Los días del miedo - Dori Terán


                                          Resultado de imagen de cola de supermercado en el coronavirus




La vida se había convertido en película de ciencia ficción. Sutil, eso sí, sutil, muy, muy sutil. De la noche a la mañana se empezaron a contar muertos y la sutileza se hizo cruda realidad. Un enemigo invisible e intangible circulaba en poderoso silencio por nuestro tiempo y espacio.
Escalofríos, fiebre, tos y hambre, hambre de aire… tal vez una de las hambres más angustiosas entre tantas hambres.
Y mientras unos luchaban en la guerra sin cuartel que se desató en los hospitales, mientras sanitarios del mundo buscaban y aplicaban a los que se ahogaban todos los remedios que parecían ofrecer alivio y sanación, otros, muchos, se encerraban a cal y canto en sus hogares o en aquel otro cobijo donde el virus había sorprendido movimientos puntuales de su camino.
¡Que las toses portadoras y expulsoras del autor infeccioso en las minúsculas gotitas de la saliva no nos alcancen!. ¡Que nadie me robe el aire!
Y así un día y otro día, el mundo en parálisis.
¿Quién será el valiente que se acerque al mercado a comprar alimentos, a acopiar la despensa y la nevera?.
Vivía solo. Saldría, sin remedio
Andrés coloco la mascarilla protectora tapando la boca y la nariz en su cara y salió a la calle.
El significado de su nombre, “hombre viril y fuerte” vistió su voluntad y su mente.
La ciudad campo desértico se le antojaba llena de fantasmas escondidos en oscuros rincones y esquinas.
Nunca su imaginación había alcanzado a pensar que un día iba a echar de menos el ruido y bullicio que la vida agitada y convulsa manifestaba de continuo, cada día, a todas las horas en la gran urbe.
Algún que otro dueño con su perro rompían el silencio con ladridos orgullosos, sabiéndose con derecho. El estado de alarma concedía ese privilegio a los chuchos y ciertamente el encuentro aliviaba la congoja de la sorda soledad que se propagaba en el viento.
Ya ante la puerta del supermercado, se colocó en el lugar que le correspondía en una pequeña fila que valientes como él formaban para poder acceder a las compras.
Un muchacho empleado de la tienda iba dando paso. Según salía con la compra un cliente, otro pasaba dentro.
Guantes de “los de la fruta” en las manos, obligatorio el invento y gel hidroalcohólico al tiempo, antes de coger el carro de transporte en el evento.
Llegó su turno y ya frente a los estantes de alimentos fue cargando y cargando, acumulando y acumulando…
Tras el tiempo de pasar caja y pagar el aprovisionamiento, volvió despacio a su casa porque no pudo corriendo. Se le partían los brazos con tan excesivo peso.
Y ya en su hogar con puerta cerrada, suspiró profundo y lento. Contento sacó la cafetera del armario para saborear muy dispuesto el gusto y aroma de su brebaje preferido, un café cargado e intenso.
¡Más que olvido el suyo, no, no puede ser cierto!…¡entre las viandas no está, no se encuentra el oro negro!.
Y se tomó un vaso de agua como si quisiera lavar el miedo, ese temor que nos priva de pensar, sentir y hacer todo lo que más queremos.















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