El desconocido irrumpió de
repente en la asamblea subida de tono. Al principio nadie reparó en
él, pero cuando se acercó a la mesa presidencial y habló a través
del micrófono, el pueblo enmudeció de inmediato, dejando las
ofensas y los insultos colgando en el aire.
–Yo me ofrezco –fueron
sus palabras.
Los vecinos, atónitos, se
miraron unos a otros en silencio durante breves momentos. Después,
un murmullo incontrolable ocupó la extensa sala, de modo que nadie
entendía a nadie, aunque todos sabían lo que estaban diciendo los
demás.
–¡Silencio! ¡Silencio!
–bramó la voz del alcalde.
Poco a poco, las voces se
fueron apagando. El alcalde, de pie, micrófono en mano, parecía no
saber muy bien qué decir. A su lado, Damián, con un leve rastro de
alivio en su compungido rostro, miraba de reojo la cara de su padre,
vestida de grana por la vergüenza y la ira.
–No, no puede ser –habló
antes que el alcalde el padre de Damián. Las cosas deben de seguir
como siempre.
–¡Eso! ¡Eso! –rugieron
centenares de gargantas.
–Tienes que aceptar, hijo.
Es tu deber –dijo el padre de Damián acercándose a él,
hablándole de frente.
–Ya dije que no quiero. Y
nadie me hará cambiar de opinión –replicó Damián decidido,
dispuesto a aguantar el escarnio público.
El alcalde pasaba una y otra
vez su mano regordeta y sudada por la cabeza, preguntándose por qué
le venían precisamente ahora, a una semana de la jubilación, con
semejante lío. El padre de Damian ya le había puesto en
antecedentes unos días atrás, pero él no se había preocupado
demasiado, todos sabían del carácter agresivo y dominante de ese
hombre con su familia. Sin embargo, el chico parecía haberse
torcido, sin importarle ni las amenazas ni los golpes paternos.
Tampoco quería hacer caso a las opiniones de sus vecinos. ¿Cómo se
atrevía a semejante desatino? A ver cómo arreglaba él ese
entuerto, porque le tocaba arreglarlo a él, como cualquier cosa que
sucediera en el pueblo. Qué ganas tenía de ceder el testigo a su
hijo. Menos mal que le había salido normal. En un par de meses le
pasaría el sillón de alcalde y él se dedicaría a descansar, que
buena falta le hacía. Pero antes debía solucionar el problema de
Damián. Aunque, si seguía negándose, qué podía hacer él.
–Yo me ofrezco –las
palabras del desconocido pusieron fin, por segunda vez, a la
algarabía del local y a los pensamientos del alcalde.
–Vamos a ver, chico –dijo
el alcalde. No sé de dónde has salido ni quién eres, pero esta
cuestión no te atañe. No eres del pueblo y por lo tanto no tienes
derecho al puesto.
–Bueno –respondió el
chico sin amilanarse--, por lo que veo tenéis un gran problema y yo
puedo ser la solución. Vosotros mismos –dijo haciendo amago de
marcharse.
–Espera, espera –dijo el
alcalde, sujetándolo por la manga. –¡Queridos vecinos! –continuó
hablando impostando la voz-- Damián, al parecer se niega a cumplir
con su cometido, y yo no sé que puedo hacer si ni tan siquiera su
padre puede con él. Quizás –titubeó--, quizás debamos tener en
cuenta la propuesta de este forastero.
Los habitantes del pueblo
respondieron con gritos, abucheos, silbidos y pataleos a las palabras
de su mandatario. Nunca en la vida había pasado algo así y ahora el
alcalde, en vez de solucionarlo, como era su deber, intentaba cambiar
las cosas. No podían consentirlo. Si lo hacían la rebeldía podía
prender de manera masiva en los jóvenes. Las voces parecían una
bandada de pájaros ciegos chocando contra las paredes, el suelo y
el techo del recinto. El clamor no permitía escuchar de manera
nítida ni una palabra. La temperatura iba subiendo poco. El alcalde,
superado por los acontecimientos, sudaba copiosamente mientras
dirigía la mirada a su hijo que parecía abrumado. No quería ni
pensar en que se asustara y le diera problemas. No, eso ni pensarlo.
Hizo una seña al padre de
Damián para que lo siguiera hacia un rincón apartado. El hombre se
arrastró tras él. La espalda encorvada, las piernas mal soldadas
por múltiples fracturas, la falta de un ojo y la deformación de la
mandíbula le daban un aspecto un tanto siniestro. Pero no era un mal
hombre y el pueblo estaba satisfecho con su trabajo. Él, mejor que
nadie, podría ayudarle a buscar una solución.
Mientras el alcalde y el
padre de Damián hablaban a solas, el pueblo continuó vociferando y
abroncando a Damián que se mostraba impertubable como si los
improperios de sus vecinos le entraran por un oído y le salieran por
el otro. Cuando las cosas se complicaron, con el inicio de varias
peleas que hicieron desviar las miradas del joven, éste aprovechó
para escabullirse del lugar sin que nadie reparara en ello.
Fue imposible encontrarlo,
pese a que en cuanto se dieron cuenta de su ausencia, el pueblo en
pleno salió en su busca. Pero él, instruido por su padre para
desempeñar su trabajo, sabía bien dónde esconderse para no ser
visto. Y su progenitor ya no estaba en condiciones de rastrear sus
pasos. Al cabo de cinco días d de persecución desde el alba a la
noche, sus vecinos se dieron por vencidos y el salió de su refugio,
donde había guardado agua, víveres, ropa y algo de dinero, para
alejarse lo más posible del pueblo que lo vio nacer y que tan sólo
le ofrecía la oportunidad de continuar con la tradición familiar.
La ausencia de Damián
constituyó una auténtica hecatombe. Era algo inaudito hasta
entonces que un muchacho se negara a seguir el oficio familiar. El
hijo del zapatero era zapatero. El del panadero, panadero. El del
alcalde, alcalde...Siempre había sido así y las cosas funcionaban
¿por qué cambiarlas? El padre de Damián, avergonzado, se negó a
salir de casa, dejando su trabajo una semana antes de lo estipulado,
con el consiguiente enfado de sus vecinos que empezaron a ser
atacados por profesionales de los pueblos fronterizos, mucho más
estrictos y agresivos en sus trabajos. Debido a ello, y aunque con
muchas reticencias, comenzaron a pasar por el despacho del alcalde
para intentar llegar a un acuerdo con el forastero mientras en las
calles y en las casas no se hablaba de otra cosa.
El desconocido es joven y
parece fuerte, decían unos. Bah, bah, es un alfeñique que no nos
durará ni dos estaciones, decían otros.
El día de la reunión no
faltaba nadie. Al frente el alcalde y el desconocido, sin un padre al
lado como era costumbre, pero ¿qué otra cosa podían hacer?
–Bien, chico –dijo el
alcalde de pie frente a su pueblo. Te ofrecemos el empleo. ¿Lo
aceptas? –preguntó con una sonrisa de satisfacción, dando ya por
solucionado el problema.
–Sí, acepto –respondió
él con voz rotunda y clara.
La sala se llenó de vítores
y aplausos. El desconocido esperó un rato, observando la sonrisa
relajada del alcalde y el contento general.
–Pero pongo dos condiciones
–dijo de pronto a viva voz.
El alcalde abrió mucho la
boca y los ojos, como si acabara de ver a un difunto resucitado.
–¿Condiciones? ¿Qué
condiciones? –exclamó.
–La primera es ser atendido
por los que a partir de ahora seréis mis vecinos. No estoy dispuesto
a soportarlo yo solo.
El asombro hizo reinar el
silencio. Los vecinos lo miraban desconcertados. Pero ese rapaz ¿qué
se creía?
–Y tampoco estoy dispuesto
a que se me niegue la palabra.
Esta vez el murmullo de voces
volvió a inundar la sala. Nadie podía creer lo que estaba
escuchando. Los gritos y los insultos que días antes fueron
dirigidos a un Damián sordo por los golpes de su padre, se
dirigieron esta vez al desconocido que, aunque no estaba sordo, bien
sabía que aceptarían sus condiciones. Lo necesitaban. Lo sabía él
y lo sabían ellos.
Tras dos horas de gritos,
insultos y desconcierto, se aceptó la propuesta del desconocido, de
nombre René y de origen francés. El joven les habló de los nuevos
tiempos, de la necesidad de cambiar, de lo inhumano que era obligar a
un vecino a vivir aislado, sin que nadie le hablara, como si fuera un
apestado, de lo salvaje que resultaba dar una paliza mensual a quien
ya tenía que soportar los ataques de sus competidores. Él, para
compensar los cambios, renunciaría a la mitad de su salario. Eso fue
lo que acabó inclinando la balanza a su favor. Además, no les
quedaba más remedio.
A partir de entonces, René
se convirtió en el salteador de caminos oficial del pueblo. Eso hizo
huir a otros salteadores profesionales, llevando la tranquilidad a
las veredas y a las sendas del bosque y la intranquilidad a los
padres de las jóvenes que escapaban de casa para internarse en
terrenos solitarios con la ilusión de ser atacadas. Porque que
diferente era ser asaltadas por un hombre horrendo que gritaba “Dame
todo lo que llevas”, a encontrarse con un chico atractivo que con
voz cautivadora decía “Mademoiselle, s'il vous plaît, donne moi
la moitié de ce que tu as”
Traducción de : "Mademoiselle, s'il vous plaît, donne moi la moitié de ce que tu as" . Por favor, señorita, deme la mitad de lo que lleve.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario