Soledad
Argüelles y Alcocer daba una fiesta en su propio honor para celebrar
lo bien que le habían quedado las tetas después de su última y
definitiva cirugía, como las de una nena de veinte años y eso que,
a pesar de que nadie sabía su edad con exactitud, ya no cumplía los
sesenta. Claro que después de haberse operado cabeza, tronco y
extremidades, cualquiera acertaba. Aquella noche estaba hiper guapa,
con su melena rojiza recogida en una gruesa trenza
y sus ojos verde esmeralda brillando de puro gozo. Lo único que le
preocupaba un poco era parte del menú. Había querido poner de
primero ancas de rana a la cervantina, receta castellana heredada de
su abuela, pero estaban agotadas en todas las tiendas, cosa
incomprensible porque ¿desde cuándo la plebe se dedicaba a comer
semejantes manjares? En fin, que las cambió por ancas de sapo.
Mandó a Sebastián, su fiel criado, a cazar sapos al arroyo cercano
y con eso solucionó la papeleta. Al final resultaron estar
exquisitas. Lástima que los sapos fueran venenosos. No se salvó
ni el tato.
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