La
vida se había convertido en película de ciencia ficción. Sutil,
eso sí, sutil, muy, muy sutil.
De la noche a la mañana se
empezaron a contar muertos y la sutileza se hizo cruda realidad.
Un enemigo invisible e intangible circulaba en poderoso silencio
por nuestro tiempo y espacio.
Escalofríos,
fiebre, tos y hambre, hambre de aire… tal vez una de las hambres
más angustiosas entre tantas hambres.
Y
mientras unos luchaban en la guerra sin cuartel que se desató en los
hospitales, mientras sanitarios del mundo buscaban y aplicaban a los
que se ahogaban todos los remedios que parecían ofrecer alivio y
sanación, otros, muchos, se encerraban a cal y canto en sus hogares
o en aquel otro cobijo donde el virus había sorprendido movimientos
puntuales de su camino.
¡Que
las toses portadoras y expulsoras del autor infeccioso en las
minúsculas gotitas de la saliva no nos alcancen!. ¡Que nadie me
robe el aire!
Y
así un día y otro día, el mundo en parálisis.
¿Quién
será el valiente que se acerque al mercado a comprar alimentos, a
acopiar la despensa y la nevera?.
Vivía
solo. Saldría, sin remedio
Andrés
coloco la mascarilla protectora tapando la boca y la nariz en su cara
y salió a la calle.
El
significado de su nombre, “hombre viril y fuerte” vistió su
voluntad y su mente.
La
ciudad campo desértico se le antojaba llena de fantasmas escondidos
en oscuros rincones y esquinas.
Nunca
su imaginación había alcanzado a pensar que un día iba a echar de
menos el ruido y bullicio que la vida agitada y convulsa manifestaba
de continuo, cada día, a todas las horas en la gran urbe.
Algún
que otro dueño con su perro rompían el silencio con ladridos
orgullosos, sabiéndose con derecho. El estado de alarma concedía
ese privilegio a los chuchos y ciertamente el encuentro aliviaba la
congoja de la sorda soledad que se propagaba en el viento.
Ya
ante la puerta del supermercado, se colocó en el lugar que le
correspondía en una pequeña fila que valientes como él formaban
para poder acceder a las compras.
Un
muchacho empleado de la tienda iba dando paso. Según salía con la
compra un cliente, otro pasaba dentro.
Guantes
de “los de la fruta” en las manos, obligatorio el invento y gel
hidroalcohólico al tiempo, antes de coger el carro de transporte en
el evento.
Llegó
su turno y ya frente a los estantes de alimentos fue cargando y
cargando, acumulando y acumulando…
Tras
el tiempo de pasar caja y pagar el aprovisionamiento, volvió
despacio a su casa porque no pudo corriendo. Se le partían los
brazos con tan excesivo peso.
Y ya
en su hogar con puerta cerrada, suspiró profundo y lento. Contento
sacó la cafetera del armario para saborear muy dispuesto el gusto y
aroma de su brebaje preferido, un café cargado e intenso.
¡Más
que olvido el suyo, no, no puede ser cierto!…¡entre las viandas no
está, no se encuentra el oro negro!.
Y se
tomó un vaso de agua como si quisiera lavar el miedo, ese temor que
nos priva de pensar, sentir y hacer todo lo que más queremos.
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