Somos polvo de estrellas - Dori Terán

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 El cartón que empaquetaba las botellas se rompió de forma súbita e inesperada en sus manos. Todo el peso de los envases de vidrio se estrellaron estrepitosamente sobre el cristal de la mesa de madera que quedó partido en tres trozos de diferente tamaño con filo amenazante en la irregularidad dentada de sus bordes. Andrea torció el gesto de su rostro sin exclamar las maldiciones que le venían al pensamiento y se acordó ipso facto del seguro del hogar y en un juego de palabras dialogó con su mente:-“Seguro que el seguro no se hace cargo, ni sé cómo colárselo. Aquí no puedo decir lo mismo del cristal de la ventana, que ha sido el viento, no cuela…” ¡Vaya fechita, vaya día! Amaneció con el sol en todo su esplendor y Andrea que tal fuese un ordenador que se carga con su energía pisó la calle bendiciendo al astro rey, dándole gracias por la luz y el fulgor que a ella la resucita, la eleva, la conecta con la confianza en la vida, con la alegría, con el ímpetu deseoso de comerse el mundo, de llenarlo de amor. Pero no, claro que no, hoy era el último día de ese verano imperturbable en el avance del calendario, ese verano retador del otoño que espera legítimo e impaciente que despejen su lugar y le den su sitio, suyo. No tardaron en aparecer las nubes, densas, crecientes, amenazantes y sin ninguna compasión expandieron su gris plomizo en la bóveda celeste que se hizo pesada como una losa en el vértice ultimo de Andrea, en su cabeza, provocando en todo su cuerpo aterido una tiritona que le dificultaba hasta el habla fluida y clara y en su ánimo la tristeza, la debilidad y la astenia que vive en la oscuridad. Era un ser de luz y sin ella carecía del calor para respirar, del color para ostentar, del brillo para amar. Cuando la estación correspondiente la privaba de todo ello, su existencia se convertía en una especie de letargo un día tras de otro y desde el sopor soñaba con soles y estrellas, con rayos cálidos y relucientes, con colores vivos y saltarines. No, no es que se acostara en un rincón para hibernar, seguía acudiendo a su trabajo, no olvidaba alimentarse, asearse, relacionarse…en fin todas las rutinas y quehaceres, pero algo en ella y en toda su aura funcionaba como un autómata, correcta y seca, adecuada y fría, exacta y ausente…Maniquí, muñeca…sin alma. Subió al microbús que iba a llevarla a la oficina. Últimamente la compañía de autobuses en el servicio nefasto y supercaro que daba en esta línea, apostaba siempre por el micro pequeñito, algunos días eran pocos los viajeros pero había otros como el de hoy que practicaban ser sardinas en lata. Le importaba un bledo, ya se había negado a firmar la carta que los usuarios de la línea habían escrito solicitando un vehículo más grande, su desconexión de cualquier asunto la llevaba a una total indiferencia. Algo inesperado sucedió, una sacudida, un zigzag y un golpe seco. Todo se iluminó de repente y el mundo de Andrea refulgió en destellos y rayos de una fuerza indescriptible, tal pareciese que hubieran rascado el cielo con una espátula y la esencia más pura se hubiese instalado para siempre. Y así el resplandor y la incandescencia de la luz eterna se mezcló con Andrea o tal vez fue Andrea la que se fundió en su abrazo regresando a su auténtica naturaleza.




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