La disculpa del gato - Cristina Muñiz Martín


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No soportaba los gritos de sus vecinos, así que escapó de casa a pesar del frío reinante, maldiciendo a cada paso a esos estúpidos que amargaban todas y cada una de sus noches. ¿Por qué no se separaban de una vez? No tenían hijos ni perros ¿Qué los unía entonces? ¿Acaso las discusiones diarias? ¿La hipoteca? Sí, seguro que era la hipoteca, porque si no, es que eran unos idiotas simplemente. Menudas ganas de vivir a voz en grito. Tras dar un buen paseo regresó a casa cuando la noche ya era de un negro profundo y en la urbanización no se movían ni las ramas de los árboles. La bronca, por fin, había cesado. La noche siguiente fue de absoluta tranquilidad, y eso le extrañó aunque agradec esa paz inesperada. Sin embargo, con el paso de los días, comen a inquietarse, pues aparte de no escuchar ni el más mínimo ruido la casa permanecía cerrada a cal y canto. Eso era por lo menos extraño. No es que fuera una fisgona de esas que están todo el día pendiente de los vecinos. Es que además de tener que escuchar sus escandalosas riñas diarias, también tenía que soportar todo tipo de ruidos, como si pasaran el día, o mejor dicho las noches, cambiando la decoración de la casa. También se enteraba cuando entraban o salían pues siempre lo hacían dando un portazo. El estruendo producido por subir o bajar las persianas de un tirón era otra de las cosas que la sacaba de quicio. Y de pronto, todo eso cesó. Tras la bronca de la noche del viernes, la casa amaneció silenciosa y con las persianas bajadas. De viaje no habían salido, pues de haberlo hecho se habría enterado. Era todo un espectáculo verlos cargar el maletero con un equipaje siempre tan excesivo como sus gritos. Su cabeza de lectora empedernida de novela policíaca, empezó imaginar ¿Y si la había matado? Se estremec solo de pensarlo. Podía estar viviendo al lado de la casa de un asesino y de una asesinada. ¿Y si la asesina era ella? No era difícil imaginarla dándole a él en la cabeza con un bate o algo parecido. Pensó en llamar a la policía, pero qué les iba a decir. También pensó que podían estar muertos los dos por una mala combustión de la caldera. Últimamente discutían mucho sobre la necesidad de cambiarla o no. Esperó cinco días, llenos de impaciencia y temor. Aquello no era normal. Decid acercarse a la casa, por si se veía o se escuchaba algo. Cog a Salvatore, su gato, como posible disculpa. A su mascota le gustaba mucho investigar, así que no le costó trabajo hacerlo pasar a través de la valla y que él se perdiera de inmediato por el jardín. Miró las ventanas. Todas cerradas. Llamó al timbre situado junto a la verja. No hubo respuesta. Penetró en el jardín y se acer a la puerta de la casa. Llamó. Tampoco hubo respuesta. Olisqueó por los alrededores temiendo y deseando a un tiempo percibir olor a sangre o a putrefacción. Se dio asco a si misma por esos pensamientos tan macabros. De pronto, observó horrorizada, como Salvatore entraba en la casa a través de una gatera. Se acercó a la puerta. La aporreó. La puerta cedió. Estaba abierta. Desconcertada, traspasó el umbral llamando a su gato. Como tantas otras veces no le hizo el menor caso. La oscuridad era absoluta. Volv a llamar a Salvatore. Sintió su maullido un tanto lejano. Preguntó ¿hay alguien ahí?, primero con voz casi inaudible, después ya con fuerza. Se vio a si misma dentro de una de esas películas de miedo en las que la protagonista avanza hacia su asesino mientras hace esa estúpida pregunta ¿Hay alguien ahí? Se sobrecog al pensarlo. Sin embargo, continuó avanzando entre las sombras, llamando al felino. De pronto, la oscuridad fue reemplazada por una luz intensa. Quedó deslumbrada. Alguien bajaba por las escaleras. Miró entre asustada y avergonzada. Cuando sus ojos se habituaron a la luz vio un hombre de unos cuarenta años envuelto en un albornoz blanco, con los pies descalzos y el pelo húmedo y alborotado. ¿Qué haces en mi casa?, preguntó entre sorprendido y enojado. De manera atropellada le habló de Salvatore, de la gatera, de la puerta abierta, dijo que había llamado al timbre, pidió disculpas, se llamó estúpida a si misma y pidió recuperar a su gato. Era tanta su vergüenza que las palabras le salían a borbotones como si con ellas pudiera tapar su ridícula conducta. Él, por toda respuesta sonrió, se acercó a ella y se presentó como el hermano de su vecina. Ella y su marido habían salido de viaje y él estaba de paso en la ciudad. Le pareció raro no haberlos sentido marchar, pero no tenía ningún motivo para dudar de sus palabra. Le dijo su nombre: Minerva. Él, lo repitió varias veces, paladeando las silabas como quien degusta un postre delicioso que no quiere acabar. Eso la cautivó. La invitó a un vino. No supo ni quiso negarse. Salvatore seguía sin aparecer. Mauro estaba a punto de cenar y la convidó a compartir sus viandas. Ella dio varias disculpas pero él no parecía dispuesto a aceptar ninguna. Su amabilidad, su cuerpo envuelto en el albornoz blanco y su sonrisa acabaron por desarmar sus defensas. Comieron, bebieron y rieron. Mineva se sentía feliz. Esta mañana amanec en una gran cama. Estaba sola. Se incorporó asustada. Las sábanas estaban revueltas, su cuerpo desnudo y su sexo húmedo. No recordaba nada de la noche anterior, a no ser la cena. Entró en pánico. ¿Le había puesto algo en la bebida para violarla o bien ella había aceptado de buen grado? Lo llamó, primero muy suave y después a gritos. Silencio. Permanec un rato inmóvil, observando la habitación. Después fue al baño. Un albornoz blanco y un trío de toallas del mismo color parecían esperarla. Se duchó agradeciendo la caricia del agua, pensando que tal vez había tenido que ir a trabajar y no quiso despertarla. Bus su ropa. No la encontró. Intentó subir la persiana. Estaba atrancada. Enfundada en el albornoz se dispuso a buscar su ropa por toda la casa, quizás se hubiera desnudado en el salón. Se vestiría y saldría de allí a toda prisa. Abr la puerta de la habitación. Había una pequeña sala con un vestidor y dos butacas. Un grito desgarrador surgió de su garganta. En la puerta, como si se tratara de un cuadro, colgaba el cadáver de Salvatore. Vomitó. Lloró. Chilló. Cuando consiguió calmarse un poco quiso huir de allí. Se acercó a la puerta con los ojos entrecerrados para no ver el cadáver de su mascota mientras sentía cómo volvían las nauseas. Volvió a vomitar. Con gran esfuerzo cogió la manilla dispuesta a escapar de allí. Un frío glacial recorrió su cuerpo al comprobar que estaba cerrada. Lo intentó varias veces, queriendo forzar la manilla, empujando la puerta, dando patadas, mientras sobre su cabeza y su cuerpo se iban deslizando gotas de sangre. Volvió a la habitación para intentar salir por la ventana. Tampoco fue capaz a forzar la persiana. Ahora, tras una hora de lucha, está acurrucada en una esquina, envuelta en el albornoz blanco, esperando la vuelta de su carcelero con los ojos clavados en el amplio vestidor donde reinan alegres las ropas y las maletas de sus vecinos.





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