No
soportaba los gritos de sus
vecinos, así que escapó
de casa a pesar del frío reinante,
maldiciendo a cada paso a esos estúpidos que amargaban todas y cada
una de sus
noches. ¿Por qué no se separaban de una vez? No tenían hijos ni
perros ¿Qué los unía entonces?
¿Acaso
las discusiones diarias? ¿La
hipoteca? Sí, seguro que era la hipoteca, porque si no, es que eran
unos idiotas simplemente. Menudas ganas de vivir
a voz en grito. Tras
dar un buen paseo regresó
a casa cuando la noche ya era de un negro profundo y en la
urbanización no se movían ni las ramas de los árboles. La bronca,
por fin,
había cesado. La noche siguiente fue de absoluta tranquilidad, y eso
le
extrañó aunque agradeció
esa paz inesperada. Sin
embargo, con el paso de los
días, comenzó
a inquietarse,
pues aparte de no escuchar ni
el más
mínimo ruido la casa permanecía cerrada a cal y canto. Eso
era por lo menos extraño. No
es que fuera
una fisgona de esas que están todo el día pendiente de los vecinos.
Es que
además
de tener que escuchar sus escandalosas riñas diarias,
también tenía que soportar todo tipo de ruidos, como si pasaran el
día, o mejor dicho las noches, cambiando la decoración de la casa.
También se
enteraba cuando entraban o salían pues siempre lo hacían dando
un portazo. El estruendo producido por subir o bajar las persianas de
un tirón era otra de las cosas que la
sacaba de quicio. Y de pronto, todo eso cesó. Tras la bronca de la
noche del viernes, la casa amaneció silenciosa y con las persianas
bajadas. De viaje no habían
salido, pues de haberlo hecho se
habría enterado. Era todo un espectáculo verlos cargar el maletero
con un equipaje siempre tan excesivo como sus gritos.
Su
cabeza de lectora empedernida de novela policíaca, empezó imaginar
¿Y si la había matado? Se
estremeció
solo de
pensarlo. Podía estar
viviendo al lado de la casa de un asesino y de una asesinada. ¿Y si
la asesina era ella? No era difícil imaginarla dándole a él en la
cabeza con un bate o algo parecido. Pensó
en llamar a la policía, pero qué
les iba a decir. También pensó
que podían estar
muertos los dos por una mala combustión de la caldera. Últimamente
discutían mucho sobre la necesidad de cambiarla o no.
Esperó
cinco
días, llenos de impaciencia y temor. Aquello no era normal. Decidió
acercarse
a la casa, por si se veía o se escuchaba algo. Cogió
a Salvatore, su
gato, como posible disculpa.
A su mascota le
gustaba
mucho investigar, así que no le
costó trabajo hacerlo pasar a través de la valla y que él se
perdiera de inmediato por el jardín. Miró
las ventanas. Todas cerradas. Llamó
al timbre situado junto a
la verja. No hubo respuesta. Penetró
en el jardín y se
acercó
a la puerta de la casa. Llamó.
Tampoco hubo respuesta. Olisqueó
por los alrededores temiendo
y deseando a un tiempo percibir olor a sangre o a putrefacción. Se
dio
asco a si
misma por esos pensamientos tan macabros. De pronto, observó
horrorizada, como Salvatore entraba en la casa a
través de una gatera. Se
acercó a la puerta. La
aporreó. La puerta cedió. Estaba abierta. Desconcertada,
traspasó el umbral llamando
a su
gato. Como tantas otras veces no le
hizo el menor caso. La oscuridad era absoluta. Volvió
a llamar a Salvatore. Sintió
su maullido un tanto lejano. Preguntó
¿hay alguien ahí?, primero con voz casi inaudible, después ya con
fuerza. Se
vio
a si
misma dentro de una de esas películas de miedo en las que la
protagonista avanza hacia su asesino mientras hace esa estúpida
pregunta ¿Hay alguien ahí? Se
sobrecogió
al pensarlo. Sin embargo, continuó
avanzando entre las sombras, llamando al
felino. De pronto, la
oscuridad fue reemplazada por
una luz intensa. Quedó
deslumbrada. Alguien bajaba por las escaleras. Miró
entre asustada y avergonzada. Cuando sus
ojos se habituaron a la luz vio
un hombre de unos cuarenta años envuelto
en un albornoz blanco, con
los pies descalzos y el pelo húmedo y alborotado. ¿Qué haces en mi
casa?, preguntó entre sorprendido y enojado. De manera atropellada
le habló
de Salvatore, de la gatera, de la puerta abierta, dijo
que había llamado al timbre, pidió
disculpas, se
llamó
estúpida a si
misma y pidió
recuperar a su
gato. Era tanta su
vergüenza que las palabras le
salían a borbotones como si
con ellas pudiera tapar su ridícula conducta.
Él, por toda respuesta sonrió, se
acercó a ella
y se presentó como el hermano de su
vecina. Ella y su marido habían salido de viaje y él estaba de paso
en la ciudad. Le
pareció raro no haberlos sentido marchar, pero no tenía ningún
motivo para dudar de sus palabra.
Le dijo
su
nombre: Minerva. Él, lo
repitió varias veces, paladeando las silabas como
quien degusta un postre
delicioso que no quiere acabar.
Eso la cautivó.
La invitó a un vino.
No supo ni quiso
negarse.
Salvatore seguía sin aparecer. Mauro estaba
a punto de cenar y la convidó
a compartir sus viandas. Ella
dio varias disculpas pero él
no parecía dispuesto a aceptar ninguna. Su amabilidad, su cuerpo
envuelto en el albornoz blanco y su sonrisa acabaron por desarmar sus
defensas. Comieron, bebieron
y rieron.
Mineva se
sentía feliz. Esta mañana amaneció
en una gran cama.
Estaba sola. Se
incorporó
asustada. Las sábanas estaban revueltas, su
cuerpo desnudo y su
sexo húmedo. No recordaba nada de la noche anterior, a no ser la
cena. Entró
en pánico. ¿Le
había puesto
algo en la bebida para violarla
o bien ella había aceptado
de buen grado? Lo llamó,
primero muy suave y después
a gritos. Silencio.
Permaneció
un rato inmóvil, observando la habitación. Después fue
al baño. Un albornoz blanco y un trío de toallas del
mismo color parecían
esperarla.
Se
duchó
agradeciendo la caricia del agua, pensando que tal vez había tenido
que ir a trabajar y no quiso despertarla.
Buscó
su
ropa. No la encontró.
Intentó
subir la persiana. Estaba
atrancada. Enfundada en el
albornoz se
dispuso
a buscar su
ropa por toda la casa, quizás se
hubiera desnudado en el salón. Se
vestiría y saldría de allí a toda prisa. Abrió
la puerta de la habitación. Había una pequeña sala con un vestidor
y dos butacas. Un grito
desgarrador
surgió de su garganta. En la
puerta, como si se tratara de
un cuadro, colgaba el cadáver de Salvatore. Vomitó.
Lloró. Chilló. Cuando
consiguió calmarse un poco quiso huir de allí. Se
acercó a la puerta con los ojos entrecerrados para no ver el cadáver
de su mascota mientras sentía cómo volvían las nauseas. Volvió a
vomitar. Con gran esfuerzo cogió la manilla dispuesta a escapar de
allí. Un frío glacial recorrió su cuerpo al comprobar que estaba
cerrada. Lo intentó varias veces, queriendo
forzar la manilla, empujando la puerta, dando patadas, mientras sobre
su cabeza y su cuerpo se iban deslizando gotas de sangre.
Volvió a la habitación para intentar salir por la ventana. Tampoco
fue capaz a forzar la persiana. Ahora, tras una hora de lucha, está
acurrucada en una esquina,
envuelta en el albornoz blanco, esperando la vuelta de su carcelero
con los ojos clavados en el amplio vestidor donde reinan alegres las
ropas y las maletas de sus vecinos.
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