De la serie "Relatos sobre una cuarentena"
¡Por
fin! Por fin podía salir a dar un paseo tras el largo confinamiento
que más que una cuarentena se había convertido en una cincuentena.
A mí me tocaba salir de seis a diez de la mañana o de ocho a once
de la noche. Que digo yo que quien pensó eso debía de estar muy
cansado o tener mal día, o no sé. Pero vamos a ver, alma de
cántaro, quién se va a levantar a las seis de la mañana teniendo
todas las horas del día libres. Que sí, que vale, que siempre hay
algún loco, pero la mayoría de la gente se levanta a la hora en que
termina el primer turno. Y de ocho a once, como que no lo veo. Estar
todo el día metida en casa para salir ya casi al anochecer. Pero
bueno, hay que cumplir las normas, así que empecé a preparar la
primera salida con la misma ilusión con que antes preparaba un viaje
alrededor del mundo. Me depilé las piernas, que vale, nadie me las
iba a ver, pero yo sabía que los pelos ya habían pasado del medio
metro y me daba cosa por si me pasaba algo, no sé, que me pillara un
coche o me diera un mareo de tanto aire y acabara en el hospital.
Comencé a prepararme con todas las precauciones, que no soy como
esas personas descerebradas que salen sin importarles ni su salud ni
la de los demás. Busqué ropa que aguantara un lavado de sesenta
grados mientras pensaba que si las manos quedaban libres del 'bicho'
solo con agua y jabón, por qué decían que la ropa debía lavarse a
sesenta grados. Bueno, por si acaso elegí unos vaqueros y una
camiseta vieja y como hacía frío un jersey de lana. ¡Espera,
espera!, me dije, que la lana debe lavarse en agua fría. Miré en el
armario y no encontré nada adecuado, unas prendas porque no
soportaban la temperatura alta y otras porque no me entraban por la
manía de mi hijo de entretener las tardes haciendo tartas, bizcochos
y galletas. Entonces pensé que si me ponía encima el abrigo largo
el resto de las prendas no estarían expuestas. Se me quitó un peso
de encima. Me costó entrar en los vaqueros, pero tirada en el suelo
y encogiendo la barriga conseguí meterme dentro. La camiseta, el
jersey y el abrigo sin problemas. ¿Y de calzado? Zapatillas de
deporte mejor, que tanto tiempo sin poner unos zapatos a ver si me
iba a hacer un esguince. Lo malo era al volver. Bueno, quitaría el
abrigo, los vaqueros y las zapatillas de deporte y lo dejaría en un
lugar apartado mientras se morían los posibles 'bichos'. También
podía alternar las zapatillas de deporte con los botines, las botas
altas y los zapatos. Todo controlado. Acabé de vestirme. Ya casi
estaba. Me enfundé en la mascarilla y no sé, me vi así como un
poco rara, fea, vieja…, que sé yo. Las gomas de la mascarilla me
aplastaban el pelo haciendo más visibles los cinco centímetros de
canas. No qué va. Yo así no salía a la calle. ¿Gafas de sol? Sí,
por qué no, el día estaba nublado, pero así no me conocería
nadie. Ya estaba lista. Bueno, no del todo, que me seguía viendo
rara. ¿Y si me veía de esas pintas algún vecino o amigo? Pasé un
rato pensando y encontré la solución poniendo un gorro. Me miré al
espejo. No me conocía ni yo. Salí de casa muerta de miedo. Bajé
por las escaleras con cuidado, porque entre que me ahogaba y casi no
veía… pero no era cosa de andar tocando botones en el ascensor. Al
llegar al portal vi horrorizada que se acercaba un hombre, no sé
quién sería, no lo reconocí. Por si acaso abrí la puerta y me
parapeté tras ella. No nos saludamos. Salí a la calle y sentí una
sensación extraña, como si me acabaran de soltar en medio de una
selva llena de animales peligrosos. Una vecina se acercaba. A esa sí
que la reconocí, pero por suerte ella a mí no. Me aparté unos
metros, como cinco o seis, a la izquierda para que pasara. Cuando se
perdió en el portal di unos pasos. Por la acera se acercaba una
pareja. Crucé al otro lado. Pero allí era peor, porque había por
lo menos seis personas y no estaba muy segura de que mantuvieran los
dos metros de distancia. Lo había estado estudiando en casa y ya
sabía calcular dos metros con bastante exactitud. Bueno, exactamente
cuatro, que de lo que digan esos del gobierno tampoco me fío mucho.
Volví a cruzar. No había nadie. Respiré profundamente y eché a
caminar. Llevaba veinte pasos (los iba contando), cuando vi al fondo
a un adolescente con un patinete. ¡Me entraron unos sudores! Volví
a cruzar. Había tres personas hablando y, aunque lo hacían a
distancia, no lo veía yo demasiado seguro. Esperé a que pasara el
del patinete. Volví a cruzar. Di otros siete pasos y ¡hala!, un
corredor. Ya no sabía donde meterme. Miré a todos lados y decidí
ir por una calle pequeña y peatonal. ¡Bien! No había nadie. ¡Craso
error! Al momento aparecieron un hombre, dos mujeres, una pareja con
patines y una corredora. ¡Y la calle no tenía salida! Tuve que
retroceder a pasos largos y me vi de nuevo en el punto de partida.
Miré enfrente. Los que estaban hablando ya se habían ido. Crucé.
¡Por fin! Cuarenta y siete pasos llevaba cuando sentí una especie
de alarma. ¿Qué era eso? El ruido salía de un balcón. Era el
vecino cotilla que nos vigilaba. Con el índice de la mano derecha
empezó a dar golpes a la esfera de su reloj. Miré el mío. No lo
podía creer. Entre cruce y cruce había pasado una hora. Y no había
avanzado más de veinte metros. Pero cualquiera se arriesgaba con ese
policía de balcón que llevaba denunciado a medio barrio. Regresé
a casa nerviosa, enfadada, cansada, empapada en sudor y medio
asfixiada. Me quité el gorro, la mascarilla, las gafas de sol, los
guantes de látex, las zapatillas de deporte, el abrigo, el jersey,
la camiseta, los vaqueros que al abrirse liberaron una barriga
deprimente y… ¡se me había olvidado el sujetador! ¡Había salido
a la calle sin sujetador! ¡Qué vergüenza! ¿Se habría dado
cuenta alguien? Me metí en la ducha para quitar el sudor y para
serenarme. Lo volveré a intentar mañana. En vez de a las diez me
levantaré a las nueve para planificarlo bien con alguna aplicación
de esas que te dicen por dónde ir y hasta donde llega un kilómetro.
Espero conseguirlo. Y mientras tanto rezaré para que baje la
temperatura, porque como haga calor...
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