El gel se había atascadado, así
que quité el tapón. Me eché un buen chorro en las manos y quedé
paralizada. Algo se movía entre el viscoso elemento. Asustada, puse
las manos bajo el agua, pero con los nervios acabé resbalando en la
ducha. Quedé encajada entre la pared y la mampara, en una postura
que prefiero no describir. Mis manos jabonosas patinaban y no
conseguía levantarme, mientras algo pequeño e inquieto viajaba por
mi espalda. Quería gritar, pero el miedo paralizó mi garganta. ¿Qué
era aquello? ¿qué estaba pasando? Había oído que a veces salían
cosas raras en los más variados productos y temí que fuera una
araña, porque las odio y ellas me odian a mí. La última con la que
luché, aunque acabó bajo la suela de mi zapatilla, me produjo una
reacción alérgica que no quiero recordar. Cuando conseguí
incorporarme, pasé el agua por mi espalda de manera frenética, para
deshacerme de no sabía qué. Y fue cuando lo ví. Un camarón,
pequeño y rojo, deslizándose por el plato de la ducha. Creí que
estaba alucinando. ¿Cómo había sobrevivido ese pequeño bicho
dentro de un frasco de gel? ¿Cómo había sobrevivido a mi intensa
ducha sin acabar siendo tragado por el sumidero? Lo miré y me dio
pena. Era un superviviente, como yo. Lo cogí con delicadeza, salí
de la ducha y lo metí en un tarro de cristal. Después miré en
google qué comen los camarones. Y desde entonces sigue conmigo, en
el tarro de cristal, sobre la mesa del ordenador, sirviéndome de
inspiración, pues me hizo comprender que es verdad eso que dicen: la
realidad siempre supera a la ficción.
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