Odio
las Navidades. Odio el turrón. El blando y el duro. Y odio el
champán o el cava, lo mismo me da. Desde que tenía diez años y mi
tío Antonio, Antoñín,
me llevó al garaje a por ‘más champán y turrones’; y allí
abusó de mí. Su sobrina, su ahijada, una niña de diez años. Su
propia familia.
Jamás
se lo dije a nadie de mi entorno. Ni mi padre ni mi madre lo
supieron. Tal vez lo intuyeron en algún momento. Supongo que antes
de irse al Cielo, o a saber dónde, sí que se lo hubiera dicho
alguien que conociera de verdad a Antoñín.
Ay, los diminutivos familiares, cuánto daño esconden.
En
esas Navidades dejé de ser niña y me convertí en, no sé muy bien
en qué. No quiero decir ‘víctima’, no me gusta esa palabra.
Pero todos mis miedos, mis obsesiones, mis deseos, mis frustraciones,
despertaron en aquellas Navidades de mis diez años.
Y
todo lo acabé canalizando con la comida. Si estaba triste, las más
de las veces, comía. Si aprobaba alguna asignatura, comía para
celebrarlo. Si estaba sola en casa y me aburría abría el frigo y lo
dejaba limpio como la patena. Tardé en desarrollarme; no sé si
debido a mi creciente peso o a mi pequeño gran secreto que me
torturaba a cada momento.
Mi
cuerpo respondía de manera peculiar. Y a veces no se coordinaba con
mi cerebro. O eso deducía yo.
Da
gusto verla así de rolliza.- Mi abuela presumía ante las vecinas de
mi supuesta salud cuando íbamos al pueblo en los veranos.
Pero
cuando entré al instituto la cosa cambió. Pasé de ser la ‘gordita
adorable de la familia’ a ‘bola de sebo’, ‘gorda rodante’,
‘mamut en vaqueros’… y otras lindezas. Estaba desbordada, en
todos los sentidos.
Por
aquel entonces no existía la figura del orientador escolar, ni un
psicólogo ni nada parecido. Y en los recreos subía a la biblioteca
a esconderme entre libros para intentar no comer; o me quedaba sola
en una esquina del patio. Y comía. Lo que traía de casa o lo que
compraba en la cafetería del instituto. Cuando no me quitaban el
dinero. Y me tiraban bolas de papel con comida dibujada. Menudos
artistas del acoso.
En
COU casi deje de estudiar. Un problema cardiovascular me impidió
asistir con regularidad a las clases. Estuve más meses en el
hospital que en el instituto, cosa que agradecí porque el acoso
desapareció casi milagrosamente. Nadie fue a verme. Tampoco les eché
de menos.
Pero
ni así dejé de comer cuando me dieron el alta. Aunque aquello ya no
era normal. Ese comer por comer era algo demasiado dañino, a veces
casi indecente.
Durante
mi convalecencia descubrí la existencia de la universidad a
distancia. Solicité la inscripción. Me admitieron. Estudiaba en
casa. No salía a la calle. Comía en casa. Devoraba lo que fuera,
excepto turrón, lo único que me daba náuseas. Y estudiaba y
comía. Todo con ansias enfermizas.
Primero
me inscribí en un curso de Historia Moderna. Después en otro de
Derecho Romano. Más tarde en uno de Literaturas del Mundo.
Tenía
inquietud. Por conocer. Y comía. Pretendiendo olvidar aquellas
Navidades. Y la reciente época del instituto.
Pero
con la matrícula llegó también el primer periodo de exámenes. Mi
tutor se puso en contacto conmigo animándome a presentarme a las
pruebas. Tras diez, o más, emails con excusas de todo tipo por fin
logró convencerme. Él me recogería y me llevaría hasta el aulario
donde se celebraban los exámenes.
No
sé cómo logré bajar desde mi casa hasta la calle. Sólo recuerdo
el asombro que por unos segundos enmarcó el rostro de mi tutor.
Entré
de milagro en su espacioso 4x4 urbano y por el camino devoré el
cargamento de donuts que había comprado en la web del Mercadona. Ni
siquiera le ofrecí a él, mi tutor y chófer. Comía por comer, un
acto reflejo. Sin pensar en que estaba comiendo.
Al
llegar al aulario no pude bajarme del coche. Me sentí mal, mareada,
me faltaba el aire, me dio frío, calor, sentí calambres. Demasiados
donuts, pensé entonces. Y me desmayé.
Supongo
que llamaron a la ambulancia porque desperté en la habitación del
hospital. Escuchaba los pitidos de mi corazón latiendo lentamente en
una máquina. Y, al abrir los ojos, mi mirada borrosa vio a mi tutor,
a los paramédicos que, supuse, me trajeron en ambulancia, a una
enfermera y a alguien más vestida de calle, que sonreía de modo
profesional.
Cuando
quieras hablar, aquí estoy. -Me dijo cogiéndome la mano
cariñosamente.
Y
todos se fueron, dejándome con mi enorme volumen y mis pitidos. Y
el recuerdo de Antoñín,
el regusto amargo del turrón y el aborrecimiento infinito a las
Navidades en familia.
Cerré
los ojos, intentando dormir. Un donut gigantesco de color negro y
olor nauseabundo, como una rueda de tractor podrida, se me apareció
en la mente y me sobresalté.
Algo
tendría que cambiar en mi vida a partir de ahora.
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