Y nos dieron las cinco - Cristina Muñiz Martín


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Relato inspirado en la canción de Joaquín Sabina “Y nos dieron las diez”


Fue en un pueblo con mar donde encontramos el lugar ideal para pasar todos los años el mes de mayo. Salíamos de viaje antes del amanecer, cuando las sombras aún no habían huido de las calles desiertas. Llenábamos el maletero con la ropa de verano y después nos metíamos con rapidez dentro del coche para aislarnos de las bajas temperaturas de la helada nocturna. El vehículo comenzaba a rugir alegrando nuestros corazones, llenándolos de una dulce sensación de plenitud. Qué emoción dejar atrás tu casa sabiendo que en unas horas el sol y el calor de un verano anticipado te darán la bienvenida. Y ya puestos en marcha, como si se tratara de un rito, mi mano se deslizaba en la guantera para buscar el CD donde dormitaba esa canción que, sin saber por qué, la habíamos nombrado sin decirlo, nuestra canción de viaje.

Fue en un pueblo con mar, una noche después de un concierto, tú reinabas detrás de la barra del único bar que vimos abierto. Cántame una canción al oído y te pongo un cubata. Con una condición, que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata...

Tarareábamos la canción contentos, de tanto oírla ya nos sabíamos toda la letra, o casi. Íbamos al pueblo con mar y yo me sentía como una reina en mi sillón de copiloto. No le pedía a mi marido que me cantara una canción para ponerle un cubata, si no más bien que fuera más despacio, cuidado en esa curva, gira a la derecha. Tampoco él me pedía que le dejara abierto el balcón de mis ojos de gata, aunque algo de ojos de gata tengo, de color claro, pero está más que harto de conocer los secretos de mi dormitorio, así que no cantaba él, se lo dejábamos a Sabina.
Nos dejábamos mecer por la música en la noche despejada de vida, mientras el coche corría alegre rumbo a nuestro destino. Escuchábamos otras canciones, claro está, pero esa era nuestra preferida, la que más repetíamos. Y mientras íbamos comiendo quilómetros disfrutábamos del amanecer, de los nuevos paisajes, de la emoción placentera del viaje que rompe la rutina. Y nos daban las diez y parábamos a desayunar. Y nos daban las once y las doce y hacíamos un descanso. Y nos daban la una y las dos y ya nos teníamos que quitar la gabardina. Y nos daban las tres y ya sobraba la chaqueta. Y no quedábamos desnudos a la luz de la luna, si no en manga corta, en camiseta de verano, porque aún había mucho viaje por delante y porque tampoco era plan de ir desnudos en el coche. Y nos daban las cuatro y las cinco y, al fin, después de un cansado y a la vez apacible viaje de once horas, nos olvidábamos del invierno para, como si se tratara de un viaje en el tiempo, entrar en un paraíso de sol cálido y cielo azul, alto y desierto de nubes. A través de la ventanilla veíamos el verano rondando las calles, hombres con bermudas y chanclas, mujeres con vestidos livianos y los hombros al aire, niños felices comiendo helados o algodón de azúcar. Subíamos a nuestro apartamento, el de todos los años, con una amplia cristalera frente al mar como anuncio de un mes espléndido. Un mes de playa, paseos, terrazas, sacando de nuestros cuerpos la humedad acumulada durante el año en un clima húmedo y de cielos grises. Pero, como en la canción, el tiempo pasó y llegó la despedida. Miramos por última vez el apartamento antes de cerrar la puerta con un “ojalá que volvamos a vernos” Y regresamos a casa, satisfechos, escuchando nuestra canción, porque aunque en nuestro destino ya no nos esperaban ni la luz ni el sol del Mediterráneo, nos teníamos el uno al otro, a nuestra gente y a nuestra verde y preciosa tierra. Y la ilusión de volver a repetir al año siguiente con la seguridad de que nuestro apartamento seguiría allí sin ser suplantado por la sucursal de ningún banco.




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