No
sé que me ocurre, no paro de comer chocolate y patatas fritas, me da
que tengo algo de ansiedad. Me siento intranquila, no consigo
centrarme en nada y menos en ver televisión, con lo que a mí me
entretiene. No paro de dar vueltas en la cama y cuando duermo es por
puro cansancio. ¿Qué me estará pasando?
Esta
noche pasada la almohada me lo ha susurrado, soy una madrastrona por
haber arrojado a los polluelos del nido. Pero era necesario, cuando
uno empieza a volar sólo ya se es suficientemente maduro, hay que
hacerlo lejos del hogar, sino siempre serán dependientes y tarde o
temprano eso se paga, además mi sueldo empieza a ser escaso con
tanto gasto por culpa de ellos.
Llevaba
una temporada tan contenta, por fin me habían hecho fija en el
trabajo pudiendo hipotecarme al comprar este piso tan coqueto. Un
barrio nuevo lleno de niños y gente joven. Dos dormitorios, salón
amplio y generosa cocina, por no hablar del luminoso baño y ese
balconcillo interior donde alojar la lavadora y las cuerdas para
tender la ropa, eran suficiente para sentirme en casa, ¡por fin mi
casa!
Pero
como siempre, algún contratiempo te ha de amargar la vida, en esta
ocasión tía Fina que nunca está tranquila, se dedicó a
revolucionar a los abuelos. Vivían relajadamente en su vieja casa
del pueblo, vieja sí, pero acogedora, llena de historias, de muescas
en las paredes, marcadas por nuestras batallitas, recuerdos para
todos menos para ella. En la familia la llaman la lugarteniente
porque lo que ella diga es ordeno y mando.
Se
le ocurrió la brillante idea de renovarles su hogar, estaba viejo,
sucio y muy pasado de moda, había que modernizarlo y dotar a los
viejitos de comodidades urbanitas. Lo que me temo es que tras gastar
los ahorros del abuelo, ella se querrá quedar con la casa a costa de
la herencia de los demás. Una vez convencidos los pobres de hacer
la reforma, no tuvo más ocurrencia que implicar a toda la familia y
hacer turnos por semanas para acompañarles y ayudarles con la obra.
Tras un sorteo al azar (ya me hubiera gustado verlo) me tocó el
primer turno.
En
cuanto pasó Semana Santa iban a empezar los albañiles el trabajo.
Menos mal que no me pusieron pegas en la oficina, al contrario,
estaban encantados de que gastara mis vacaciones fuera del verano.
Cogí mi bolsa de viaje, la llené con ropa vieja que ya no usaba o
estaba pasada de moda y marché en dirección al pueblo, a pasar tres
semanas con polvo, ruidos y sudores, ¡menudo plan!
La
abuelita se alegró de mi llegada, siempre he tenido con ella una
relación especial y nos entendemos sin decir palabra, tan sólo con
un gesto o una mirada. El abuelo tenía bastante con ocuparse de la
huerta y las gallinas, por lo que sólo venía para comer y dormir,
eso de tener a gente extraña en casa le volvía loco, pero tanto
había insistido su hija, que al final cedió y quien ahora estaba en
medio del follón era yo. Los operarios no tenían muy claras las
ideas de mi tía y me consultaban continuamente, de tal forma que
poco a poco el diseño de ella se fue tornando más rústico y
hogareño, pero que se fastidie, haber estado allí al pie del cañón.
Anduve
limpiando, pintando y remozando las dos habitaciones traseras que
solemos usar, en cuanto a poner el suelo me enseñó uno de los
albañiles, un guapo italiano de ojos verdes que alternaba el
castellano con su lengua y sonaba la mar de interesante. Al vernos
todos los días y consultarnos mutuamente sobre la rehabilitación,
hizo que surgiera entre nosotros cierto sentimiento de atracción,
para que lo voy a negar, el tío estaba cañón y lejos de su esposa
y tres hijos se sentía un poco sólo.
Era
una relación pasajera, sin proyecto de futuro ni nada de eso, pero
nos servía para relajarnos en medio del trajín de ladrillos,
cemento, madera y polvo, mucho polvo, del sucio y del amoroso.
Las
tres semanas pasaron volando, la obra casi terminada, sólo quedaban
los retoques y pronto llegarían los pintores y los muebles.
Abuelita estaba disgustada por mi pronta marcha. Intenté animarla
diciéndole que lo peor había terminado, detrás de mí llegaba
Pedro con su mujer y ellos ayudarían más que yo en el proyecto de
renovación. Del italiano me despedí con un comienzo de noche
romántico y luego lujurioso, ¡ay que ver que ardientes son! Y a la
mañana siguiente tomé el autobús para volver a la tediosa rutina.
Los
papeles se habían acumulado encima de mi mesa de tal forma que
cuando salía de la oficina llevaba encima tal cansancio que apenas
cenaba y me acostaba rápido hasta el día siguiente. Así pasé la
primera semana de vuelta, cuando por fin llegó el sábado sabadete,
me dispuse a deshacer la bolsa de viaje y sacar la ropa sucia de
dentro. Abrí la puerta del balconcillo para meterla en la lavadora
y ponerla en marcha, cuando veo que en su interior hay un nido con
dos huevos blancos pequeñitos. Cerré de golpe asustada. Lo que
menos me esperaba era que un pájaro anidara en mi lavadora. Tras
utilizarla suelo dejar la tapa levantada y el tambor cerrado para que
se oree y no críe moho dentro, pero en esta ocasión y ante una
ausencia tan larga, una paloma había anidado. Se ve que mi lavadora
es muy acogedora, pero ¿qué iba a hacer ahora? ¿Cómo iba a lavar
mi ropa?
Me
acerqué a una protectora de animales para interesarme por la
reproducción de la paloma, informándome que por lo menos estarían
unos veinte días incubando y luego un mes de crianza hasta que
pudieran volar los polluelos. Aconsejándome que en cuanto lo
hicieran quitara el nido pues la paloma madre puede volver a tener
otra puesta de huevos y hacerse los dueños de mi balcón y la
susodicha lavadora.
Dos
meses carretando ropa a la lavandería más cercana a casa, menos mal
que al haber secadoras no tenía necesidad de usar el tendal del
balconcillo. En cuanto llegaba por las tardes husmeaba a través del
cristal la incubación de los polluelos, y en cuanto salieron del
cascarón, me puse una silla para estar más cómoda mientras
observaba sus primeros gorjeos y sus pinitos con las alas. Como
tragaban ávidamente las semillas y gusanitos que sus padres les
llevaban, aquello era más entretenido que mirar la televisión.
¡Por fin empezaron a volar! En cuanto vi que lograban estar unas
horas fuera del nido, me armé de valor y lo quité, limpiando a
conciencia tanto la lavadora como el balcón o las cuerdas de tender
la ropa, por fortuna el interior estaba intacto y pude tomar posesión
de mi electrodoméstico. Colgué del techo cds viejos para que al
moverse con el aire asustaran a las aves y no volvieran a anidar en
mi acogedora lavadora.
Ya
soy dueña de mi presupuesto económico, pero el sentimiento de nido
vacío no me lo puedo arrancar, será una tontería, pero esos
polluelos me hicieron sentir ternura y cariño muy dentro de mí.
Nuestra convivencia no era factible, espero que sean felices en otro
lugar.
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