Un médico de pueblo - Gloria Losada



Llegué la consulta a las ocho de la mañana, como todos los días. Cuando abría la puerta las campanas de la iglesia tocaban a misa. Hace falta tener ganas de levantarse de la cama para ir a misa a semejantes horas. Pero las mujeres de este pueblo con así, devotas de sus santos, de su Dios, y por ellos hacen los sacrificios que sean, incluso levantarse temprano para oír al cura, Don Florencio, soltar las estupideces con las que pretende dirigir sus vidas.
Precisamente Don Florencio fue el primer paciente de esta mañana. En cuanto acabó de decir misa se presentó raudo en el consultorio. Entró como Perico por su casa y casi sin saludar se sentó frente a mí y me miró con la misma cara de siempre, de mala leche.
-El colirio que me ha recetado la semana pasada no me ha hecho absolutamente nada – me dijo – sigo despertando todas las mañanas con los ojos pegados por las legañas.
Le repetí una vez más que tenía que pedir cita con el oculista, que aquello que en principio me pareció una conjuntivitis llevaba camino de convertirse en algo más grave. Pero él, erre que erre, que no quiere, que no puede perder el tiempo viajando a la ciudad en el coche de linea y pasando allí todo el día. Como si tuviera muchas cosas que hacer. Allá él. Le cambié el colirio por otro que tampoco le va a hacer nada. Marchó muy contento, pero volverá en tres o cuatro días, si no al tiempo.
Cuando se marchó tomé mi bata de la percha y me la puse. Mientras lo hacía pensaba en el momento de poder largarme de aquel pueblo perdido del mundo. Cuando me dieron la plaza de médico de familia y supe mi destino jamás pensé que aparte de tener que instalarme a muchos kilómetros de distancia de mi hogar, tuviera también que retroceder en el tiempo. La medicina era mi vocación, sin ninguna duda, pero allí la gente estaba demasiado sana afortunadamente, y la mayoría de ellos se inventaban dolencias que no existían.
Poco después de marchar el cura llegó Doña Juana. Doña Juana era la más rica del pueblo, una mujer extraña, seria, taciturna, una mujer a la que todos los vecinos rendían una pleitesía estúpida, como si le debieran algo. Vivía en una mansión situada en lo alto de la colina, desde donde dominaba el resto del pueblo. Más de una vez, en alguno de mis paseos vespertinos, la tengo visto espiar por detrás de las cortinas. Doña Juana es una enferma imaginaria. Viene a mi consulta todas las semanas con una dolencia diferente. Esta mañana traía un ramo lirios que según sus propias palabras iba a llevar al cementerio, a la tumba de su esposo, que había fallecido treinta años atrás. Cuando le pregunté qué era lo que la había llevado hasta el consultorio me dijo que el catarro fortísimo que le había entrado de pronto. Se había levantado estupendamente, como todas las mañanas y en cuanto había cortado los lirios de su jardín le habían comenzado a picar los ojos, la nariz, la garganta y se había puesto a estornudar como una loca. Le dije que aquello tenía toda la pinta de ser una alergia y le receté un antihistamínico. Se largó casi sin saludar, tan simpática como siempre.
A media mañana entró en mi consulta Margarita Ochoa. Era la primera vez que lo hacía. Margarita era madre de cinco hijos Su marido, que era pintor de brocha gorda, la había abandonado cuando el más pequeño era apenas un niño de pecho. Desde entonces la pobre mujer había sobrevivido a base de trabajos precarios. Los niños habían ido creciendo y se habían convertido en pequeños delincuentes. El mayor había muerto de sobredosis, los dos del medio se habían largado y aparecían por el pueblo en contadas ocasiones. Los dos pequeños, que tendrían trece o catorce años, vivían con su madre dándole más trabajos que satisfacciones. Todo eso me lo contó Don Arturo, el maestro, un día en el que él y yo estábamos tomando unas cervezas en el único bar del pueblo, que era también tienda de ultramarinos, droguería y demás. Margarita entró a comprar un bote de champú y yo me la quedé mirando. Me llamaron la atención su cuerpo de proporciones perfectas, su discreción y sus andares firmes y decididos.
-Está buena ¿verdad? - me dijo el maestro.
Yo sentí que el rubor cubría mi rostro, como un niño pillado en falta.
-Por el pueblo se comenta que a cada hombre que piensa lo mismo que tú, Margarita gusta en complacerlo como se merece. Yo creo que no es verdad.
Fue entonces cuando me contó la historia de la mujer.
-Es simplemente un mujer con mala suerte. El marido la abandona y los hijos le salen unos cafres. Pero como es guapa y mal que bien ha conseguido ir saliendo adelante... la envidia, ya sabes. Los dos pequeños van todavía a la escuela. A lo mejor a esos dos todavía podemos salvarlos. Pero te aconsejo que no la mires con otras intenciones que no sean admirar su belleza, no te metas en camisas de once baras. Además, te doble la edad de forma larga.
Hacía siente meses que estaba en el pueblo y era la primera vez que la tenía delante de mí, sentada en mi consulta, con su hijo pequeño a su lado.
-Esta mañana ha caído un ratón en la ratonera y el muy idiota le ha metido la mano en la boca antes de que estuviera muerto. Le ha mordido.
El chico tenía dos pequeñas marcas en el dedo de la mordedura del ratón. Le puse la antitetánica y le hice una pequeña cura mientras Margarita no paraba de hablar, sobre lo trasto que era su hijo y las locuras que cometía día sí y día también. Yo casi no la escuchaba, la oía, pero no la escuchaba de lo nervioso que estaba. Margarita me gustaba, y me gustó mucho más cuando al salir de la consulta me dedicó su mejor sonrisa.

Los pacientes que vinieron después no consiguieron sacarme de la cabeza a aquella mujer de bandera. ¿Será que me estoy enamorando? No sé, el caso es que desde esta mañana ya no me parece tan horrible este lugar. A ver que me depara el día de mañana. A ver si entra otra vez Margarita. Creo que ella puede tener el poder de hacer que al final no sea tan malo ser un simple médico de pueblo








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