Despido improcedente - Gloria Losada


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Mi profesión es pintor…. De brocha gorda, que conste, y que conste también que mi afición es pintar cuadros, y que no lo hago mal del todo, aunque no está bien que yo lo diga. Desgraciadamente llevaba mucho tiempo en el paro cuando ocurrió lo que les voy a contar. Hacía chapucillas por aquí y por allá, pero lo poco que ganaba no me daba para subsistir decentemente. Y ni que decir tiene que mis cuadros son más un pasatiempo que un negocio. A lo largo de mi vida he vendido alguno por cuatro perras que empleaba para comprar más material de pintura.
Una mañana, mirando en las páginas de un periódico los anuncios de trabajo, me encontré con la ocupación de mi vida. Pedían un pintor para pintar un teatro, por dentro, no leí más, la mente se me ofuscó y empecé a echar las cuentas de la lechera, metros de pared, gastos y circunstancias diversas, podía ganar una pasta y allí me presenté.
Me recibió una señorita muy amable que hablaba un poco raro, así como marcando mucho las eses, que sonreía y hacía gestos infantiles y femeninos en exceso. A mí me pareció un poco pija, pero eso da lo mismo. Me dijo que era una sola pared, que había que ir con mucho cuidado, que los materiales me los proporcionaría el Ministerio de Cultura, que era el que se hacía cargo de la obra, que el tiempo estimado serían seis meses prorrogables por otros tres y que se me pagarían 30.000 euros. Creo que en ese momento me dio un mareo, ni en mis mejores previsiones había calculado yo tal cantidad y encima seis meses. Supuse que la pared sería grande y con recovecos, pero seis meses…. Bueno daba igual, si querían tirar el dinero de aquella manera era su problema, no el mío, así que firmé el papel que la muchacha me ponía delante y quedé citado para el día siguiente a las 10 de la mañana.
Confieso que aquella noche no dormí bien, di cien vueltas en la cama, me sentaba, encendía la lámpara, fumaba un cigarro, apagaba la lámpara, di más vueltas en la cama… por fin llegó la hora de levantarse.
Llegué a la hora justa. Una mujer bien diferente a la anterior me esperaba, alta y tenuemente curvilínea, vestida con un impecable traje chaqueta azul marino y blusa rosa pálido, con el pelo moreno recogido en un moño y unas gruesas gafas de pasta que hacían de centinela de sus profundos ojos más negros que el carbón. Era rancia no, lo siguiente, pero estaba buena y no sé por qué, pero me pareció notar, durante el escaso tiempo que estuvimos juntos, miradas lascivas hacia mi persona, lo cual me llenó de júbilo y de miedo al cincuenta por ciento, puesto que no soy yo mucho de ligar, la verdad, mi timidez me vence.
El caso es que la mujer me condujo al lugar en que debía de realizar mi trabajo, y ahí empieza lo bueno. Me encontré de pronto frente a una pared en la que había un fresco, un paisaje con varios personajes bailando y jugando a la rueda como bobos. Me sentí absolutamente desconcertado.
-Como puede usted observar se trata de un fresco catalogado como del siglo XVIII. Se cree que su autor fue Ramón Bayeu por ciertos detalles que no voy a explicarle ahora, aunque no se le conocía ninguna pintura de este tipo. Salta a la vista que está muy deteriorado, de hecho tenía una capa de pintura por encima que al hacer las obras de remodelación del teatro y rascarla, dejó a la vista esta joya del arte. ¿Cuándo cree que puede comenzar las obras de restauración? El material llegara mañana.
-Pues mañana mismo – contesté a la perorata de la mujer, así, como por inercia.
Fui consciente desde el primer momento que me había metido en un embolado de cojones. Yo jamás había restaurado nada. Se me venía a la mente una y otra vez la imagen del ECCE HOMO. Pero confieso que los treinta mil euros se ponían al otro lado de la balanza y la inclinaban hasta el suelo.
Pasé el día intranquilo, sin ganas de comer, almorcé dos piezas de fruta que encima me soltaron el vientre. Aun así al día siguiente fui a trabajar. Me encontré con más material del que había visto en mi vida, pintura de todo tipo y de todos los colores, pinceles, paletas, productos que desconocía, en fin, no me quedaba otra, cogí el toro por los cuernos y me puse a ello.
Empecé por la esquina superior izquierda, una pincelada, otra…. No me parecía que quedara mal del todo. A los tres días apareció por allí la señorita rancia a supervisar la obra. Se la veía nerviosa, puesto que jugueteaba con el botón de su sempiterno traje azul y movía los ojos de aquí allá con gesto de asombro.
-Bueno, sí, yo creo que tal vez….¿No estará cargando demasiado los colores? Fíjese que por esta zona predominan los colores pastel extremadamente difuminados- comenzó a decir.
Continuó sacándole defectos a mi trabajo, pero aun así, cuando se fue, me dijo que tomara en cuenta sus consejos y que continuara. Así hice. Ella venía cada dos o tres días y no se la veía muy convencida. A mí, sin embargo, me parecía que me estaba quedando perfecta, tanto que incluso pensé dedicarme a la restauración de cuadros de manera profesional. Hasta el día del desastre.
Trabajaba yo subido a una escalera cuando de pronto apareció un gato que no sé de dónde salió. Cruzó el escenario corriendo y bufando como un poseso, una vez y otra vez. Yo lo miraba ofuscado desde lo alto de la escalera. De pronto el minino se enredó en una cuerda que estaba por allí, que se enganchó en la maldita escalera y acabó por dar con mis huesos en el suelo y con la pintura que sostenía salpicando profusamente el fresco a restaurar, que quedó cual si una lluvia de colores estuviera cayendo sobre los idiotas personajes que pululaban por la campiña.
Al ruido de la hecatombe apareció por allí doña rancia y entonces se armó la gorda. Todavía no me había levantado del suelo y ya me estaba insultando. Que si era un incompetente, un idiota, que más parecía un pintor de brocha gorda que un restaurador (en eso tenía razón), que si ya se le había acabado la paciencia, que me había dado un montón de silenciosas oportunidades y que aquel desastre era la gota que colmaba el vaso, estaba despedido. Tendría noticias suyas por la demanda que pensaba interponer en el juzgado por daños y perjuicios.
Recogí mis cosas y salí de allí sin abrir la boca. Me estaba bien, por zoquete, por atrevido, por gilipollas en suma. Al cabo de una semana recibí un sobre que me hizo temblar de pies a cabeza. Dentro había un cheque con el finiquito, tres mil euros que me hicieron flipar, y una carta de la rancia en la que me comunicaba que como el desastre provocado por mí había tenido solución, no interpondrían la demanda judicial. Respiré tranquilo, final de la historia. Bueno no, final no. Un mes después salí con mis amigas a la discoteca del barrio y vi a una mujer espectacular bailando en medio de la pista. Vaqueros ajustados, botas altas hasta la rodilla, melena al viento. En un momento dado nuestras miradas se cruzaron. Me sonrió. Apenas pude reconocer a doña rancia. Se llama Elena, salimos juntos, es más maja…. Y la quiero, aunque me haya despedido.






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