La Bella Helena - Marian Muñoz

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¿Será hoy por fin cuando consiga la paz de espíritu que tanto anhelo? ¡Ojalá pueda continuar felizmente con mi vida!
Desde que tengo recuerdos he presumido de mis orígenes extranjeros, me llamo Helena como mi bisabuela griega, cantante de ópera con una rutilante carrera, no era una diva del bel canto, pero actuó en los mejores teatros de la época contando con numerosos seguidores, entre ellos mi bisabuelo, concertista de violín, con quien se casó y tuvo la dicha de tener tres hijos.
Para una niña de barrio como yo, el tener pedigrí extranjero, sobre todo helénico, era disponer de un pequeño plus de importancia sobre mis amigas y vecinas, algo de lo que presumir para poder destacar y sentirme distinta a las demás. Mis padres trabajaban fuera de casa, y las vacaciones de verano siempre eran iguales, un par de semanas en el campamento del colegio y el resto con mis abuelos maternos en su casita de la urbanización en la sierra segoviana, donde el calor que apretaba por el día se combatía en la piscina del recinto, y las noches más frescas nos permitían dormir de un tirón.
Tanto niños como niñas repetíamos año tras año aquella estancia tan grata, juegos en el agua o en el pequeño rio que bordeaba la urbanización, meriendas en casa de unos o de otros, nuestras madres o abuelas siempre dispuestas con un rico chocolate fresquito o una bebida refrescante, algo que añoro de aquellos felices tiempos.
Mi abuelo Serafín tenía una hermana viuda que vivía sola, habitaba el piso familiar de mis bisabuelos, nunca había residido en otro que no fuera en él. Al ser la pequeña y última en casarse quedó al cuidado de su padre y al fallecer éste y su marido, permaneció como fiel cuidadora de un ilustre pasado. La bisabuela Helena desapareció de sus vidas cuando apenas era una niña, tanto la echaba de menos, que se aferraba a aquel espacio en espera de que algún día su madre volviera a llamar a la puerta y poder fundirse en un cálido abrazo. La realidad era bien distinta, harto difícil que mi bisabuela regresara, como no fuera de la tumba, ya que la tía acababa de cumplir ochenta años y difícilmente su madre estaría aún viva.
Una vez a la semana el abuelo le hacía una visita comprobando que todo iba bien y no necesitaba ayuda, aquel piso en un edificio antiguo del Madrid de los Austrias era una continua aventura, acostumbrada a vivir en uno sencillo y plano, en un barrio de la periferia, aquella vivienda era un descubrimiento continuo para mis ojos infantiles. Se accedía al ascensor cruzando un portal inmenso donde antaño paraban los carruajes, el ascensor era una pequeña jaula acristalada muy estrecha, donde más de tres personas no podían revolverse en él, con una puerta de acordeón y una subida lenta, muy lenta, que incitaba a subir por las escaleras para llegar antes, lo malo es que nuestro destino estaba era un séptimo y el abuelo no estaba por la labor. Le acompañaba en aquel trayecto silenciosa, temiendo que si hablaba fuera a desarmarse. La puerta de acceso al descansillo era una reja delicadamente entretejida, lucida por flores de lis en tono dorado, algo rebuscado para los tiempos modernos pero que daba un toque de exclusividad al entorno.
No tenía timbre en la puerta de roble macizo, con una mirilla dorada supergrande que se abría en aspas desde dentro. El golpe con los nudillos resonaba en toda la planta, oyendo como las mirillas vecinas giraban antes que la de tía Raimunda, por ser un poco dura de oído. La entrada no era más que una pequeña ampliación del pasillo y como adorno sólo existía un paragüero sencillo de tonalidad verde, parecía estar hecho de jade, tal vez de algún viaje de la bisabuela por China o Japón, quien sabe. Siguiendo el pasillo a mano derecha se hallaba una habitación italiana, una cama colocada en el hueco interior adornada con una colcha verde de terciopelo, igual que la cortina que la escondía, teniendo como adorno una muñeca caperucita con un traje rojo brillante maravilloso, sentía auténtica debilidad por ella. Una ventana dejaba entrar luz natural que iluminaba un pequeño sillón, una mesa camilla cubierta con tela de damasco también verde, rodeada de tres sillas estilo Luis XV y un pequeño armario con madera tallada llena de redondeces y figuras, no liso y laso como el de mi habitación.
Se accedía al interior de la casa por el pasillo, que comenzaba a estrecharse debido a que en un lateral había dos camas turcas tapadas con una tela de flores muy llamativas. Un distribuidor era utilizado como salita de estar, en el que un banco de madera con cojines hacía más placentero el asiento, un mueble estrecho soportaba una pequeña televisión y un escritorio lleno de cajones con múltiples secretos en su interior se hallaba a salvo de ojos curiosos como los míos, por una tapa de persiana con cerradura de llave. La tía abuela Raimunda era una excelente repostera, nunca he comprendido como lograba hacer tartas tan ricas, pues la cocina de techo abuhardillado sólo tenía un fregadero de granito y una pequeña cocina portátil de gas, una mesa alargada con superficie de mármol donde comíamos y un banco corrido para los pequeños justo donde el tejado era más bajo y los mayores no podían salvo estar completamente encorvados. Lo mejor de aquella cocina, sin duda, era su ventana en el techo, una claraboya que permitía contemplar el cielo estrellado de la capital, las constelaciones y a Venus con suma claridad. A pesar de estar subida a una banqueta mi mano apenas sobresalía del tejado, siempre soñaba que al año siguiente por fin podría tocar el planeta y las estrellas pues estaban en posición muy cercana.
Mientras el abuelo y la tía hablaban de sus cosas merodeaba por la casa, fisgando cuadros, adornos y libros que a mis ojos infantiles parecían muy antiguos y seguramente lo eran. La pequeña salita era el centro de la casa, en un lateral el dormitorio principal con dos camas enormes y un armario con muchas redondeces y uvas por todo el costado, costoso de limpiar pero digno de admirar, presidido por la gran imagen de un Cristo. Una ventana estrecha, alargada y muy alta iluminaba la estancia y debajo de ella se encontraba mi escondite favorito, un pequeño desván, más un hueco bajo cubierta que otra cosa, donde la tía tenía ingentes cantidades de libros, revistas, cuentos y tebeos, en aquel lugar me sentaba en silencio y ojeaba sin parar, en él aprendí a apreciar las bibliotecas.
Aquel día no estaba muy motivada a sentarme a lo indio y manchar mi nueva falda, así que seguí curioseando por el baño, era alargado y un poco destartalado en comparación con el mío de casa. Una pila enorme de granito hacía de lavabo y un faldón de tela a cuadros rojos tapaba el bajo donde se guardaban los productos de limpieza y el papel higiénico. La taza del wc estaba en diagonal con la cisterna, y uno hacía sus necesidades fisiológicas de espalda a la ventana, la cual llegaba desde el suelo hasta el techo, unos barrotes protegían de una posible caída, pero no había cortina, aunque nadie podía verte las nalgas pues los tejados eran lo único que asomaba en aquella altura. De un gancho de carnicero colgaban recortes de periódico o revistas, al lado, de una alcayata suspendía una cuerda que sujetaba un rollo de papel higiénico. Siempre me he preguntado si aquellos recortes eran para entretenerte o para limpiarte.
El ocio a veces puede ser peligroso, pero a mis catorce años me creía valiente, con suficiente autonomía para poder resolver todo lo que se pusiera por delante, así fue como abrí la pequeña puerta en el baño que daba a bajo cubierta del tejado, una mísera bombilla iluminaba el lúgubre espacio lleno de telarañas y malos olores, no me amilané pensando en hallar murciélagos, ratones o palomas, al contrario, sabía donde la tía guardaba una linterna y tras cogerla me adentré en tan sucio lugar. Sillas, paraguas, espejos, todo roto, algún abrigo colgado de un clavo o cajas de madera con lustros de polvo encima. Mi curiosidad era infinita y casi al final de aquel improvisado desván, encontré un baúl, un sucio y deslucido baúl con bonitas formas, soplé para quitar algo del polvo comenzando a estornudar y llorar sin parar. Tras sonarme los mocos y lavarme un poco los ojos, cogí una bayeta de limpieza, la humedecí en agua y regresé para limpiarlo a conciencia. Una pequeña limpieza dejó entrever unas letras que decían “LA BELLA HELENA”. Mi corazón dio un brinco, quizás en su interior habría ropajes o joyas de las actuaciones de mi bisabuela, seguro que lo utilizaba en sus viajes por el mundo. Estaba emocionadísima con aquel hallazgo, y antes de ir a contárselo al abuelo o a la tía, quería ser yo solita quien hiciera tan gran descubrimiento. La cerradura estaba atascada por el oxido acumulado en tantos años, pero los entrenamientos de balonmano me habían proporcionado fuerza en mis manos y brazos, hice acopio de ella y con esfuerzo conseguí abrirlo. Levanté expectante la tapa con un débil halo de luz, pues necesité de las dos manos para abrirla y la linterna estaba posada en el suelo, cuando la cogí para iluminar su interior, salí despavorida chillando y gritando como una posesa en dirección a la cocina, tropecé y al caer me hice daño en una rodilla por la que sangré copiosamente.
Al escucharme y verme entrar de forma tan alarmante, se asustaron e intentando tranquilizarme me preguntaron qué ocurría. Aún en estado de shock les conté mi hallazgo. Fue mi abuelo a comprobarlo y con pesar reconoció que era cierto. Llamaron a la policía y el forense del juzgado se personó para llevarse al muerto.
Tía Raimunda se fue a vivir con mis abuelos al no estar tranquila después de tan macabro hallazgo. La policía judicial tras reconocer el cadáver y tomar muestras de ADN a la familia, dictaminó que la fallecida era mi bisabuela Helena, debido al tiempo transcurrido no pudieron encontrar la causa de su muerte, pero una sombra de duda volaba por nuestras mentes, sopesando si el bisabuelo tuvo algo que ver en su desaparición. La tía abuela apenas duró unos meses, una depresión muy grande le alcanzó de lleno al comprender que toda su vida había vivido esperando a su madre y la tenía al lado sin enterarse.
Durante muchas noches no pude dormir ya que mi mente no lograba borrar tan macabra imagen, por más consultas y sesiones terapéuticas que realicé, continuaba soñando con ella, por no decir que cada vez que escribía Helena en un papel, rememoraba aquel momento y la vista del esqueleto. Ayer celebramos mi mayoría de edad, ya tengo dieciocho años, y estoy yendo al registro civil para informarme como cambiar mi nombre por el de Ana, uno más corto, limpio y sin imagen en mi cabeza, de esa forma espero pasar página y retomar una vida que sea sólo mía, sin referencias a un familiar pasado como La Bella Helena.







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