Siete meses duramos juntos. Un récord para ti que jamás te comprometiste con nadie. Hasta que yo me crucé, literalmente, enfrente de tus narices. Detuviste tu coche en medio del paso de cebra y allí me quedé yo, a siete centímetros escasos de tu capó. Y nos miramos y tardaste siete segundos en abrir la puerta y preguntarme: ‘¿Estás bien?’
Y
lo estuve, lo estuvimos durante siete meses. Siete meses como las
siete vidas que tiene un
gato.
Y
siete cajas de cartón es lo que me quedó de nuestra convivencia.
Te
ahogabas, me dijiste un día, con esa cuerda
invisible
que nos unía.
¿Qué
cuerda?, te pregunté extrañada. Éramos felices, hacíamos de todo
juntos, viajábamos, disfrutábamos en pareja y con amigos.
Me
ahogaba, insististe.
No
sé si en ese momento a mí me hacía falta estar sola de nuevo, pero
no hice un drama de tu huida a mediodía. Recogiste tus cosas,
despacio, como deteniéndote en los momentos que habían sido buenos
y quisieras acariciarlos por última vez.
Aquello
era puro
teatro,
pensé, como un mimo en un escenario iluminado por siete diminutas y
teatrales lámparas
blancas.
Y
abriste tu maleta y tu ropa empezó a volar de los cajones y perchas
del armario, invadiendo nuestra cama. Y esa magia del mimo en su
función desapareció.
Siete
cajas de cartón necesitaste para todos tus chismes, además de
aquella maleta extraña y gigantesca, decorada con pegatinas de
frutas
tropicales.
Eras
original, divertido, ocurrente, siempre con la idea y la palabra
adecuada. Por eso me llamaste la atención tras aquellos siete
segundos iniciales. Quizá ahora sienta que lo eras demasiado. Como
un pintor o un músico extravagante, que pretende vivir de su arte;
y, flaco y entumecido, con el cigarrillo a medio fumar entre los
labios, va de bar en bar buscando algo de calor humano ofreciendo sus
trabajos al mejor postor.
Apretaste
el botón
del
ascensor, mientras yo esperaba con la puerta entreabierta a que me
dijeras que había sido una broma rara de aquellas tuyas. Pero tú y
tu maleta gigante desaparecisteis del piso, del garaje, del edificio,
de mi vida.
Me
mandaste un wasap
una hora más tarde. ‘Que las siete cajas de cartón ya las
recogería un amigo con la furgoneta mañana. Que no hacía falta que
estuviera en casa. Que le dabas una copia de la llave. El portero ya
lo conocía’.
Siete
cajas, siete colores, los siete magníficos que volvían de Bonanza,
siete vidas, siete enanitos, siete secretos, siete años en el Tíbet,
siete por siete, cuarentaynueve.
Desde
ese día odié el número siete. Quise borrarlo de mi vida, de mi
DNI, de mi peso, de mi móvil, incluso de mi cuenta bancaria. No
pude: costaba siete veces siete el dinero que tenía ingresado.
Siete
cajas de cartón que compraste en los chinos. ‘Siete
eulos cada caja pol favol’,
me imagino al chico que te atendió con esa sonrisa de buen vendedor
que ponen todos siempre, cuando después de recorrer los siete
pasillos llegas a la caja con alguno de sus productos en tus manos.
Y
el peso de cada una de las siete cajas me cayó encima como si de
repente hubiera envejecido setenta años. Y mi vida ya no tuviera
sentido sin tu presencia ni tus ocurrencias.
Pero
sí lo tenía. Y, poco a poco, aquel peso se fue reduciendo. Empecé
a salir sola. A veces solo eran siete minutos. Un paseo. A veces
siete horas. Una excursión. Después siete días. Un viaje. Me
acostumbré a tener más espacio en aquel piso que de pronto parecía
siete veces más grande.
Y
me mudé. A uno nuevo. Un séptimo piso. Donde el sol entraba por
todas las ventanas. Donde, poco a poco, mi espacio se hizo siete
veces mayor y más cálido y disfruté siete veces más de cada
momento del día.
Quizá
volviera a tener otra pareja. O siete más. O ninguna. No me
importaba en ese momento. Recuerdo que te fuiste un siete, no sé de
qué mes. Y que la visión de tus siete cajas de cartón en medio del
pasillo me oprimieron el corazón y limitaron mis pasos.
Pero
siete meses después de aquellos siete contigo puedo decir que soy
feliz. Siete veces más feliz.
Quizá
compre un décimo de lotería. Acabado en siete.
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