Cuando el final es un principio - Marian Muñoz

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Ya en la estación de autobuses dirigió una última mirada a la casa, la que fuera su cárcel durante cincuenta años y por la que ya no sentía nada, ni rabia, ni amor. Observó primero un fogonazo, luego una llamarada, y poco a poco, fue pasto de las llamas. Su vieja estructura de madera y un deficiente mantenimiento la había convertido en vulnerable a cualquier contratiempo, sobre todo al fuego.
Sobreviviría aún veinte o treinta años como mucho, pero iban a ser suyos, dueño no sólo de sus actos, sino de sus pretensiones, sueños, odios y amores. Libre para decidir por sí mismo, sabiendo de sobra lo duro que resultaría. Durante cincuenta largos años no lo pudo hacer y esa fue su condena.
Ya sentado en el autobús, camino de cualquier sitio, recordó su niñez cuando su madre vivía y caminaba. No había día sin discusión o bronca por parte de su padre, en cuanto llegaba a casa tras el trabajo, según decía él, venía bien cargado de alcohol buscando pelearse con su madre, zurrándola, empujándola, chillándole e incluso en más de una ocasión, violándola. No era un borracho simpático y cantarín, era agresivo y mal tomado, al que pocas veces las tretas de su madre conseguían aplacar.
Como niño que era, en cuanto oía girar la llave en la cerradura corría a esconderse al sótano, único lugar cuyas paredes amortiguaban los gritos violentos que acompañaban al maltrato. Una pequeña bombilla iluminaba el cochambroso espacio en el que durante dos o tres horas permanecía cautivo en su propia casa. Camiones, indios y vaqueros o un balón de fútbol eran su único entretenimiento para aquel trance.
Nunca se cuestionó si esa violencia era común en todos los hogares, para él resultaba algo tan cotidiano como comer o dormir, el temor al castigo físico siempre estaba ahí.
En la escuela se esforzaba todo lo que podía, obediente y aplicado, era el ojito derecho de la maestra por su comportamiento tan educado. Al cumplir los siete años se preparó en la parroquia para hacer la Primera Comunión, igual que el resto de chavales del barrio. Al acercarse las fechas su madre decidió comprarle un traje blanco de marinero, como el de los demás, pero su padre consideró que era un gasto superfluo y mejor vestir americana y pantalón, le sería más útil cuando creciera. Su madre insistió defendiendo la idea, alegando que los de segunda mano eran baratos y sino alquilarlo, consideraba que su hijo no debía destacar del montón. Al no poder rebatir con razones su opinión, mientras estaba en el colegio, dio una grave paliza a su madre, quien cayendo por las escaleras se rompió no sólo la cabeza sino la columna, quedando inválida para el resto de sus días.
Qué accidente más tonto, le decían, y desde entonces, ni Primera Comunión ni nada. La estancia de su madre en el hospital curándose las heridas fue no sólo difícil, sino peligrosa, al estar a cargo de su padre. Las mujeres del vecindario ayudaban como podían, bien invitándole a comer o merendar, bien cocinando para los dos. Temprano tuvo que aprender a hacerse la cama, recoger y lavar la ropa sucia, así como ordenar la casa tras los destrozos de su padre, que al no poder descargar la agresividad con su madre, se desquitaba con los enseres del hogar, ya que él se ponía a buen recaudo en el sótano donde dormía más de una noche.
Los cuidados hospitalarios le devolvieron una madre triste y callada. Su escasa movilidad le hacía necesitar de otras personas para su desenvolvimiento diario, encargándose el ayuntamiento de proporcionarle profesionales para su aseo o sentarse en la silla de ruedas. Las perspectivas de futuro cambiaron completamente, la permanencia en el colegio comenzó a hacérsele larga, deseando llegar cuanto antes al lado de su madre y cuidarla con esmero. Su padre comenzó a dar menos guerra al haber tanto trajín de gente en casa. Cuando parecía que el ambiente hogareño era difícil pero distendido, su progenitor se largó, escupiéndole a la cara no tener obligación de cuidar de ninguno de los dos, y por eso se marchaba.
Sintió primero alivio y luego rabia al ser abandonados por el que era culpable de todos los males de aquella casa, se desentendía por completo de sus actos.
  • Mejor, le respondió, no necesitamos a un cabrón como tú.
Le pegó tal bofetón que le partió el labio, pero al menos no volvió a verlo en vida de su madre.
Su profesora apenada por la situación realizó trámites para conseguirles una pequeña pensión y mientras él acudía al colegio y luego al instituto, una asociación de voluntarios atendía y acompañaba a su madre.
Los años pasaron, y estudió hasta aprobar el bachillerato. No sabía lo que era ir al cine, la bolera, asistir a un partido de futbol o baloncesto, o mucho menos bailar en una discoteca, todo su tiempo libre lo invertía en permanecer junto a su madre, lo que más quería en este mundo y quien más lo necesitaba.
La televisión, el dominó o las cartas eran el único entretenimiento y largas charlas divagando sobre su futuro. Al terminar los estudios consiguió trabajo en un taller mecánico cercano al hogar, cuyo sueldo le permitía pagar asistentes, si bien su tiempo libre seguía ocupándolo junto a ella.
No tenía vida propia y tampoco sentía necesidad de buscarla, la compañía de su madre le bastaba y además qué mujer querría compartir ese panorama. Así fueron pasando los años hasta un mes antes de cumplir los cincuenta. Su madre enfermó de gravedad, debido a las complicaciones falleció finalmente. Su cincuenta cumpleaños lo pasó en absoluta soledad. Deprimido, triste y añorando a la única mujer de su vida.
Pero un día, mirando la televisión sin verla, divagando mentalmente sobre su futuro, llegó a la conclusión de que esa construcción que hasta ahora era su hogar había sido también su cárcel, no deseaba a nadie la vida que él había llevado y tanta animadversión le produjo la casa, que decidió deshacerse de ella, no vendiéndola, sino quemándola, al fin y al cabo era suya y podía hacer con ella lo que quisiera.
Decidido a escapar hizo las maletas, poco tenía que llevar, y viajar hasta otra ciudad donde iniciar un nuevo proyecto en contacto con otra realidad. Destruiría la casa apagando la llama del calentador y permitiendo que saliera el gas libremente. Encendería la vieja radio eléctrica, que enseguida se calentaba y soltaba chispas, para cuando todo saltara por los aires, él no estaría cerca.
Para despedirse dio un paseo por el barrio, en silencio, mirando por última vez aquello que le había rodeado durante sus cincuenta años de vida y que tan poco pudo disfrutar. Regresó a casa, giró la llave en la puerta de entrada y abrió, sería la última vez que hiciera aquel gesto. Comprobó primero que las ventanas del pequeño salón estuvieran bien cerradas, luego los dormitorios y el baño, por último se dirigió a la cocina, donde sorprendido, encontró a un hombre acodado en la mesa bebiendo de una petaca.
  • ¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado aquí? Gritó, buscando con la vista algún cuchillo para defenderse.
  • He entrado con esta llave, dijo el individuo sonriendo, ya veo que en todos estos años no has tenido tiempo de cambiar la cerradura, ¡Soy tu padre!
Aquella respuesta inesperada le exasperó, tantos años desaparecido y ahora al morir su madre, regresaba.
  • He venido a hacerme cargo de la casa, la mitad es mía y de la parte de tu madre me corresponde el usufructo, así que te tienes que largar, la necesito para mi actual familia.
Tanto sufrimiento en silencio, ocultando preocupaciones y amargores, le habían enseñado a no mostrar sentimiento alguno y no alterarse al menor contratiempo, intentando encontrar una rápida solución a los conflictos. Reaccionó sonriendo, algo que su padre no esperaba, y respondió con aire conciliador.
  • No hay ninguna objeción a tu petición. Es más, en el sótano tienes algunas cosas que con la prisa de tu huida te dejaste. ¿Qué te parece si te las enseño?
  • Claro, respondió el hombre, siguiéndole confiado escaleras abajo.
No pudo prever a tiempo la reacción de aquel hombre desconocido, aunque fuera su propio hijo. Con una barra de hierro le golpeó fuertemente en la cabeza dejándolo malherido en el suelo.
Subió despacio las escaleras, apagó la llama, encendió la radio, y entonces, él cerró la puerta.






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