Pensaba que, por fin, mi suerte había cambiado, que mi vida había dejado de ser complicada. Que la flauta había sonado. Y afinada. Y no por casualidad.
Que lo de encontrarme el millón de euros escondido en las dunas de la playa era una señal. Bueno, lo del cadáver era otra señal. Más clara. Más olorosa también. Pero eso lo dejé como estaba. Entre moscas y otros bichos, que se estaban dando un festín de muerte.
Fui cuidadoso y me llevé el dinero, dejando al fulano descansar en paz.
Ya avisaría a la policía cuando tuviera las manos libres.
Que sí, que ya, que en momentos así la ética y la moral se deshacían como un azucarillo en el café. Que el dinero era obviamente procedente del contrabando. De tabaco, de los bolsos de piel, de las camisetas de marca, de la droga o del champán peruano. O vete a saber. Pero ahí estaba, delante de mí; como quien se encuentra un euro en la acera y lo recoge y se queda más pancho que ancho. Pues igual, pero en billetes. Montones de ellos. Los paseos para hacer ejercicio al aire daban su fruto.
La Lotería de Navidad se adelantaba este año. Para todos en mi familia.
Guardé los fajos de billetes en la caja de herramientas del coche. Y arranqué, pensando en qué podría comprarles a mis niños y a mi mujer estos Reyes.
Era complicado. La niña ya sospechaba.
‘Que cómo iban a venir si el virus lo infectaba todo.’
‘Que si nosotros no vamos a casa de la abuela, que ya es mayor. Pues ellos tres lo son más.’
Y su hermano, aún pequeño pero muy vivo para estas cosas, se unía a la fiesta de ‘pregunta a tu padre, que él ya saldrá por peteneras’.
‘Es que a lo mejor les presta Papá Noel un reno a cada uno. Y como los renos vuelan, pues vienen más rápido que el bicho ¿A que sí?’
El horno no estaba para bollos y mi cerebro parecía el de Homer Simpson intentando solucionar algún problema de manera coherente. Cosa imposible.
Y nadie me podía echar un cable. Mi mujer, más ducha en estos temas, tenía doble turno en el estudio de arquitectura en el que trabajaba. Por fin la habían llamado. Después de aquella crisis económica horrorosa dijo que se dedicaría a criar a los niños. Y ambos estuvimos de acuerdo. Con mi sueldo en la gestoría familiar íbamos tirando.
Después, crecieron. Y a ella la casa se le quedó pequeña. Y con unos pocos ahorros, montó un estudio de decoración e interiorismo con una colega. Y hacían sus cositas y sus encargos aquí y allá. Les iba bien. Tenían una cartera de clientes ricos, superricos, de esos que tienen tanto que lo gastan sin medida.
Por entonces se pusieron de moda las decoraciones de animales en las paredes. Fuera papel pintado, bienvenidas extravagancias varias. Así que ellas metieron cabeza. Nunca mejor dicho. De caballos de colorido algodón ecológico. De elefantes de boatiné, de todos los tamaños, con la trompa hacia arriba, por supuesto, ornitorrincos de plexiglás, búhos de ojos enormes de cristales de Swarovski… En fin, decoración animalista y nada minimalista para gente de muchos posibles.
Que, de pronto, con la pandemia se esfumó.
Y mi mujer volvió a casa. A hacer de madre, a explicarles a nuestros hijos lo complicada que era la vida en estos tiempos. Que lo de compartir con sus amigos y jugar con otros niños era algo que ya no podía ser. Que ahora había otras normas. Que sus preguntas no podríamos responderlas ni nosotros.
Ellos lo entendieron. O eso creí yo. En ese momento más atento a los vaivenes de la gestoría que a responder por qué, por qué, por qué…
Pero en cuanto ella pudo retomó su carrera en un estudio de arquitectura que empezaba. Nada extraño; reformas de hogares para hacerlos más hogareños en estos tiempos.
Como lo del teletrabajo no iba con ella me tocó a mí la china doble. La de trabajar en casa manteniendo a flote la gestoría y la de lidiar con el grave problema de la curiosidad infantil de mis hijos. Que parecía no tener límites. Mi cerebro, como el de Homer, se reducía cada vez más.
Y aquí estoy, dándome un respiro playero ante tantas preguntas sin respuesta conocida, posible o medianamente aceptable por esas pequeñas mentes incansables y malévolas.
Conduciendo de vuelta camino de casa. Con un millón de euros en el maletero.
Pensando en que la vida sigue siendo complicada y en cómo explicárselo a mi mujer. Y sobre todo en cómo decirles a mis niños que, al final, los Reyes Magos, como Magos que son, pudieron con el bicho. Y sus regalos aparecieron un año más alrededor del árbol. Que aún no hemos plantado en el salón. Pero que habrá que ponerse a ello. Qué pereza me da lo de sacar cajas del altillo y desenredar cables con lucecitas…
Quizá si diera la vuelta y devolviera el dinero, dejarlo al lado del muerto, entre las dunas, no tendría que dar tantas explicaciones.
Uy… Una patrulla de la Guardia Civil… Y van en dirección a la playa…
Bueno, ya pensaré algo camino de casa.
Qué complicada es la vida cuando tienes cuatro duros.
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