Desde
que el último pintor se
fue, Loli nota un extraño olor en toda la casa. Quizá es que la
pintura tarda en secarse más de lo que pensaba. O será que las
casas nuevas tienen un aroma particular.
Y
es que a veces le huele como a lirios
en descomposición. Tal vez sea algo del jardín, las tuberías del
baño o el extractor de la cocina, piensa cada vez que fríe algo.
Mira la campana
con desconfianza. Y siente que no deberían haberse mudado tan a la
ligera de su piso de siempre donde todo estaba tan a mano. Pero
estaban demasiado apretados cuando María llegó. Y con los gemelos
aquello ya era como una lata de galletas para cinco.
Al
poco de salir del hospital, Hugo y ella aprovecharon sus respectivas
bajas de maternidad y paternidad para buscar su nuevo hogar. Los
peques quedaban al cuidado de las abuelas, que rejuvenecieron veinte
años a pesar de los achaques de la edad. Pero verlas sonreír en el
parque, cada abuela con un niño
en brazos y María asomando entre ellas, era una imagen que bien
valía patearse media ciudad para darles un hogar cómodo y
espacioso.
Serían
las hormonas que la atacaban tras el parto doble, pero veía cada
piso como una ratonera.
Ahí no meteré a mis pequeños, se decía. Y lloraba, agotada y
frustrada por no encontrar su casa soñada y por haberse perdido un
día en la vida de sus bebés y de su María.
Hugo
era todo delicadeza con ella. Le masajeaba los pies cada noche, daba
de cenar a María y los biberones a los peques cuando lloraban de
madrugada y con un colirio
ocultaba sus ojeras y su cansancio. Así una mañana tras otra.
Es
un amor. Desde luego tuve suerte cuando en el banco me atendió él
en lugar de la señora Angustias, piensa agotada últimamente antes
de dormirse. Bendita jubilación la suya. Él le pareció un encanto
desde el primer día. Esa sonrisa casi de colegial, esos ojillos que
se le achinaban, esa claridad al explicar de manera tan sencilla todo
aquel batiburrillo de tasas y números y planes de futuro al
chorrocientos
por ciento... El conjunto la conquistó enseguida. No es que tuviera
una percha de
infarto. Ni era un musculitos de gimnasio ni nada semejante. Tenía
un algo que no lograba explicar.
Cuando
se lo presentó a sus amigas a ninguna le gustó.
Un
poco birrioso, chica. ¿En qué pensabas, Loli, cariño?
No
es muy allá, la verdad… Ese pelo de gato viudo de la coronilla…
En
el insti
seguro que no se comía un rosco.
Menudas
lagartas que me sois. Envidia. Eso es lo que os corroe.
Y
brindaron por la felicidad de las cuatro entre risas y comentarios
malvados llenos de cariño.
Ahora
echa de menos esos ratos felices. Cada una tomó un rumbo y sus vidas
se separaron. Tanto, que para quedar de nuevo tenían que planificar
estratégicamente cada paso como si fueran a invadir algún país
enemigo. Qué complicado era ser adulto a veces.
Tomar
decisiones, hacer planes de futuro, como la compra de la casa nueva
era algo que la hacía volver la vista atrás y recordar esos
momentos con una sonrisa.
A
veces, enjabonándose en la ducha cada mañana se distraía con esos
recuerdos y le invadía la tristeza.
Hugo
se lo notaba enseguida aunque intentaba disimularlo.
Es
que me ha entrado champú
en los ojos.
Y
él le daba un abrazo y un beso que le devolvían la seguridad en su
vida de adulta.
Por
fin, a la tercera agencia, en el enésimo viaje de reconocimiento por
zonas de nueva construcción, lo encontraron. Se miraron y el ‘Sí’
en los ojos de ambos estuvo claro. La distribución era impecable, ni
hecha por el mejor diseñador. Las habitaciones amplias, los pasillos
anchos y llenos de armarios empotrados. Aquel jardín sería el
primer patio de recreo de sus peques. Y María tendría una casita de
princesas para jugar cuando volviera de la guardería.
Dijeron
‘Sí, quiero’ por segunda vez en sus vidas. Y firmaron el
contrato de la temible hipoteca casi con gusto.
Mientras
estuvieron de mudanza, María y los niños se quedaban con las
abuelas. Ellos iban y venían, llevando cajas llenas de trocitos de
su vida que intentaban acoplar en su casa nueva. Entre viaje y viaje,
los pintores y albañiles terminaban de dar los últimos retoques.
Con
tanta gente pululando le costaba imaginarse su intimidad en esos
rincones, viviendo tranquila. Viendo crecer a sus hijos y
envejeciendo junto a Hugo.
Cuando
todo aquel jaleo terminó, respiró tranquila. Llevaron a los tres
peques, las dos abuelas lloraron resintiéndose a la distancia que
ahora los separaría y todos reorganizaron sus horarios.
Entonces
no notó nada, su olfato estaba ocupado. Pero ahora ya más centrada,
cada vez que entra en la cocina huele algo extraño.
No
le ha dicho nada a Hugo, que está encantado con la casa nueva, con
el jardín, con sus peques comiendo tierra, con el castillo mágico
de su princesa…
Quizá
lo que huele es el rastro que dejan las decisiones que se toman a lo
largo de la vida de adulto.
Y
es que algunas huelen de un modo peculiar. Aunque sean las correctas.
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