Ya es tarde, casi de noche. Hace mucho calor pero a ninguno le apetece irse a dormir. Se nota que el verano está cerca. Las ventanas están abiertas en batiente y las voces de los últimos rezagados, que estiran las cervezas de la tarde, se dejan oír hasta el cuarto piso.
–Cariii, no me encuentro bien…
–Ya lo sé. Yo tampoco. Hace calor.
Y él se separa de ella. Y el sofá se
hace más amplio, con cada uno en una esquina.
–No, no es eso… -Ella recoloca su
barriga embarazadísima. Y pone pucheros. Esos gestos tontorrones que
a él le conquistaron y que ahora les tiene casi asco.
Él también se siente raro. Adora a su
chica y a lo que viene, pero lleva un tiempo que no está a gusto.
–Es que… -Ella ataca de nuevo con los
pucheros.- Tengo como antojos… no sé, nunca había creído en esas
tonterías. Pero puede que después de todo no lo sean tanto.
E intenta hacerle cosquillas con sus pies
desnudos. Él siente el roce de una uña mal cortada y casi aparta la
pierna. Pero se contiene.
–Bueeeno… me visto y bajo al chino de
la plaza. Que no cierra.
–Ay, eres un amor.
Y antes de poder besarle, él ya se ha
levantado, ha cogido las llaves y ella escucha sus pasos retumbando
escalera abajo.
Hace calor en la tienda. Ni la coleta ni
el moño la alivian. La bata de nylon barato le sobra. Se remanga una
y mil veces, pero nada.
–Debería haberme cortado el pelo.-
Gruñe hastiada.
Ya son las dos de la mañana. Y hace rato
que nadie ha traspasado la puerta de la tienda.
Mira por el escaparate. Los chinos de la
plaza se están haciendo de oro. Qué jodíos.
Viva el libre comercio.
–Pero mi jefe me cruje viva. –piensa
en voz alta.
Se quita la bata y limpia el mostrador,
impoluto, por hacer algo.
Mira el reloj. El segundero se mueve
lento. Resopla y se hace la coleta dos veces más, moviendo las
muñecas con soltura.
–Ya estoy harta. Aquí no vienen ni las
moscas.
Entra al despachito donde está el
ordenador de su jefe que nunca enciende. Su ropa y su bolso cuelgan
mustios del perchero. Deja la bata y recoge sus pertenencias.
Va apagando luces hasta que solo queda la
de emergencia, como un pequeño ojo de un dios vigilante.
Cierra la puerta y baja la persiana
metálica. Con el ruido no se ha dado cuenta de que alguien le
pregunta algo a su lado.
– ¿Qué? –Se gira despistada.
–Que si ya has cerrado, tía. Mierda.
¿No puedes subir la persiana un momento? Enróllate, joder.
El tono desagradable del chico, que
parece mono pero con los tacos la caga, la echa para atrás. Duda
unos segundos.
–Ya está cerrado –Ella se pone
firme- Vete a los Chinos de la plaza, que tienen de todo y abren toda
la noche.
–Joder, tía, mecagoentodo.
Que mi novia tiene un antojo. Hay que joderse con las tías. Sois lo
puto peor a veces.
Y escupe su cabreo ruidosamente en la
acera.
Cansada de llevar horas de pie. Y ahora
esto. No me pagan lo suficiente. Ella se le queda mirando un segundo
y se da la vuelta rehaciéndose la coleta de nuevo, pensando en
raparse al cero. Joder, qué calor.
Le llega el jolgorio de los chinos y sus
canciones siempre alegres. Algún día aprenderé chino y me iré
allí. Con tantos como hay aquí deben tener miles de ciudades
vacías. Y la Muralla para mí solita.
De pronto siente un tirón de la coleta y
una mano húmeda tapándole la boca. Quiere gritar pero no puede.
Patalea, pero su cuerpo está aprisionado. Nota el césped seco
pinchándole el cuerpo. La ha derribado. Le escuece la cara y quiere
llorar. Escucha el rasgarse de una tela. Su vestido. Y sus piernas
que se abren. Hace fuerza para cerrarlas, patalea, se retuerce… sin
resultado. Sus muñecas le duelen. Están prisioneras. ¿De dónde ha
sacado esa brida que la aprisiona? Sigue sin poder gritar. Nota algo
húmedo en la boca. Un pañuelo mojado la impide casi respirar. Se
ahoga.
Sus piernas se abren. Él se las abre.
–Joder, estate quieta, coño.
Le pega unas cuantas bofetadas, sentado a
horcajadas encima de ella y le saca la ropa a tirones.
Ella cierra los ojos. Cuenta las
estrellas que no ve hasta que pierde la cuenta, mientras su peso se
siente cada vez más y más.
Dos calles más allá una chica sentada
en un sofá pega un grito. Acaba de romper aguas. Llama al 112. Una
voz metálica la tranquiliza. Espera no dar a luz sola.
Un bebé recién nacido llora, aunque
todavía no sabe cómo es el mundo. Una madre primeriza llora
lamentando qué mundo es este al que su bebé ha llegado. Una chica,
asustada y herida, tirada en un parque, llora impotente.
Tres llantos que no conseguirán ablandar
al mundo.
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