Las condiciones del desconocido - Cristina Muñiz Martín


                                           Resultado de imagen de chica en el bosque

El desconocido irrumpió de repente en la asamblea subida de tono. Al principio nadie reparó en él, pero cuando se acercó a la mesa presidencial y habló a través del micrófono, el pueblo enmudeció de inmediato, dejando las ofensas y los insultos colgando en el aire.
      –Yo me ofrezco –fueron sus palabras.
      Los vecinos, atónitos, se miraron unos a otros en silencio durante breves momentos. Después, un murmullo incontrolable ocupó la extensa sala, de modo que nadie entendía a nadie, aunque todos sabían lo que estaban diciendo los demás.
      –¡Silencio! ¡Silencio! –bramó la voz del alcalde.
      Poco a poco, las voces se fueron apagando. El alcalde, de pie, micrófono en mano, parecía no saber muy bien qué decir. A su lado, Damián, con un leve rastro de alivio en su compungido rostro, miraba de reojo la cara de su padre, vestida de grana por la vergüenza y la ira.
      –No, no puede ser –habló antes que el alcalde el padre de Damián. Las cosas deben de seguir como siempre.
      –¡Eso! ¡Eso! –rugieron centenares de gargantas.
      –Tienes que aceptar, hijo. Es tu deber –dijo el padre de Damián acercándose a él, hablándole de frente.
      –Ya dije que no quiero. Y nadie me hará cambiar de opinión –replicó Damián decidido, dispuesto a aguantar el escarnio público.
      El alcalde pasaba una y otra vez su mano regordeta y sudada por la cabeza, preguntándose por qué le venían precisamente ahora, a una semana de la jubilación, con semejante lío. El padre de Damian ya le había puesto en antecedentes unos días atrás, pero él no se había preocupado demasiado, todos sabían del carácter agresivo y dominante de ese hombre con su familia. Sin embargo, el chico parecía haberse torcido, sin importarle ni las amenazas ni los golpes paternos. Tampoco quería hacer caso a las opiniones de sus vecinos. ¿Cómo se atrevía a semejante desatino? A ver cómo arreglaba él ese entuerto, porque le tocaba arreglarlo a él, como cualquier cosa que sucediera en el pueblo. Qué ganas tenía de ceder el testigo a su hijo. Menos mal que le había salido normal. En un par de meses le pasaría el sillón de alcalde y él se dedicaría a descansar, que buena falta le hacía. Pero antes debía solucionar el problema de Damián. Aunque, si seguía negándose, qué podía hacer él.
     –Yo me ofrezco –las palabras del desconocido pusieron fin, por segunda vez, a la algarabía del local y a los pensamientos del alcalde.
      –Vamos a ver, chico –dijo el alcalde. No sé de dónde has salido ni quién eres, pero esta cuestión no te atañe. No eres del pueblo y por lo tanto no tienes derecho al puesto.
      –Bueno –respondió el chico sin amilanarse--, por lo que veo tenéis un gran problema y yo puedo ser la solución. Vosotros mismos –dijo haciendo amago de marcharse.
      –Espera, espera –dijo el alcalde, sujetándolo por la manga. –¡Queridos vecinos! –continuó hablando impostando la voz-- Damián, al parecer se niega a cumplir con su cometido, y yo no sé que puedo hacer si ni tan siquiera su padre puede con él. Quizás –titubeó--, quizás debamos tener en cuenta la propuesta de este forastero.
      Los habitantes del pueblo respondieron con gritos, abucheos, silbidos y pataleos a las palabras de su mandatario. Nunca en la vida había pasado algo así y ahora el alcalde, en vez de solucionarlo, como era su deber, intentaba cambiar las cosas. No podían consentirlo. Si lo hacían la rebeldía podía prender de manera masiva en los jóvenes. Las voces parecían una bandada de pájaros ciegos chocando contra las paredes, el suelo y el techo del recinto. El clamor no permitía escuchar de manera nítida ni una palabra. La temperatura iba subiendo poco. El alcalde, superado por los acontecimientos, sudaba copiosamente mientras dirigía la mirada a su hijo que parecía abrumado. No quería ni pensar en que se asustara y le diera problemas. No, eso ni pensarlo.
      Hizo una seña al padre de Damián para que lo siguiera hacia un rincón apartado. El hombre se arrastró tras él. La espalda encorvada, las piernas mal soldadas por múltiples fracturas, la falta de un ojo y la deformación de la mandíbula le daban un aspecto un tanto siniestro. Pero no era un mal hombre y el pueblo estaba satisfecho con su trabajo. Él, mejor que nadie, podría ayudarle a buscar una solución.
      Mientras el alcalde y el padre de Damián hablaban a solas, el pueblo continuó vociferando y abroncando a Damián que se mostraba impertubable como si los improperios de sus vecinos le entraran por un oído y le salieran por el otro. Cuando las cosas se complicaron, con el inicio de varias peleas que hicieron desviar las miradas del joven, éste aprovechó para escabullirse del lugar sin que nadie reparara en ello.
      Fue imposible encontrarlo, pese a que en cuanto se dieron cuenta de su ausencia, el pueblo en pleno salió en su busca. Pero él, instruido por su padre para desempeñar su trabajo, sabía bien dónde esconderse para no ser visto. Y su progenitor ya no estaba en condiciones de rastrear sus pasos. Al cabo de cinco días d de persecución desde el alba a la noche, sus vecinos se dieron por vencidos y el salió de su refugio, donde había guardado agua, víveres, ropa y algo de dinero, para alejarse lo más posible del pueblo que lo vio nacer y que tan sólo le ofrecía la oportunidad de continuar con la tradición familiar.
      La ausencia de Damián constituyó una auténtica hecatombe. Era algo inaudito hasta entonces que un muchacho se negara a seguir el oficio familiar. El hijo del zapatero era zapatero. El del panadero, panadero. El del alcalde, alcalde...Siempre había sido así y las cosas funcionaban ¿por qué cambiarlas? El padre de Damián, avergonzado, se negó a salir de casa, dejando su trabajo una semana antes de lo estipulado, con el consiguiente enfado de sus vecinos que empezaron a ser atacados por profesionales de los pueblos fronterizos, mucho más estrictos y agresivos en sus trabajos. Debido a ello, y aunque con muchas reticencias, comenzaron a pasar por el despacho del alcalde para intentar llegar a un acuerdo con el forastero mientras en las calles y en las casas no se hablaba de otra cosa.
      El desconocido es joven y parece fuerte, decían unos. Bah, bah, es un alfeñique que no nos durará ni dos estaciones, decían otros.
      El día de la reunión no faltaba nadie. Al frente el alcalde y el desconocido, sin un padre al lado como era costumbre, pero ¿qué otra cosa podían hacer?
      –Bien, chico –dijo el alcalde de pie frente a su pueblo. Te ofrecemos el empleo. ¿Lo aceptas? –preguntó con una sonrisa de satisfacción, dando ya por solucionado el problema.
      –Sí, acepto –respondió él con voz rotunda y clara.
      La sala se llenó de vítores y aplausos. El desconocido esperó un rato, observando la sonrisa relajada del alcalde y el contento general.
      –Pero pongo dos condiciones –dijo de pronto a viva voz.
      El alcalde abrió mucho la boca y los ojos, como si acabara de ver a un difunto resucitado.
      –¿Condiciones? ¿Qué condiciones? –exclamó.
      –La primera es ser atendido por los que a partir de ahora seréis mis vecinos. No estoy dispuesto a soportarlo yo solo.
      El asombro hizo reinar el silencio. Los vecinos lo miraban desconcertados. Pero ese rapaz ¿qué se creía?
      –Y tampoco estoy dispuesto a que se me niegue la palabra.
      Esta vez el murmullo de voces volvió a inundar la sala. Nadie podía creer lo que estaba escuchando. Los gritos y los insultos que días antes fueron dirigidos a un Damián sordo por los golpes de su padre, se dirigieron esta vez al desconocido que, aunque no estaba sordo, bien sabía que aceptarían sus condiciones. Lo necesitaban. Lo sabía él y lo sabían ellos.
      Tras dos horas de gritos, insultos y desconcierto, se aceptó la propuesta del desconocido, de nombre René y de origen francés. El joven les habló de los nuevos tiempos, de la necesidad de cambiar, de lo inhumano que era obligar a un vecino a vivir aislado, sin que nadie le hablara, como si fuera un apestado, de lo salvaje que resultaba dar una paliza mensual a quien ya tenía que soportar los ataques de sus competidores. Él, para compensar los cambios, renunciaría a la mitad de su salario. Eso fue lo que acabó inclinando la balanza a su favor. Además, no les quedaba más remedio.
      A partir de entonces, René se convirtió en el salteador de caminos oficial del pueblo. Eso hizo huir a otros salteadores profesionales, llevando la tranquilidad a las veredas y a las sendas del bosque y la intranquilidad a los padres de las jóvenes que escapaban de casa para internarse en terrenos solitarios con la ilusión de ser atacadas. Porque que diferente era ser asaltadas por un hombre horrendo que gritaba “Dame todo lo que llevas”, a encontrarse con un chico atractivo que con voz cautivadora decía “Mademoiselle, s'il vous plaît, donne moi la moitié de ce que tu as”



Traducción de : "Mademoiselle, s'il vous plaît, donne moi la moitié de ce que tu as" . Por favor, señorita, deme la mitad de lo que lleve.

Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario