Hacer prácticas en aquel restaurante era un sueño para cualquiera con ambiciones de convertirse en un buen cocinero. Trabajar con el famoso chef, un auténtico genio con una intuición y una exquisitez extraordinarias para combinar ingredientes, consiguiendo siempre unos resultados espléndidos.
No era de extrañar que hubiera una lista
de espera de meses para conseguir una mesa.
Su carácter también era el clásico de
un genio; perfeccionista rayando casi en lo absurdo, hacía que todo
el personal de cocina viviese en un estado de nervios permanente.
Sólo había una persona que gritara más
alto que el chef, y ese era el camarero que traía las comandas: “Una
ensalada thai con mango para compartir y dos de empanadas de camarón.
Oído cocina?”. Y pobre de él si no las cantaba de la manera que
el chef opinaba que era la correcta.
Yo vivía breves momentos de felicidad,
cuando la chica que recogía la sala se paraba a mi lado para dejar
los platos sucios. Siempre, aunque su frente brillara con gotas de
sudor, olía a violetas, no llegué a saber si era su perfume o su
gel de ducha.
Mi último día, el día que me largué,
no sé con quién se enfadó el chef. Yo trabajaba de espaldas a la
cocina, frente al fregadero. Cinco años de escuela de hostelería
para lavar platos diez horas al día y, por tanto, no aprender nada
de cómo ideaba mi ídolo sus creaciones.
Aquel día no le bastaron las palabras.
Arrojó al suelo varias ollas de cobre, con gran estruendo, y luego
se acercó a donde yo estaba, y empezó a coger platos y a lanzarlos.
Pero no platos de la pila que había a mi
izquierda, sino platos limpios del escurridor, recién lavados.
Fue demasiado para mí.
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