Es
curioso, a lo largo de mi vida he estado habitando diversas casas y
ninguna ha sido capaz de dejarme huella salvo la que compartí con él
sin compartirla. Supongo que en ese detalle contradictorio reside el
matiz.
Era
un piso pequeño, impersonal, cuidado pero viejo, ubicado en un
paraje tranquilo, provisto de una pequeña terraza desde la cual se
podía contemplar una hermosa vista del valle. Más allá, a lo
lejos, la ciudad.
La
vida nos puso en bandeja la posibilidad de vivir nuestro amor
clandestino en aquella vivienda que se convirtió en nuestro nido de
amor en el más sentido estricto de la palabra, aunque la expresión
sea ridícula. Una vez al mes hacía mi maleta, abandonada la
realidad y me introducía en un sueño, en el sueño de un
amor que nunca se verá colmado, allí en aquel piso viejo que poco a
poco fue adquiriendo otro aire con sus grandes y mis pequeñas
aportaciones.
Dos
años, duró dos años y el sueño terminó. Él se fue y yo no
volví. El amor sigue ahí flotando en el aire, molestando como un
niño inquieto, indeciso, culpable, pero ya no hay casa donde pueda
materializarse en la calidez de un abrazo, en la pasión de un beso,
en los gemidos perdidos del deseo.
Parte
de mi esencia quedó enganchada en los rincones de aquel piso, en los
pliegues de las cortinas blancas de la salita, en las bayetas
amarillas, en el hule violeta que cubría la mesa de la cocina, en
los cuadros que presidían la cabecera de la cama. Parte de mi
felicidad se quedó allí y no podré recuperarla jamás.
Dice
la letra de una canción que al lugar dónde has sido feliz no debes
intentar volver. Nunca entendí el sentido de tal afirmación. Yo
volvería. Volvería a ese piso a recuperar mis trocitos de
felicidad, tal vez así podría reinventarla y volver a sentir dicha,
lejos de aquella casa y, por supuesto, lejos de él.
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