Macarena
bajó del autobús
y, junto al resto de jubilados, comenzó a subir por la empinada
calle salpicada de tiendas con productos de todo tipo dirigidos a
los turistas. En lo alto de la calle, un rellano daba paso a unas
amenazantes escaleras. Fatigada por la subida, decidió descansar en
la pequeña terraza de un bar. Apoyó el bastón sobre la mesa, se
sentó y pidió un té.
Acababan de atenderla cuando sintió el rugido de un coche. Se
extrañó, pues la calle era peatonal. No tardó en asomar un coche
negro, grande y ostentoso, del que descendieron un hombre de traje
oscuro y dos mujeres cuyas ropas contrastaban con las de los
numerosos turistas. Tras el coche, corriendo, apareció un joven. El
hombre de traje oscuro le dio las llaves del vehículo ordenándole
aparcar, mientras él y sus dos acompañantes se perdían escaleras
arriba. Varios percheros debieron regresar al interior de las
tiendas para dejar espacio al coche negro, grande y ostentoso. Hasta
Macarena llegó el sonido de una música seguida de aplausos. Dos
minutos más tarde aparecieron el hombre del traje oscuro y las
mujeres. El coche negro, grande y ostentoso, los acogió en su
interior, haciéndoles desaparecer a través de una calle de
dirección prohibida, no sin que antes varios fotógrafos dejaran
constancia de su camino y de su marcha. Intrigada, Macarena se
levantó con esfuerzo, cogió el bastón y asomándose a las
escaleras vio en que había consistido el evento. El hombre de traje
oscuro había inaugurado un pequeño tenderete con unas fotografías,
unas flores de plástico, una copia de un dicho popular y poco más.
Macarena descendió con torpeza por la empinada calle en busca del autobús,
preguntándose si le quedarían suficientes años de vida para
empezar a ver cambios en su país.
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