Maldita - Esperanza Tirado

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¡Maldita seas mil veces! espetó su marido haciendo que el doctor casi se tragara el puro que se estaba fumando.
Sujetándose a la mesa de su despacho no daba crédito a lo que en su consulta ocurría.
La esposa, bañada en un mar de lágrimas, no era capaz de articular palabra. Solo podía negar con la cabeza mientras se apretaba el vientre.
Eso te ocurre por juntarte con esas locas de las escarapelas. –Continuó el esposo– Te prohíbo que salgas sola. A partir de ahora irás a misa los domingos. Y se acabaron las salidas a tomar el té y esas pamplinas.
El doctor carraspeó intentando suavizar la situación.
Mire, señor Bellamy, la salud de su esposa es delicada. No hay por qué estresarla con amenazas de encierros. Podría sufrir un nuevo revés y…
El señor Bellamy, con los ojos inyectados en sangre, respondió con toda la flema británica que pudo:
Mire, mi estimado Doctor Watson, usted ha dado su diagnóstico. Pero es mi esposa y…
¡Basta! ¡No quiero escuchar nada más! –El grito de la señora Bellamy los cogió a ambos por sorpresa- No soy un animal o un mueble que se compra y se vende como si nada. Tengo sentimientos. Tengo un cerebro con el que poder responder por mí misma. Sí, me he unido a las mujeres de las escarapelas, como tú las llamas, James querido. Y no son unas locas. Tienen las ideas muy claras. Las mujeres somos el progreso. Y aunque tú no quieras verlo, juntas conseguiremos metas muy altas. Seguiré con ellas, te guste o no.
La abrumadora respuesta de Dorothy Bellamy dejó un extraño eco en la consulta del doctor Watson, quien se echó atrás en su sillón prudentemente, esperando ver la siguiente jugada.
El señor Bellamy se alisó su elegante traje y, mirando con firmeza a los ojos de su esposa insistió:
Maldita seas. Tú. Que no podrás darme hijos. Y malditas sean todas esas mujeres. Esas chifladas que salen a la calle desatendiendo sus obligaciones para con sus maridos y familias. Si quieres seguir su camino, adelante. Vete con ellas. Pero no vuelvas jamás a traspasar el umbral de mi casa. Puedes quedarte con tu hermana la solterona. Ya te enviaré tus cosas allí.
Dorothy se secó las lágrimas que aún le quedaban. Y, muy digna, se encaró a él.
De acuerdo. Si así lo quieres, no volveremos a vernos nunca más. Pero ay de ti y de tu fulana. Yo también os maldigo. A ambos. Jamás serás feliz con ella. Y tampoco te dará hijos. Va a por tu dinero. Estás tan ciego que sus enormes pechos te tapan la visión del resto.
El doctor miraba a uno y otro contendiente como en un partido de tenis, con los ojos como platos sin poder articular palabra.
Y, en un visto y no visto, Dorothy Bellamy se recolocó el sombrero, cogió su bolso, abrió la puerta y salió de allí dando un portazo. Dejando a los dos caballeros con la boca abierta.
Parada en mitad de la calle Dorothy no supo si dirigirse a izquierda o derecha. Llamó a un taxi y le indicó la dirección de su hermana. Ambas eran mujeres de recursos. Sabrían apañárselas durante el tiempo que estuviera en su casa.
El dinero no era problema. Su madre descendía de un linaje de ricos terratenientes que habían sabido multiplicar su fortuna con astucia. Decidió sobre la marcha que ambas se irían de viaje. Lejos de esa Inglaterra rancia, estancada y pomposa que no quería progresar.
Sí, decidido. Se irían a Italia. Allí tendrían una nueva perspectiva de la vida. Serían más libres. Más ellas mismas. Mujeres independientes.
Nada más llegar comentó sus planes con su hermana que aplaudió la idea entusiasmada. Enseguida empezaron las órdenes a sus criados de empacar todo su vestuario. A Dorothy poco le importaba cuándo llegarían sus pertenencias. Con su fortuna podría comprarse todo cuanto quisiera. Su querido esposo se casó con ella por su dinero, pero con la condición envenenada de no poder hacer uso de él hasta el fallecimiento de ella. Y no era el caso.
Extendieron un mapa de Italia en la mesa del salón.
Escoge un lugar –dijo Dorothy.
La idea es tuya, te cedo el honor – respondió su hermana Florence.
Y, cerrando los ojos, hizo unos cuantos círculos alrededor del mapa. Su dedo se posó en el mar.
¿El mar? ¿Viviremos como náufragas?
No, tonta. Mira la línea de tierra: Nápoles. Y mira detrás de mi dedo. La isla de La Gaiola. Allí instalaremos nuestro hogar.
¿Y qué hay allí? Aparte de humedad, gaviotas y otros bichos.
La mirada escéptica de su hermana la hizo sonreír.
Allí vivía un ermitaño en una gran mansión. Murió hace unos años, ahogado o devorado por los peces. El gobierno napolitano la vende a quien quiera o pueda comprarla.
Vale. Compras una mansión destartalada en mitad del mar –su hermana no lo veía nada claro- ¿Y después?
Después llegarán otras mujeres como nosotras. Construiremos una comunidad, un lugar de sororidad y hermanamiento desde el que difundir nuestras ideas por todo el mundo. Creceremos en conocimiento y poder. Y un día, gobernaremos el mundo.
¿No estás exagerando un poco? ¿Y qué pasa cuando seamos viejas? Moriremos solas.
Los pescadores nos ayudarán en nuestro día a día. Sólo ellos pueden pisar la isla. Cuenta una leyenda que la Gorgona, un despiadado monstruo femenino, se apoderó de esa tierra y lanzó una maldición. Cualquier hombre extranjero que pisara en ella moriría de una forma dolorosa y repentina. También se dice que la misma diosa Afrodita prohibió a los varones una vida tranquila en este rincón del paraíso. Si vamos a vivir como malditas, hagámoslo en condiciones. Rodeadas de paz y naturaleza.
Florence miró a su hermana cada vez más sorprendida y preguntó:
¿Cómo sabes tú de la existencia de esa isla minúscula? Jamás te he visto estudiar, y menos viajar. Apenas has salido de Londres.
La respuesta de su hermana la dejó muda y la terminó de convencer.
¿Recuerdas los cuentos que la abuela Harriet nos contaba antes de irnos a dormir? Ella fue quien me descubrió el secreto de esa isla maravillosa. Vivió allí unos años con sus padres en compañía de mujeres bohemias y artistas; incluso conoció al ermitaño. Creo que fueron amantes un tiempo. Un verano vino el abuelo Arthur desde Inglaterra. A él, curiosamente no le afectó la maldición de la isla. El resto ya es historia. La nuestra. Así que debemos continuarla. ¿No crees?


Inspirada en la leyenda negra de la isla La Gaiola, situada en el Mar Mediterráneo, cerca de la provincia de Nápoles, Italia.


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