¿Les
cuento un secreto? Odio a mi vecino de puerta. Es un vago, y creo que
no se lava los dientes desde que hizo la Primera Comunión. Y, para
colmo, es un cotilla de primera. Se pasa la vida en el portal,
husmeando los buzones del resto, como si fuera un inspector de
correos. No sé qué pretende. Si es que está aburrido y así se
entretiene y hace ejercicio, o es que espera una carta urgente que
nunca llega.
Cuando
abro la puerta de mi casa para salir, casualmente ahí está él.
Cuando subo en el ascensor, él entra también. Yo me hago la ocupada
rebuscando dentro de mi bolso, toqueteando el móvil, como si lleyara
un mensaje súper importante. Y él, nada, no se da por aludido. Me
mira sonriente, esperando a que yo inicie algún tipo de charla
amigable. Pero ese pelo grasiento, esos ojos saltones, esa bata
roída... brrr, es superior a mí.
Lo
curioso es que ningún otro vecino parece sufrir la incomodidad de la
compañía de este personaje. Qué suerte tengo. Cada vez que me mudo
o cambio de trabajo, todos los raros me tocan a mí. Debo tener algún
tipo de olor que les atrae de modo fatal, para mi desgracia. Vaya
usted a saber.
Hace
un rato le he oído bajar en el ascensor. Cuando he ido a mirar si me
habían dejado correo, he encontrado un anillo en mi buzón. Me dan
escalofríos lo que pueda estar maquinando esa cabeza. Creo que me
voy a tener que mudar de nuevo.
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