Mi casa - Marian Muñoz


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 Recuerdo una sensación extraña.
Me sentía sólo pero sin pena, era consciente de estar vigilado por astronautas, con aquellos trajes blancos dejando ver solamente los ojos, sí apreciaba sonidos, pero mi cuerpo estaba tan paralizado, que ni siquiera la mente descifraba palabras.
-Buenos días Manu, ¿cómo está hoy? No se preocupe todo va a salir bien, estamos en el buen camino.
No les creía, cada vez me costaba más respirar, mis pulmones achicaban y dolían, mis venas irritadas de tanta medicación introducida por la vía, pensaba que mi tiempo se estaba acabando, mi cuerpo terrenal estaba fallando, y tranquilamente sin pensarlo me dejé llevar. Ya estaba, se acabó no quiero seguir así, sólo quiero respirar tranquilo e irme tal y como vine al mundo, sin ser consciente de dolor alguno.
Empecé a pensar quien me estaría esperando en la luz al final del túnel, estaría el abuelo Nicolás subiéndome a sus rodillas y cantándome aquello de “Chiquilín Chiquilín, se quería casar, y quería vivir, en el fondo del mar…..”, o tal vez Tatayo, el vecino de al lado con unos ojos tan grandes que parecían el mar, contándome historias de piratas y bucaneros de cuando había surcado los mares del sur en un barco ballenero. Qué extraño era todo, sólo recordaba personajes de mi infancia, mis abuelos, mi prima Tere y el burro de Monchín, quien no paraba de hacer trastadas y siempre terminaba con heridas aparatosas o piernas rotas al caerse de los árboles tras robar fruta. Pero no olvidaba esa sensación de casa, ese calor bajo las mantas en invierno, ese olor a bizcocho en la cocina cada vez que volvía del cole, aquellos sábados que nos bañaban en el polibán al lado de un plato metálico lleno de alcohol y que mamá prendía para calentar el baño. Quería volver a casa, sentía frío y necesitaba volver al calor del hogar.
Repentinamente se hizo la luz, era mucha y molestaba, al abrir los ojos me dolían hasta las pestañas, pero la curiosidad me incitaba a hacerlo. Los abrí y mi memoria me hizo reconocer lo que veía, de nuevo los astronautas moviéndose a mi alrededor, esta vez el dolor era más leve, mi respiración más pausada, no podía moverme, mis músculos no respondían pero lo noté, noté ese calor, ¿estaba en casa?, esa no podía ser mi casa ¡no!, con mucho esfuerzo miré de donde procedía y me agradó, un astronauta me sostenía mi mano, a través de sus guantes de plástico me reconfortaba transmitiendo su calor, le miré a los ojos que tras todo aquel plástico sonreían y justo en ese instante me animé.
-Todo va a ir bien Manu, ahora descansa que mañana será otro día.
Y dormí, descansé soñando con casa, con ese hogar placentero con aromas de vainilla, lavanda y el aceite que en tinajas guardaba ricos productos de matanza. La abuela con su mandil de flores y su peineta de carey sujetando un pequeño moño, las manos ásperas del abuelo y la sonrisa de Tatayo cada vez que me acercaba para ayudarle a ordeñar las ovejas o coger huevos del gallinero. Aquellos aromas de niñez me envolvían y acunaban, deseando dejar de ver astronautas y sentir el calor mañanero del sol mientras cavaba la huerta.
Fue un sueño recurrente en los siguientes días, prefería dormir a tener que pelear por un ligero movimiento de mis manos o mis pies, el dolor del cuello cada vez que me giraba para ver quien entraba en aquel habitáculo o la debilidad notada al intentar hablar. Poco a poco empecé a entender lo que me decían a través de sus trajes. Poco a poco empecé a moverme con más facilidad, a sentir mi espalda dolorida, a tener ganas de levantarme. Aprendí a entender sus miradas incluso cuando sonreían, me hice un experto mimo surgiendo no sé de donde mi espíritu payaso y comencé a reír, a hablar, a moverme a voluntad. Poco a poco volví a ser persona, empezaron a desenchufarme aparatos, pero lo realmente difícil fue sostenerme en pie e ir al baño. Esas fueron las batallas más duras luchadas por mí y por mis queridos astronautas, pero no sé cómo, ganamos la guerra al coronavirus, llegando el día que me daban el alta para seguir peleando por mi cuenta pero en casa.
Sentado en una silla de ruedas me despedí con lágrimas en los ojos, aquel había sido mi mundo durante muchos días y ahora, por fin, regresaba al deseado calor del hogar. En cuanto la vi la añoré, Anita mi esposa estaba esperándome, ¡como la había podido olvidar! Ella era mi mundo, mi amor, mi refugio y por supuesto mi casa, donde acogerme y mostrar mi fortaleza, mi felicidad, ella era el hogar que me esperaba y al que anhelaba llegar. La encontraba cansada, un poquito descuidada para lo habitual en ella, pero su sonrisa y su mirada lo decían todo.
-¡Vámonos a casa Manu! Ya está bien de molestar a esta gente tan amable.
-Sí vámonos a casa cariño, lo estoy deseando desde hace mucho, uno de estos días tienes que traerles uno de esos bizcochos tan ricos que cocinas, son unos astronautas maravillosos, espero tardar en volver a veros.









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