Recuerdo
una sensación extraña.
Me
sentía sólo pero sin pena, era consciente de estar vigilado por
astronautas, con aquellos trajes blancos dejando ver solamente los
ojos, sí apreciaba sonidos, pero mi cuerpo estaba tan paralizado,
que ni siquiera la mente descifraba palabras.
-Buenos
días Manu, ¿cómo está hoy? No se preocupe todo va a salir bien,
estamos en el buen camino.
No
les creía, cada vez me costaba más respirar, mis pulmones achicaban
y dolían, mis venas irritadas de tanta medicación introducida por
la vía, pensaba que mi tiempo se estaba acabando, mi cuerpo terrenal
estaba fallando, y tranquilamente sin pensarlo me dejé llevar. Ya
estaba, se acabó no quiero seguir así, sólo quiero respirar
tranquilo e irme tal y como vine al mundo, sin ser consciente de
dolor alguno.
Empecé
a pensar quien me estaría esperando en la luz al final del túnel,
estaría el abuelo Nicolás subiéndome a sus rodillas y cantándome
aquello de “Chiquilín Chiquilín, se quería casar, y quería
vivir, en el fondo del mar…..”, o tal vez Tatayo, el vecino de al
lado con unos ojos tan grandes que parecían el mar, contándome
historias de piratas y bucaneros de cuando había surcado los mares
del sur en un barco ballenero. Qué extraño era todo, sólo
recordaba personajes de mi infancia, mis abuelos, mi prima Tere y el
burro de Monchín, quien no paraba de hacer trastadas y siempre
terminaba con heridas aparatosas o piernas rotas al caerse de los
árboles tras robar fruta. Pero no olvidaba esa sensación de casa,
ese calor bajo las mantas en invierno, ese olor a bizcocho en la
cocina cada vez que volvía del cole, aquellos sábados que nos
bañaban en el polibán al lado de un plato metálico lleno de
alcohol y que mamá prendía para calentar el baño. Quería volver
a casa, sentía frío y necesitaba volver al calor del hogar.
Repentinamente
se hizo la luz, era mucha y molestaba, al abrir los ojos me dolían
hasta las pestañas, pero la curiosidad me incitaba a hacerlo. Los
abrí y mi memoria me hizo reconocer lo que veía, de nuevo los
astronautas moviéndose a mi alrededor, esta vez el dolor era más
leve, mi respiración más pausada, no podía moverme, mis músculos
no respondían pero lo noté, noté ese calor, ¿estaba en casa?, esa
no podía ser mi casa ¡no!, con mucho esfuerzo miré de donde
procedía y me agradó, un astronauta me sostenía mi mano, a través
de sus guantes de plástico me reconfortaba transmitiendo su calor,
le miré a los ojos que tras todo aquel plástico sonreían y justo
en ese instante me animé.
-Todo
va a ir bien Manu, ahora descansa que mañana será otro día.
Y
dormí, descansé soñando con casa, con ese hogar placentero con
aromas de vainilla, lavanda y el aceite que en tinajas guardaba ricos
productos de matanza. La abuela con su mandil de flores y su
peineta de carey sujetando un pequeño moño, las manos ásperas del
abuelo y la sonrisa de Tatayo cada vez que me acercaba para ayudarle
a ordeñar las ovejas o coger huevos del gallinero. Aquellos aromas
de niñez me envolvían y acunaban, deseando dejar de ver astronautas
y sentir el calor mañanero del sol mientras cavaba la huerta.
Fue
un sueño recurrente en los siguientes días, prefería dormir a
tener que pelear por un ligero movimiento de mis manos o mis pies, el
dolor del cuello cada vez que me giraba para ver quien entraba en
aquel habitáculo o la debilidad notada al intentar hablar. Poco a
poco empecé a entender lo que me decían a través de sus trajes.
Poco a poco empecé a moverme con más facilidad, a sentir mi espalda
dolorida, a tener ganas de levantarme. Aprendí a entender sus
miradas incluso cuando sonreían, me hice un experto mimo surgiendo
no sé de donde mi espíritu payaso y comencé a reír, a hablar, a
moverme a voluntad. Poco a poco volví a ser persona, empezaron a
desenchufarme aparatos, pero lo realmente difícil fue sostenerme en
pie e ir al baño. Esas fueron las batallas más duras luchadas por
mí y por mis queridos astronautas, pero no sé cómo, ganamos la
guerra al coronavirus, llegando el día que me daban el alta para
seguir peleando por mi cuenta pero en casa.
Sentado
en una silla de ruedas me despedí con lágrimas en los ojos, aquel
había sido mi mundo durante muchos días y ahora, por fin, regresaba
al deseado calor del hogar. En cuanto la vi la añoré, Anita mi
esposa estaba esperándome, ¡como la había podido olvidar! Ella era
mi mundo, mi amor, mi refugio y por supuesto mi casa, donde acogerme
y mostrar mi fortaleza, mi felicidad, ella era el hogar que me
esperaba y al que anhelaba llegar. La encontraba cansada, un poquito
descuidada para lo habitual en ella, pero su sonrisa y su mirada lo
decían todo.
-¡Vámonos
a casa Manu! Ya está bien de molestar a esta gente tan amable.
-Sí
vámonos a casa cariño, lo estoy deseando desde hace mucho, uno de
estos días tienes que traerles uno de esos bizcochos tan ricos que
cocinas, son unos astronautas maravillosos, espero tardar en volver a
veros.
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