La
violonchelista acudía todos los días puntual a los ensayos. Estaba
programado un gran concierto
para dentro de dos meses y no se podía perder el tiempo. A la
entrada de la sala de ensayo, un local antiquísimo, por lo menos del
siglo XII o así, había una armadura que presidía la puerta,
estática, solemne, tan estática y tan solemne que a la
violonchelista le provocaba una inquietud espantosa. Un día se la
quedó mirando fijamente y le dio la impresión de que alguien desde
dentro de aquella armazón de metal le guiñaba un ojo. Salió de
allí pitando. Otro día se atrevió a abrir un poco el caparazón
que hacía de cabeza y comprobó que dentro no había nada. Suspiró
aliviada, pero a pesar de todo no cesaron los recelos.
Una
tarde la violonchelista llegó muy cargada. Entre el chelo que casi
era más grande que ella, maletín y carpetas casi no se podía
mover. Al pasar al lado de la armadura escuchó: “¿Te ayudo?”
Tiró todo al suelo y huyó despavorida. Nunca más se supo de ella.
Hace años que se dedica hacer jabones en Zalzivar de forma anónima.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario