Orco era un perro bastante feo. La vida
no se había portado bien con él y cuando lo encontramos ya le
faltaba un buen trozo de la oreja derecha. Por su parte, la genética
tampoco había sido generosa. Su cabeza era desproporcionadamente
grande en relación con su cuerpo, y su pelo tenía varios tonos de
marrón mezclados, que hacía que pareciese que siempre estaba sucio.
Tenía mirada de buena persona, o de buen
perro, si eso es posible. Aunque no era fácil fijarse. Cuando
alguien veía a Orco por primera vez quedaba impresionado por su gran
tamaño y por su fealdad.
Nosotros éramos siete, todos vecinos del
mismo bloque, y durante aquel verano gastamos todo el dinero que
pudimos conseguir en comprarle comida a nuestro perro.
Le preparamos una cama en la carbonera y
él nos esperaba allí, pacientemente, hasta que ya nos dejaban salir
de casa para pasar prácticamente todo el día en la calle. Nos
seguía todas partes, participaba en nuestros juegos, y estoy seguro
de que, si hubiera habido necesidad, se habría peleado con
cualquiera por defendernos.
Orco nos adoraba y nosotros a él.
Pero las vacaciones se iban acabando, el
sol ya no era un anillo luminoso que nos miraba desde el cielo, y la
amenaza de la vuelta al colegio y a los deberes se olía en nuestras
casas.
Así que después de muchas
deliberaciones y de varias votaciones, un día nos presentamos con
Orco en el almacén de cementos, porque habíamos oído que allí
siempre tenían perros guardianes.
Y le aceptaron. Le dejamos allí, después
de muchos abrazos, de muchas lágrimas y de muchas promesas de ir a
verle todos los sábados.
No lo hicimos, por supuesto.
Ha sido ahora, al comprarle un perrito a
mis hijos, cuando he recordado a Orco y el estupendo verano que
pasamos con él.
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