Elena llegó a casa
totalmente reventada después de una mañana de trabajo intenso en el
centro comercial. Se quitó los zapatos, los tiró de cualquier
manera en una esquina del salón y después fue ella misma la que se
tiró en el sofá. Estaba tan cansada que no tenía ganas ni de
comer, ni de pensar, ni de nada. Cogió el mando y encendió la tele
por inercia, luego cerró los ojos e intentando poner la mente en
blanco se quedó dormida.
Despertó casi tres horas más
tardé. Fuera ya casi había oscurecido y en la tele echaban una de
esas tediosas películas de
sábado por la tarde. En la pantalla una muchacha ponía una cafetera
al fuego e inmediatamente después sonaba el timbre. La chica abría
la puerta y se encontraba frente a ella al amor de su vida con una
ramo de rosas. Abrazos, besos, te quieros y demás arrumacos, fin de
la película, a saber cuál habría sido el argumento, seguramente
igual de empalagoso que el final.
Mientras miraba los títulos
de crédito Elena se acordó de Javier y de su amor difícil. Quién
le mandaría a ella enamorarse de un tío que vivía a 500 kilómetros
de distancia, con pareja, un cobarde que decía que la quería pero
que no podía romper con su vida por esto, por lo otro y por lo de
más allá; un egoísta que no era capaz de amarla incondicionalmente
pero que tampoco quería dejarla marchar. Y lo peor es que ella
tampoco se quería ir. Estaba demasiado enamorada. Ojalá tuviera
fuerzas para mandarlo a la mierda, lo haría sin dudar un instante,
pero no las tenía y no era capaz de imaginarse la vida sin él, a
pesar de la distancia y de lo poco que se podían ver. Sufría con la
situación, pero sabía que sufriría mucho más si lo dejaba ir,
también sabía que se estaba comportando como una perfecta estúpida
pero qué le iba a hacer. Tal vez algún día cambiaran las cosas.
Mientras lo llevaba como podía, a veces con resignación, a veces
incluso con alegría, otras, las más, llorando por las esquinas.
Se levantó pesadamente y se
dirigió a la cocina espantando de su mente aquellos pensamientos. Se
preparó un sandwich y mientras lo mordisqueaba puso la cafetera en
la vitro. Entonces sonó el timbre. El corazón le dio un vuelco. ¿Y
sí se repetía la escena de la película? Durante los escasos
segundos que duró el trayecto por el pasillo, una ilusión absurda
hizo que se sintiera absurdamente feliz, pensando que al otro lado
de la puerta podía estar Javier, aunque fuera sin ramo de flores.
Pero era el vecino del segundo, que la venía a avisar de que se
había dejado una ventanilla del coche abierta. Adiós ilusión
tonta. Si es que en esta vida nada es como en las películas
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