Relato inspirado
en la canción de Joaquín Sabina “Y nos dieron las diez”
Fue
en un pueblo con mar donde encontramos el lugar ideal para pasar
todos los años el mes de mayo. Salíamos de viaje antes del
amanecer, cuando las sombras aún no habían huido de las calles
desiertas. Llenábamos el maletero con la ropa de verano y después
nos metíamos con rapidez dentro del coche para aislarnos de las
bajas temperaturas de la helada nocturna. El vehículo comenzaba a
rugir alegrando nuestros corazones, llenándolos de una dulce
sensación de plenitud. Qué emoción dejar atrás tu casa sabiendo
que en unas horas el sol y el calor de un verano anticipado te darán
la bienvenida. Y ya puestos en marcha, como si se tratara de un rito,
mi mano se deslizaba en la guantera para buscar el CD donde dormitaba
esa canción que, sin saber por qué, la habíamos nombrado sin
decirlo, nuestra canción de viaje.
Fue
en un pueblo con mar, una noche después de un concierto, tú
reinabas detrás de la barra del único bar que vimos abierto.
Cántame una canción al oído y te pongo un cubata. Con una
condición, que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata...
Tarareábamos la canción contentos, de tanto oírla ya nos sabíamos
toda la letra, o casi. Íbamos al pueblo con mar y yo me sentía como
una reina en mi sillón de copiloto. No le pedía a mi marido que me
cantara una canción para ponerle un cubata, si no más bien que
fuera más despacio, cuidado en esa curva, gira a la derecha. Tampoco
él me pedía que le dejara abierto el balcón de mis ojos de gata,
aunque algo de ojos de gata tengo, de color claro, pero está más
que harto de conocer los secretos de mi dormitorio, así que no
cantaba él, se lo dejábamos a Sabina.
Nos dejábamos mecer por la música en la noche despejada de vida,
mientras el coche corría alegre rumbo a nuestro destino.
Escuchábamos otras canciones, claro está, pero esa era nuestra
preferida, la que más repetíamos. Y mientras íbamos comiendo
quilómetros disfrutábamos del amanecer, de los nuevos paisajes, de
la emoción placentera del viaje que rompe la rutina. Y nos daban las
diez y parábamos a desayunar. Y nos daban las once y las doce y
hacíamos un descanso. Y nos daban la una y las dos y ya nos teníamos
que quitar la gabardina. Y nos daban las tres y ya sobraba la
chaqueta. Y no quedábamos desnudos a la luz de la luna, si no en
manga corta, en camiseta de verano, porque aún había mucho viaje
por delante y porque tampoco era plan de ir desnudos en el coche. Y
nos daban las cuatro y las cinco y, al fin, después de un cansado y
a la vez apacible viaje de once horas, nos olvidábamos del invierno
para, como si se tratara de un viaje en el tiempo, entrar en un
paraíso de sol cálido y cielo azul, alto y desierto de nubes. A
través de la ventanilla veíamos el verano rondando las calles,
hombres con bermudas y chanclas, mujeres con vestidos livianos y los
hombros al aire, niños felices comiendo helados o algodón de
azúcar. Subíamos a nuestro apartamento, el de todos los años, con
una amplia cristalera frente al mar como anuncio de un mes
espléndido. Un mes de playa, paseos, terrazas, sacando de nuestros
cuerpos la humedad acumulada durante el año en un clima húmedo y de
cielos grises. Pero, como en la canción, el tiempo pasó y llegó la
despedida. Miramos por última vez el apartamento antes de cerrar la
puerta con un “ojalá que volvamos a vernos” Y
regresamos a casa, satisfechos, escuchando nuestra canción, porque
aunque en nuestro destino ya no nos esperaban ni la luz ni el sol del
Mediterráneo, nos teníamos el uno al otro, a nuestra gente y a
nuestra verde y preciosa tierra. Y la ilusión de volver a repetir al
año siguiente con la seguridad de que nuestro apartamento seguiría
allí sin ser suplantado por la sucursal de ningún banco.
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