Tenía
percha, y lo sabía. Además su olor a lirios me atraía tanto como
un abismo a un suicida. Yo pegaba mi nariz a su piel, cerraba los
ojos y evocaba mis años infantiles, en el jardín cuajado de flores
de la abuela. Me enamoré como una loca. Él también se enamoró de
mí. No me dejaba ni un momento sola. Me esperaba todos los días a
la salida del trabajo, dábamos un paseo, no sentábamos en un banco
del parque para besarnos y abrazarnos, me acompañaba a casa. Los
fines de semana eran estupendos, juntos desde el sábado por la
mañana hasta el domingo al anochecer. Vivíamos un romance
apasionado, como si los dos fuéramos un solo ser. Al poco tiempo me
trasladé a su piso de soltero. No recuerdo haber sido nunca tan
feliz. Despertaba en sus brazos y me costaba deshacerme de ellos para
ir al trabajo. Al atardecer, cuando iba a buscarme, me sentía tan
llena de amor que temía explotar. Sin embargo, mis amigas no
entendían que no tuviera tiempo para ellas y me decían que tuviera
cuidado, que nuestra relación no era sana. Lo atribuí a la envidia.
Jaime era el hombre ideal, guapo, buen amante, siempre solícito. Me
aislé sin ser consciente de ello, hasta el punto de que mi propia
madre me recriminó lo poco que la visitaba o la llamaba. No entendía
que las horas que podría dedicar a mi familia o amigos se las
tendría que robar a Jaime y no estaba dispuesta a ello. El día me
parecía eterno mientras trabajaba. Las noches muy cortas a su lado.
Sé que me estaba absorbiendo. Lo sé ahora, no lo sabía entonces.
Cuando empezó a querer cortarme las alas algo se removió dentro de
mí, pero fue algo tan sutil que lo aparté de un manotazo. Sin darme
cuenta fui abandonando mi vida social, las reuniones familiares y mis
múltiples aficiones. Sufrí sin saberlo, o sin querer saberlo, toda
suerte de vejaciones, contenta de tenerlo conmigo, de saberme
querida, de creer que su afán de posesión era simplemente amor. La
campana sonó con la primer bofetada. Fue como si un niño pequeño
me hubiera echado colirio en los dos ojos; de pronto mi mundo se
volvió tan turbio como las aguas de un pantano cenagoso. Jaime me
pidió perdón, poniéndose de rodillas, regalándome un precioso
ramo de lirios, sus flores preferidas. Sin embargo, aún
desconcertada por el golpe, supe que estaba metida en una ratonera y
que debía escapar. No me lo puso fácil. Tampoco yo. Su amor me
seguía cautivando de tal manera que era para mí una especie de
droga. La segunda bofetada llegó y con ella el segundo
arrepentimiento y el segundo regalo: una caja inmensa de productos de
belleza, entre los que había, cómo no, champú y perfume de lirios.
Los mismos lirios que pintaba obsesivamente en sus cuadros. Porque es
pintor. Pintor de lirios y de vidas ajenas. Ahora, en el centro de
acogida donde me refugio, no dejo de vomitar porque una de las
encargadas ha traído un ramo de lirios. Dicen que los lirios no
tienen que ver, que es el niño, pero yo sé que son los flores.
Flores de olor repugnante por mucho que exhiban sus bellos colores.
Flores que pronto quedarán marchitas y muertas, como yo. Como mi
corazón. Como mis esperanzas y mis ilusiones. El niño no me
importa, no lo quiero. Se parecerá a él, supongo. Y me lo
recordará. Lo daré en adopción. Después intentaré rehacer mi
vida, lejos de Jaime, de mi familia y de mi mundo. Y juro que nunca
más me dejaré llevar por un olor. El niño se mueve. Creo que está
inquieto. ¿Sabrá que lo voy a abandonar? Me está visitando un
psicólogo para convencerme de lo contrario. Trata de ser amable y
hasta cariñoso conmigo. Pero huele raro. No debe de usar colonia.
Alguien debería de regalarle una. Quizás yo misma. Sí. Esta misma
tarde saldré para comprarla. El niño me abrasa. La tripa ya está
muy gorda. Lo odio. Lo odio a él y a todo lo que representa. Pero
sobre todo me odia a mí misma. Siempre había sido una chica lista,
según decían en casa. ¿Por qué me volví tonta de repente? ¿Fue
solo el olor? ¿El olor a lirios? Creo que sí. Tengo que alejarme de
los olores. De todos lo olores. Por si acaso. Este niño no para. Sé
que es un niño. Si fuera una niña quizás me quedara con ella. Pero
con un niño no. Seguro que huele a lirios, como él. El psicólogo
me dice que deje de pensar esas cosas, que el niño olerá a bebé,
como todos, un olor dulzón y agradable. Se puso la colonia que le
compré. La huelo. Él me mira con ojos agradecidos. A lo mejor nunca
le habían regalado nada. O quizás sí y solo está tratando de
engañarme. Ahora ya no huele raro. Ahora huele a lirios, como Jaime.
Y por eso puedo odiarle. Y mi odio me ayudará a hacer todo lo
contrario de lo que me dice, a no dejarme convencer. El niño no lo
sabe, pero quizás lo presienta, porque me recuerda su presencia de
forma constante. De día y de noche. Sus pies se marcan en mi tripa
haciéndome daño. Como su padre. Ya me está haciendo daño y aún
no ha nacido. El psicólogo parece haberse enfadado. La cuidadora le
ha hablado de mi aversión a los lirios. Y él entiende. Para eso ha
estudiado. Ya no se pone mi colonia. Ya vuelve a oler raro. Es igual,
no logrará persuadirme. No quiero a este niño. Que se lo den a una
buena familia que lo desee como debe ser deseado un niño. Al fin y
al cabo nadie se enterará, pues con nadie tengo contacto, ni tan
siquiera con mis padres. Mis padres. Quizás crean que estoy muerta.
No. Saben que estoy viva, se lo han dicho para que estén tranquilos.
Lo del niño no se lo han dicho; eso espero. Cuando dé a luz voy a
desaparecer durante un tiempo. Iré a un país extranjero, hablo bien
inglés, no tendré problema. Pero Jaime nunca me encontrará. El
niño tampoco. Por mucho que me busquen ninguno de los dos me
encontrarán. Mi vida volverá a resurgir de nuevo sin ellos. Los
borraré de mi mente como si nunca hubieran existido. Eso haré y
nadie podrá impedirlo. Me duele mucho. Es el niño. Por mis piernas
se desliza una especie de río impetuoso. Muchas carreras hacia el
hospital tirada en una camilla muerta de dolores. Acaba de nacer. No
quiero verlo. La comadrona debe de ser sorda porque en contra de mi
deseo lo ha colocado sobre mi pecho. Siento su pequeño cuerpo sobre
mí, fuera de mí. Me parece extraño. Siento su aliento junto al
mío. Cierro los ojos para no verlo. Sin embargo, no puedo evitar
pegar mi nariz a su piel y aspirar su olor. Es suave y dulzón como
dijo el psicólogo. No huele a lirios.
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