Sería imposible saber cuántas tortillas
he hecho desde entonces, pero no ha disminuido ni un grado mi
nerviosismo en el terrorífico momento de darle la vuelta, cuando mi
mano está tan cerca del calor del fogón y corriendo además el
peligro de quemarme si se derrama el huevo aún líquido e hirviendo.
Esa noche había hecho tortilla de patata
para la cena, como cada martes de los últimos diecinueve años.
Pensé que me retrasaría, porque el
fluorescente de la cocina había empezado a parpadear y perdí más
de diez minutos en poner en uno nuevo. Pero no fue así, acababa de
poner la mesa cuando llegó mi marido del trabajo.
Nos sentamos a cenar y él se sirvió un
trozo generoso; lo aplastó con el tenedor, hasta convertirla en algo
parecido a papilla y luego lo regó con kétchup. Con mucho kétchup.
Yo llevaba viéndole hacerlo diecinueve
años, pero ese día no pude más. Me levanté de la mesa
tranquilamente, cogí la sartén que aún estaba sobre la cocina, y
con todas mis fuerzas le golpeé en la parte de atrás de la cabeza.
Su cara cayó sobre el plato, se hundió
en él, y le di otro golpe más.
El suelo de la cocina se llenó de
salpicaduras de kétchup y de gotas de aceite que aún había en la
sartén. Por eso nada más llamar a la policía me puse a fregar,
para que nadie resbalara.
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