El manicomio (3º parte) - Gloria Losada


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Isabel acudía todos los días a visitar a su marido. Cuando se marchaba no dejaba de pasar por recepción para hablar conmigo un rato, con cuidado, para que no nos viera la bruja de la directora. Siempre me decía que su marido no mejoraba, que los ataques de pánico habían aumentado pues no le gustaba verse encerrado entre cuatro paredes. Había solicitado permiso para salir a pasear por el jardín y le había sido denegado, alegando normas internas.
-No sé qué va a ser de él. Creo que voy a pedir el alta voluntaria porque si seguimos aquí mucho me temo que se consumirá.
No sé si la llegó a pedir, el caso es que fue la última vez que la vi en condiciones normales. La eché de menos al día siguiente, y al otro y al otro también. Miré el historial de su marido y comprobé que continuaba ingresado. Comencé a ponerme nerviosa. Definitivamente allí pasaba algo y yo quería averiguar qué. Al cuarto día de ausencia de Isabel decidí investigar. Arriesgándome muchísimo, subí a la tercera planta (donde estaba el marido de mi nueva amiga) y me dí una vuelta. Debo reconocer que el aspecto tétrico y oscuro, el largo pasillo y el inquietante silencio me asustaron un poco. El aspecto de aquella planta en nada se parecía al de la entrada del hospital. Semejaba sacada de un película de terror. Las paredes grises y mal pintadas, las luces que apenas alumbraban, las puertas de madera desvencijadas. Mi corazón latía a cien por hora. Me di cuenta de que las puertas tenían una pequeña mirilla. Me acerqué a la primera. Dentro había una mujer sentada en un sillón con la mirada perdida. En la segunda , otra mujer, en la tercera estaba el marido de Isabel. Fui mirando habitación por habitación. Todas estaba ocupadas por seres humanos con una extraña expresión en su mirada. La misma en todos, como perdida, como si estuvieran allí presentes sólo con el cuerpo. Inquietante. Pero aún me esperaba la sorpresa final. La que ocupaba la ultima habitación de la planta.....¡era Isabel!
Bajé inmediatamente a mi puesto. Parecía que no me habían echado en falta. Con la respiración todavía muy agitada me dirigí a los ficheros y saqué el historial de la paciente de la habitación 318. Isabel Almagro Fernández, mujer, 48 años, ingresada por un brote psicótico grave. Guardé de nuevo las hojas. El diagnóstico, aunque yo no entendía en absoluto de términos médicos, me parecía tan impreciso como el de su marido. Allí estaba pasando algo y yo tenía que descubrirlo, aún a sabiendas de que ponía en peligro mi puesto de trabajo. Por eso, a última hora de la mañana, cuando ya no había pacientes externos y la señora Solano se había marchado, volví a subir a la tercera planta y me colé en la habitación de Isabel. Estaba sentada en la misma postura que cuando la vi por primera vez. Volvió sus ojos a mí. No cambiaron de expresión, siguieron vacíos.
-Hola Isabel - le dije - ¿te acuerdas de mí? Soy Rocío, la chica de recepción.
-Claro que me acuerdo - dijo con voz absolutamente monocorde y monótona - ¿Qué quieres?
-Verte. Me pareció extraño que estuvieras ingresada tú también. ¿Estás enferma?.
-Si, la doctora dijo que estaba enferma y tenía que quedarme.
-¿Y tu marido? ¿está mejor?
-¿Mi marido? Si, creo que si, bueno, en realidad no lo sé. Creo que no me importa cómo esté.
Me impresionaron sus palabras. Que no le importara el estado de su esposo era lo más raro que podía decirme. Me fui sin despedirme, dispuesta a continuar mi "investigación" en los días siguientes.

No pude hacerlo hasta la semana siguiente. Sorprendentemente durante ese corto espacio de tiempo no se había producido ningún ingreso. No obstante consideré que lo mejor era continuar con mis pesquisas y aquel día decidí bajar al sótano. Si la planta tercera era lúgubre, el sótano lo era tres veces más. Olía a rancio y a humedad. Al final de las escaleras había cuatro puertas. Intenté abrir una y estaba cerrada con llave. Probé con otra. Esta vez hubo suerte. Me metí en una habitación enorme, tenuemente iluminada por una escasa luz que provenía del fondo. Las paredes estaban completamente tapadas por estanterías metálicas vacías. Sólo en las del fondo, las más cercanas a la luz, unos botes llenos de líquido descansaban sobre las baldas. Me acerqué con cautela para no tropezar. En el fondo de los botes, protegido por el líquido que contenían, se asentaban pequeños objetos de forma irregular. Parecían....¿piedras tal vez? Únicamente cuando estuve suficientemente cerca pude ver que eran....¡trozos de cerebro! Una arcada surgió de la boca de mi estómago y quise salir de allí. Cuando me disponía a abrir la puerta escuché voces. Me arrimé a la pared rogando para que, fuera quien fuera, no entrara en aquel cuarto. Pude oír a dos personas hablando en un idioma que me pareció alemán. Una voz pertenecía a la doctora Solano, la otra no la pude identificar. Pasaron de largo y respiré aliviada. Abrí la puerta con cautela y cuando los vi desaparecer en otra habitación, salí de allí lo más aprisa que pude.

La visión de aquellos trocitos de cerebro me impresionó tanto que durante unos días me limité a realizar mi trabajo. Reconozco que sentía miedo por lo que podía llegar a descubrir. No tenía ni idea de lo que podía ser, pero algo sucio seguro. Una misteriosa llamada telefónica fue el detonante que me animó a seguir con mis pesquisas.
-¿La doctora Solano? - preguntó una voz con inconfundible acento alemán.
Sin pensarlo demasiado me hice pasar por ella.
-Si, soy yo.
-Soy la secretaria del doctor Zimmerman. Me ha mandado avisarle que por circunstancias de última hora no podrá realizar hoy las operaciones programadas para esta tarde. Se pondrá en contacto con usted en unos días para decidir otra fecha.
-De acuerdo.
La persona que estaba al otro lado del teléfono colgó sin despedirse. Parecía tener prisa. ¿De qué operaciones hablaba? ¿Serían acaso intervenciones para extraer a los pacientes aquellos trozos de cerebro que yo había visto? Un escalofrío recorrió mi espalda. Pronto descubriría la verdad.













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