Mi acogedora lavadora - Marian Muñoz

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No sé que me ocurre, no paro de comer chocolate y patatas fritas, me da que tengo algo de ansiedad. Me siento intranquila, no consigo centrarme en nada y menos en ver televisión, con lo que a mí me entretiene. No paro de dar vueltas en la cama y cuando duermo es por puro cansancio. ¿Qué me estará pasando?
Esta noche pasada la almohada me lo ha susurrado, soy una madrastrona por haber arrojado a los polluelos del nido. Pero era necesario, cuando uno empieza a volar sólo ya se es suficientemente maduro, hay que hacerlo lejos del hogar, sino siempre serán dependientes y tarde o temprano eso se paga, además mi sueldo empieza a ser escaso con tanto gasto por culpa de ellos.
Llevaba una temporada tan contenta, por fin me habían hecho fija en el trabajo pudiendo hipotecarme al comprar este piso tan coqueto. Un barrio nuevo lleno de niños y gente joven. Dos dormitorios, salón amplio y generosa cocina, por no hablar del luminoso baño y ese balconcillo interior donde alojar la lavadora y las cuerdas para tender la ropa, eran suficiente para sentirme en casa, ¡por fin mi casa!
Pero como siempre, algún contratiempo te ha de amargar la vida, en esta ocasión tía Fina que nunca está tranquila, se dedicó a revolucionar a los abuelos. Vivían relajadamente en su vieja casa del pueblo, vieja sí, pero acogedora, llena de historias, de muescas en las paredes, marcadas por nuestras batallitas, recuerdos para todos menos para ella. En la familia la llaman la lugarteniente porque lo que ella diga es ordeno y mando.
Se le ocurrió la brillante idea de renovarles su hogar, estaba viejo, sucio y muy pasado de moda, había que modernizarlo y dotar a los viejitos de comodidades urbanitas. Lo que me temo es que tras gastar los ahorros del abuelo, ella se querrá quedar con la casa a costa de la herencia de los demás. Una vez convencidos los pobres de hacer la reforma, no tuvo más ocurrencia que implicar a toda la familia y hacer turnos por semanas para acompañarles y ayudarles con la obra. Tras un sorteo al azar (ya me hubiera gustado verlo) me tocó el primer turno.
En cuanto pasó Semana Santa iban a empezar los albañiles el trabajo. Menos mal que no me pusieron pegas en la oficina, al contrario, estaban encantados de que gastara mis vacaciones fuera del verano. Cogí mi bolsa de viaje, la llené con ropa vieja que ya no usaba o estaba pasada de moda y marché en dirección al pueblo, a pasar tres semanas con polvo, ruidos y sudores, ¡menudo plan!
La abuelita se alegró de mi llegada, siempre he tenido con ella una relación especial y nos entendemos sin decir palabra, tan sólo con un gesto o una mirada. El abuelo tenía bastante con ocuparse de la huerta y las gallinas, por lo que sólo venía para comer y dormir, eso de tener a gente extraña en casa le volvía loco, pero tanto había insistido su hija, que al final cedió y quien ahora estaba en medio del follón era yo. Los operarios no tenían muy claras las ideas de mi tía y me consultaban continuamente, de tal forma que poco a poco el diseño de ella se fue tornando más rústico y hogareño, pero que se fastidie, haber estado allí al pie del cañón.
Anduve limpiando, pintando y remozando las dos habitaciones traseras que solemos usar, en cuanto a poner el suelo me enseñó uno de los albañiles, un guapo italiano de ojos verdes que alternaba el castellano con su lengua y sonaba la mar de interesante. Al vernos todos los días y consultarnos mutuamente sobre la rehabilitación, hizo que surgiera entre nosotros cierto sentimiento de atracción, para que lo voy a negar, el tío estaba cañón y lejos de su esposa y tres hijos se sentía un poco sólo.
Era una relación pasajera, sin proyecto de futuro ni nada de eso, pero nos servía para relajarnos en medio del trajín de ladrillos, cemento, madera y polvo, mucho polvo, del sucio y del amoroso.
Las tres semanas pasaron volando, la obra casi terminada, sólo quedaban los retoques y pronto llegarían los pintores y los muebles. Abuelita estaba disgustada por mi pronta marcha. Intenté animarla diciéndole que lo peor había terminado, detrás de mí llegaba Pedro con su mujer y ellos ayudarían más que yo en el proyecto de renovación. Del italiano me despedí con un comienzo de noche romántico y luego lujurioso, ¡ay que ver que ardientes son! Y a la mañana siguiente tomé el autobús para volver a la tediosa rutina.
Los papeles se habían acumulado encima de mi mesa de tal forma que cuando salía de la oficina llevaba encima tal cansancio que apenas cenaba y me acostaba rápido hasta el día siguiente. Así pasé la primera semana de vuelta, cuando por fin llegó el sábado sabadete, me dispuse a deshacer la bolsa de viaje y sacar la ropa sucia de dentro. Abrí la puerta del balconcillo para meterla en la lavadora y ponerla en marcha, cuando veo que en su interior hay un nido con dos huevos blancos pequeñitos. Cerré de golpe asustada. Lo que menos me esperaba era que un pájaro anidara en mi lavadora. Tras utilizarla suelo dejar la tapa levantada y el tambor cerrado para que se oree y no críe moho dentro, pero en esta ocasión y ante una ausencia tan larga, una paloma había anidado. Se ve que mi lavadora es muy acogedora, pero ¿qué iba a hacer ahora? ¿Cómo iba a lavar mi ropa?
Me acerqué a una protectora de animales para interesarme por la reproducción de la paloma, informándome que por lo menos estarían unos veinte días incubando y luego un mes de crianza hasta que pudieran volar los polluelos. Aconsejándome que en cuanto lo hicieran quitara el nido pues la paloma madre puede volver a tener otra puesta de huevos y hacerse los dueños de mi balcón y la susodicha lavadora.
Dos meses carretando ropa a la lavandería más cercana a casa, menos mal que al haber secadoras no tenía necesidad de usar el tendal del balconcillo. En cuanto llegaba por las tardes husmeaba a través del cristal la incubación de los polluelos, y en cuanto salieron del cascarón, me puse una silla para estar más cómoda mientras observaba sus primeros gorjeos y sus pinitos con las alas. Como tragaban ávidamente las semillas y gusanitos que sus padres les llevaban, aquello era más entretenido que mirar la televisión. ¡Por fin empezaron a volar! En cuanto vi que lograban estar unas horas fuera del nido, me armé de valor y lo quité, limpiando a conciencia tanto la lavadora como el balcón o las cuerdas de tender la ropa, por fortuna el interior estaba intacto y pude tomar posesión de mi electrodoméstico. Colgué del techo cds viejos para que al moverse con el aire asustaran a las aves y no volvieran a anidar en mi acogedora lavadora.
Ya soy dueña de mi presupuesto económico, pero el sentimiento de nido vacío no me lo puedo arrancar, será una tontería, pero esos polluelos me hicieron sentir ternura y cariño muy dentro de mí. Nuestra convivencia no era factible, espero que sean felices en otro lugar.





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