Se
oían los grillos al anochecer y Mauricio estaba a punto de salir de
casa con la escopeta para acabar con ellos cuando sonó el teléfono.
Era Sara, su amiga con derecho a roce. Estaba nerviosa por la luna
llena y le proponía una cita. Mauricio dudó. Esa chica lo volvía
loco, pero en esos momentos lo que más le apetecía era acabar con
los malditos grillos. Sin embargo, no podía ponerle esa excusa o se
alteraría aún más de lo que estaba. Le dijo que iría él a su
casa, posponiendo el exterminio para la noche siguiente. Sara dijo
que no, que mejor iba ella a la suya. Mejor no contradecirla.
Mauricio colgó el teléfono, guardó la escopeta y se dio una ducha.
No se había vestido aún cuando llamaron a la puerta. Al abrir, vio
a Sara enfundada en una gabardina, pese al calor de la noche
veraniega. Entró como una tromba, se puso delante de él y diciendo
¡tachín!, se despojó de la prenda de abrigo que ocultaba un salto
de cama rojo y transparente. A Mauricio se le salían los ojos, pero
los malditos grillos seguían con su canto. No aguantaba más. Sara
quedó descolocada cuando vio que su amigo no se tiraba a ella a lo
loco como tantas otras veces. ¿Qué le pasaba? Comenzó a
preguntárselo, hablando tan deprisa que se enredaba con las
palabras. Siempre le pasaba lo mismo cuando había luna llena. Pese a
todo, Mauricio entendió sus atropelladas preguntas y le contó,
también atropelladamente, lo mucho que le molestaba el canto de los
grillos y su idea de matarlos con la escopeta. Sara quedó patidifusa
al escucharlo. ¿Matar grillos con escopeta? Nunca lo había pensado.
Pero sí, por qué no. Y de paso podían disparar a la luna y así
acabar con dos problemas a la vez. Mauricio, al principio, no sabía
qué decir. Había que calcular demasiadas cosas para eso. El ángulo
de tiro, la inclinación, la distancia. Ese era el mayor problema: la
distancia. ¿Llegarían sus perdigones hasta la luna? Habría que
probar, no perdía nada con ello. Convencidos de su cometido de esa
noche, salieron los dos al jardín. La luna lucía en todo su
esplendor, iluminando la hierba verde y jugosa. Mauricio y Sara
acordaron empezar por los grillos, pues, de momento, la luna les
serviría de farola. Encendieron también las luces del jardín y
Mauricio, aún con la toalla de baño enrollada a la cintura y Sara
luciendo su precioso salto de cama, empezaron a buscar los agujeros
donde se escondían los insectos. Agachados, a cuatro patas,
removieron la tierra hasta encontrar uno. Entonces Mauricio introdujo
el cañón de la escopeta por él y disparó. El verano había
endurecido tanto la tierra que los perdigones no lograron
atravesarla, volviéndose contra él, contra ella, alcanzándole a
uno en el pecho y a la otra en la pierna. Por suerte solo fue el
dolor del impacto, pues no llegaron a perforar la piel. Los dos
lanzaron sus gritos al aire mientras veían como un grillo de buen
tamaño salía corriendo para volver a meterse en otro agujero.
Fueron
por él, removiendo la tierra con las manos hasta encontrarlo. Sara
iba a aplastarlo entre sus dedos, cuando Mauricio le contó la idea
que acababa de tener. Lo dejaron vivir, mientras pasaban las horas
arañando el jardín, descubriendo nuevos agujeros y nuevos grillos.
Cogieron cincuenta y ocho ejemplares, sin distinción entre hembras y
machos. Pero seguían cantando. Los muy idiotas, presos en una cárcel
de cartón, seguían cantando. Mauricio, desenfrenado, pasó a la
acción. Los disparos resonaron en todo el vecindario. La caja quedó
destrozada mientras los grillos volaban como motas de polvo. Dos de
ellos aterrizaron en la boca de Sara que logró escupir uno aunque
tragó el otro. A Mauricio se le incrustaron, uno en el ojo, tres en
la cabeza y otro, una vez tomada tierra sobre sus labios, caminó
resuelto hacia el interior de su nariz. Los dos se agitaban
desquiciados, tratando de deshacerse de ellos, Mauricio ya sin su
toalla y Sara quitando su salto de cama por el que se paseaban,
nerviosos, un buen número de ellos. Los vecinos, alarmados por los
disparos, salieron de sus casas y miraban el espectáculo sin saber
qué pensar, las madres tapando los ojos a los niños y mirando a sus
maridos de reojo. El jardín de Mauricio estaba totalmente levantado
mientras él y una mujer joven, saltaban y brincaban como locos
diciendo no se sabía qué, pues solo se entendía la palabra
“grillo”. De pronto, Mauricio, cogió la escopeta y dijo “Esto
ha sido todo por su culpa” y disparó un tiro al aire, al lugar
donde una sonriente luna pasaba la noche. Los curiosos corrieron a
refugiarse en sus casas. No tardó en llegar la policía que, ante el
aspecto de Mauricio y Sara y sus palabras incoherentes, pasó el
testigo a la ambulancia. Ya había amanecido y jóvenes y mayores
caminaban hacia sus respectivas obligaciones. ¿Qué ha pasado?,
preguntó una estudiante de psiquiatría camino de la universidad.
Nada, un par de grillados, respondieron unos adolescentes camino del
instituto. La chica dirigió la mirada a la ambulancia. Un hombre y
una mujer llenos de tierra, envueltos en unas mantas, se resistían a
entrar en el vehículo, agarrándose con fuerza a las puertas.
Tuvieron que ponerles una especie de grilletes mientras gritaban
desesperados “Los mataremos a todos. No quedará ni uno”. La
aspirante a psiquiatra pensó que su padre no tenía razón cuando
intentó convencerla de hacer otra carrera con más salidas. Cada día
estaba más segura de tener su futuro asegurado.
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