? –le preguntó ella, y con un gestó rápido se quitó las lentillas y quedaron al descubierto aquellos ojos de cristal que casi había logrado olvidar.
      En la cara de Julio se dibujó el terror.
    -Lo siento, esta es la hora de mi venganza
     Todo se oscureció y nunca más volvió a clarear.





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