No
sé por qué sentí aquella sensación desconocida el día en que lo
vi entrar por vez primera en mi consulta. Era un hombre de aspecto
extraño, de rostro enjuto y expresión malhumorada, aunque confieso
que cuando se dirigió a mi lo hizo con corrección, incluso con
amabilidad. Tal vez fuera por aquel ojo opaco que denotaba a las
leguas su ceguera, o quizá por su boca medio desdentada, o por el
gesto, que no pasaba desapercibido para quien estuviera a su lado, de
acariciar su hombro derecho con la barbilla. Lo más probable es que
fuera todo en su conjunto, o quizá no fueran más que manías mías,
pero lo cierto es que aquel hombre me hacía sentir inquieta, y más
cuando me dijo su nombre y a modo de presentación añadió que era
el enterrador del pueblo.
-Pues
ojalá tarde mucho en necesitar de sus servicios – le dije con la
intención de relajarme a mí misma y provocarle una sonrisa.
Sin
embargo no sonrió, se limitó a mirarme con su único ojo sano como
si no entendiera lo que acababa de decirle. Llegué a la conclusión
de que además de parecer un tanto siniestro debía de ser un poco
bobo, así que intenté alejar de mi mente tanto mis elucubraciones
sobre su aspecto, como mis intentos de entablar conversación
distendida con él y me limité a preguntarle en qué podía
ayudarle.
Por
toda respuesta colocó sobre la mesa metálica en la que yo solía
examinar a los animales una caja de cartón marrón, en uno de cuyos
laterales había hecho un montón de agujeros y que traía sujeta por
un cordel de esparto. Desató el cordel, abrió la caja y sacó de
ella un gatito gris con una de sus patitas medio destrozada y un
profundo corte en la cabeza.
-Lo
atropelló un coche – dijo.
Examiné
por encima al animal y pude comprobar que las lesiones eran
importantes y que además no eran recientes, a juzgar por la
incipiente cicatrización de los bordes de la herida de la cabeza.
-¿Cuándo
sufrió el atropello? - pregunté.
-Esta
mañana.
Supe
que mentía, pero como intuí que las heridas del gato se curarían
sin problema no quise rebatir sus palabras y me limité a hacerle las
curas al animalito. Mas cuando me puse a ello vi que los
traumatismos que tenía el gato eran prácticamente incompatibles con
la vida, pues el corte de la cabeza era tan profundo que se podía
llegar con el dedo sin mayor problema a la masa encefálica. Apenas
me podía creer que el animal se tuviera en pie, sin embargo no sólo
se movía con soltura sino que además se mostraba inusualmente
inquieto.
-Este
gato recibió un buen golpe – le comenté al hombre con la
intención de incitarlo a que me contara lo que realmente había
ocurrido – casi que no entiendo cómo está vivo. Tal vez lo mejor
sea que lo deje usted esta noche en la clínica y lo recoja mañana,
más que nada para vigilarlo de cerca.
-Usted
cúrelo y no se preocupe de más, el gato no morirá y yo prefiero
tenerlo en mi casa.- me contestó dirigiéndome una mirada siniestra,
o al menos eso me pareció a mí.
No
quise discutir, pero lo más probable era que el minino no pasara de
aquella noche. Hice lo que pude y se lo entregué a su dueño, que
pagó religiosamente la factura que le presenté y se marchó sin
despedirse. Casi sentí alivio cuando atravesó la puerta de salida.
Unos días más tarde el
tétrico enterrador apareció de nuevo por mi consulta. De nuevo
traía el gato, cuyas heridas apenas se habían curado y sin embargo
continuaba rebosante de vida.
-Está
muy nervioso – me dijo mientras lo colocaba cuidadosamente en la
mesita metálica – quiero que le dé algo para que se tranquilice.
“Claro,
un valium” pensé yo, y cuando alargué la mano para intentar
acariciarle recibí como regalo un zarpazo que me hizo sangrar la
muñeca.
-Ya
le dije que estaba muy inquieto – repuso el hombre, como si de la
agresividad gratuita mostrada por su mascota tuviera yo la culpa.
Esta
vez no me callé.
-Siento
no poder hacer nada por su gato, pero no acabo de encontrar
explicación a lo que le ocurre. Por las heridas que tiene no debería
estar vivo, así que no me extraña su inquietud. Y no tengo
calmantes para gatos, ni tampoco para otros animales.
Cogió
a su animal y salió de mi clínica dando grandes zancadas y
murmurando por lo bajo a saber qué majaderías.
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