Mi profesión es pintor…. De brocha
gorda, que conste, y que conste también que mi afición es pintar
cuadros, y que no lo hago mal del todo, aunque no está bien que yo
lo diga. Desgraciadamente llevaba mucho tiempo en el paro cuando
ocurrió lo que les voy a contar. Hacía chapucillas por aquí y por
allá, pero lo poco que ganaba no me daba para subsistir
decentemente. Y ni que decir tiene que mis cuadros son más un
pasatiempo que un negocio. A lo largo de mi vida he vendido alguno
por cuatro perras que empleaba para comprar más material de pintura.
Una mañana, mirando en las páginas de
un periódico los anuncios de trabajo, me encontré con la ocupación
de mi vida. Pedían un pintor para pintar un teatro, por dentro, no
leí más, la mente se me ofuscó y empecé a echar las cuentas de
la lechera, metros de pared, gastos y circunstancias diversas, podía
ganar una pasta y allí me presenté.
Me recibió una señorita muy amable
que hablaba un poco raro, así como marcando mucho las eses, que
sonreía y hacía gestos infantiles y femeninos en exceso. A mí me
pareció un poco pija, pero eso da lo mismo. Me dijo que era una sola
pared, que había que ir con mucho cuidado, que los materiales me los
proporcionaría el Ministerio de Cultura, que era el que se hacía
cargo de la obra, que el tiempo estimado serían seis meses
prorrogables por otros tres y que se me pagarían 30.000 euros. Creo
que en ese momento me dio un mareo, ni en mis mejores previsiones
había calculado yo tal cantidad y encima seis meses. Supuse que la
pared sería grande y con recovecos, pero seis meses…. Bueno daba
igual, si querían tirar el dinero de aquella manera era su problema,
no el mío, así que firmé el papel que la muchacha me ponía
delante y quedé citado para el día siguiente a las 10 de la mañana.
Confieso que aquella noche no dormí
bien, di cien vueltas en la cama, me sentaba, encendía la lámpara,
fumaba un cigarro, apagaba la lámpara, di más vueltas en la cama…
por fin llegó la hora de levantarse.
Llegué a la hora justa. Una mujer bien
diferente a la anterior me esperaba, alta y tenuemente curvilínea,
vestida con un impecable traje chaqueta azul marino y blusa rosa
pálido, con el pelo moreno recogido en un moño y unas gruesas gafas
de pasta que hacían de centinela de sus profundos ojos más negros
que el carbón. Era rancia no, lo siguiente, pero estaba buena y no
sé por qué, pero me pareció notar, durante el escaso tiempo que
estuvimos juntos, miradas lascivas hacia mi persona, lo cual me llenó
de júbilo y de miedo al cincuenta por ciento, puesto que no soy yo
mucho de ligar, la verdad, mi timidez me vence.
El caso es que la mujer me condujo al
lugar en que debía de realizar mi trabajo, y ahí empieza lo bueno.
Me encontré de pronto frente a una pared en la que había un fresco,
un paisaje con varios personajes bailando y jugando a la rueda como
bobos. Me sentí absolutamente desconcertado.
-Como puede usted observar se trata de
un fresco catalogado como del siglo XVIII. Se cree que su autor fue
Ramón Bayeu por ciertos detalles que no voy a explicarle ahora,
aunque no se le conocía ninguna pintura de este tipo. Salta a la
vista que está muy deteriorado, de hecho tenía una capa de pintura
por encima que al hacer las obras de remodelación del teatro y
rascarla, dejó a la vista esta joya del arte. ¿Cuándo cree que
puede comenzar las obras de restauración? El material llegara
mañana.
-Pues mañana mismo – contesté a la
perorata de la mujer, así, como por inercia.
Fui consciente desde el primer momento
que me había metido en un embolado de cojones. Yo jamás había
restaurado nada. Se me venía a la mente una y otra vez la imagen del
ECCE HOMO. Pero confieso que los treinta mil euros se ponían al otro
lado de la balanza y la inclinaban hasta el suelo.
Pasé el día intranquilo, sin ganas de
comer, almorcé dos piezas de fruta que encima me soltaron el
vientre. Aun así al día siguiente fui a trabajar. Me encontré con
más material del que había visto en mi vida, pintura de todo tipo y
de todos los colores, pinceles, paletas, productos que desconocía,
en fin, no me quedaba otra, cogí el toro por los cuernos y me puse a
ello.
Empecé por la esquina superior
izquierda, una pincelada, otra…. No me parecía que quedara mal del
todo. A los tres días apareció por allí la señorita rancia a
supervisar la obra. Se la veía nerviosa, puesto que jugueteaba con
el botón de su sempiterno traje azul y movía los ojos de aquí allá
con gesto de asombro.
-Bueno, sí, yo creo que tal vez….¿No
estará cargando demasiado los colores? Fíjese que por esta zona
predominan los colores pastel extremadamente difuminados- comenzó a
decir.
Continuó sacándole defectos a mi
trabajo, pero aun así, cuando se fue, me dijo que tomara en cuenta
sus consejos y que continuara. Así hice. Ella venía cada dos o tres
días y no se la veía muy convencida. A mí, sin embargo, me parecía
que me estaba quedando perfecta, tanto que incluso pensé dedicarme a
la restauración de cuadros de manera profesional. Hasta el día del
desastre.
Trabajaba yo subido a una escalera
cuando de pronto apareció un gato que no sé de dónde salió. Cruzó
el escenario corriendo y bufando como un poseso, una vez y otra vez.
Yo lo miraba ofuscado desde lo alto de la escalera. De pronto el
minino se enredó en una cuerda que estaba por allí, que se enganchó
en la maldita escalera y acabó por dar con mis huesos en el suelo y
con la pintura que sostenía salpicando profusamente el fresco a
restaurar, que quedó cual si una lluvia de colores estuviera cayendo
sobre los idiotas personajes que pululaban por la campiña.
Al ruido de la hecatombe apareció por
allí doña rancia y entonces se armó la gorda. Todavía no me había
levantado del suelo y ya me estaba insultando. Que si era un
incompetente, un idiota, que más parecía un pintor de brocha gorda
que un restaurador (en eso tenía razón), que si ya se le había
acabado la paciencia, que me había dado un montón de silenciosas
oportunidades y que aquel desastre era la gota que colmaba el vaso,
estaba despedido. Tendría noticias suyas por la demanda que pensaba
interponer en el juzgado por daños y perjuicios.
Recogí mis
cosas y salí de allí sin abrir la boca. Me estaba bien, por
zoquete, por atrevido, por gilipollas en suma. Al cabo de una semana
recibí un sobre que me hizo temblar de pies a cabeza. Dentro había
un cheque con el finiquito, tres mil euros que me hicieron flipar, y
una carta de la rancia en la que me comunicaba que como el desastre
provocado por mí había tenido solución, no interpondrían la
demanda judicial. Respiré tranquilo, final de la historia. Bueno no,
final no. Un mes después salí con mis amigas a la discoteca del
barrio y vi a una mujer espectacular bailando en medio de la pista.
Vaqueros ajustados, botas altas hasta la rodilla, melena al viento.
En un momento dado nuestras miradas se cruzaron. Me sonrió. Apenas
pude reconocer a doña rancia. Se llama Elena, salimos juntos, es más
maja…. Y la quiero, aunque me haya despedido.
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