Lirios - Cristina Muñiz Martín




Tenía percha, y lo sabía. Además su olor a lirios me atraía tanto como un abismo a un suicida. Yo pegaba mi nariz a su piel, cerraba los ojos y evocaba mis años infantiles, en el jardín cuajado de flores de la abuela. Me enamoré como una loca. Él también se enamoró de mí. No me dejaba ni un momento sola. Me esperaba todos los días a la salida del trabajo, dábamos un paseo, no sentábamos en un banco del parque para besarnos y abrazarnos, me acompañaba a casa. Los fines de semana eran estupendos, juntos desde el sábado por la mañana hasta el domingo al anochecer. Vivíamos un romance apasionado, como si los dos fuéramos un solo ser. Al poco tiempo me trasladé a su piso de soltero. No recuerdo haber sido nunca tan feliz. Despertaba en sus brazos y me costaba deshacerme de ellos para ir al trabajo. Al atardecer, cuando iba a buscarme, me sentía tan llena de amor que temía explotar. Sin embargo, mis amigas no entendían que no tuviera tiempo para ellas y me decían que tuviera cuidado, que nuestra relación no era sana. Lo atribuí a la envidia. Jaime era el hombre ideal, guapo, buen amante, siempre solícito. Me aislé sin ser consciente de ello, hasta el punto de que mi propia madre me recriminó lo poco que la visitaba o la llamaba. No entendía que las horas que podría dedicar a mi familia o amigos se las tendría que robar a Jaime y no estaba dispuesta a ello. El día me parecía eterno mientras trabajaba. Las noches muy cortas a su lado. Sé que me estaba absorbiendo. Lo sé ahora, no lo sabía entonces. Cuando empezó a querer cortarme las alas algo se removió dentro de mí, pero fue algo tan sutil que lo aparté de un manotazo. Sin darme cuenta fui abandonando mi vida social, las reuniones familiares y mis múltiples aficiones. Sufrí sin saberlo, o sin querer saberlo, toda suerte de vejaciones, contenta de tenerlo conmigo, de saberme querida, de creer que su afán de posesión era simplemente amor. La campana sonó con la primer bofetada. Fue como si un niño pequeño me hubiera echado colirio en los dos ojos; de pronto mi mundo se volvió tan turbio como las aguas de un pantano cenagoso. Jaime me pidió perdón, poniéndose de rodillas, regalándome un precioso ramo de lirios, sus flores preferidas. Sin embargo, aún desconcertada por el golpe, supe que estaba metida en una ratonera y que debía escapar. No me lo puso fácil. Tampoco yo. Su amor me seguía cautivando de tal manera que era para mí una especie de droga. La segunda bofetada llegó y con ella el segundo arrepentimiento y el segundo regalo: una caja inmensa de productos de belleza, entre los que había, cómo no, champú y perfume de lirios. Los mismos lirios que pintaba obsesivamente en sus cuadros. Porque es pintor. Pintor de lirios y de vidas ajenas. Ahora, en el centro de acogida donde me refugio, no dejo de vomitar porque una de las encargadas ha traído un ramo de lirios. Dicen que los lirios no tienen que ver, que es el niño, pero yo sé que son los flores. Flores de olor repugnante por mucho que exhiban sus bellos colores. Flores que pronto quedarán marchitas y muertas, como yo. Como mi corazón. Como mis esperanzas y mis ilusiones. El niño no me importa, no lo quiero. Se parecerá a él, supongo. Y me lo recordará. Lo daré en adopción. Después intentaré rehacer mi vida, lejos de Jaime, de mi familia y de mi mundo. Y juro que nunca más me dejaré llevar por un olor. El niño se mueve. Creo que está inquieto. ¿Sabrá que lo voy a abandonar? Me está visitando un psicólogo para convencerme de lo contrario. Trata de ser amable y hasta cariñoso conmigo. Pero huele raro. No debe de usar colonia. Alguien debería de regalarle una. Quizás yo misma. Sí. Esta misma tarde saldré para comprarla. El niño me abrasa. La tripa ya está muy gorda. Lo odio. Lo odio a él y a todo lo que representa. Pero sobre todo me odia a mí misma. Siempre había sido una chica lista, según decían en casa. ¿Por qué me volví tonta de repente? ¿Fue solo el olor? ¿El olor a lirios? Creo que sí. Tengo que alejarme de los olores. De todos lo olores. Por si acaso. Este niño no para. Sé que es un niño. Si fuera una niña quizás me quedara con ella. Pero con un niño no. Seguro que huele a lirios, como él. El psicólogo me dice que deje de pensar esas cosas, que el niño olerá a bebé, como todos, un olor dulzón y agradable. Se puso la colonia que le compré. La huelo. Él me mira con ojos agradecidos. A lo mejor nunca le habían regalado nada. O quizás sí y solo está tratando de engañarme. Ahora ya no huele raro. Ahora huele a lirios, como Jaime. Y por eso puedo odiarle. Y mi odio me ayudará a hacer todo lo contrario de lo que me dice, a no dejarme convencer. El niño no lo sabe, pero quizás lo presienta, porque me recuerda su presencia de forma constante. De día y de noche. Sus pies se marcan en mi tripa haciéndome daño. Como su padre. Ya me está haciendo daño y aún no ha nacido. El psicólogo parece haberse enfadado. La cuidadora le ha hablado de mi aversión a los lirios. Y él entiende. Para eso ha estudiado. Ya no se pone mi colonia. Ya vuelve a oler raro. Es igual, no logrará persuadirme. No quiero a este niño. Que se lo den a una buena familia que lo desee como debe ser deseado un niño. Al fin y al cabo nadie se enterará, pues con nadie tengo contacto, ni tan siquiera con mis padres. Mis padres. Quizás crean que estoy muerta. No. Saben que estoy viva, se lo han dicho para que estén tranquilos. Lo del niño no se lo han dicho; eso espero. Cuando dé a luz voy a desaparecer durante un tiempo. Iré a un país extranjero, hablo bien inglés, no tendré problema. Pero Jaime nunca me encontrará. El niño tampoco. Por mucho que me busquen ninguno de los dos me encontrarán. Mi vida volverá a resurgir de nuevo sin ellos. Los borraré de mi mente como si nunca hubieran existido. Eso haré y nadie podrá impedirlo. Me duele mucho. Es el niño. Por mis piernas se desliza una especie de río impetuoso. Muchas carreras hacia el hospital tirada en una camilla muerta de dolores. Acaba de nacer. No quiero verlo. La comadrona debe de ser sorda porque en contra de mi deseo lo ha colocado sobre mi pecho. Siento su pequeño cuerpo sobre mí, fuera de mí. Me parece extraño. Siento su aliento junto al mío. Cierro los ojos para no verlo. Sin embargo, no puedo evitar pegar mi nariz a su piel y aspirar su olor. Es suave y dulzón como dijo el psicólogo. No huele a lirios.

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