Me
dieron un uniforme con un agujero de bala a la altura del pecho. Supe
que su anterior propietario estaba muerto. Durante toda la guerra
cargué con el peso de ese otro cuerpo que ya no existía. Los
latidos de mi corazón escapaban por el agujero siniestro. Mi mente
se unió a la suya. A cada instante pensaba en qué habría hecho él
en ese momento. ¿Sería valiente? ¿De los valientes que arriesgan
su vida? ¿O quizá cobarde? De los cobardes que se quedan atrás y
se encuentran de repente con un enemigo oculto o con una bala
perdida. Nunca lo sabría, pero en los momentos más duros, cuando el
agotamiento físico y mental me habían reducido a un ser con ansias
de comida intentando mantenerse con vida, hablaba con él. No sabía
su nombre, pero reconocía su olor, su silueta, su consistencia.
Sentía su cuerpo en mi cuerpo, mis brazos y sus brazos unidos
sostenían el fusil, mi estómago y su estómago recibían con
alegría una sopa aguada donde flotaban pedazos inciertos de carne.
Mis piernas y sus piernas corrían fusionadas. Y cuando roto por
dentro y por fuera encontraba unos momentos de descanso inquieto
hablábamos de nuestros sueños antiguos sin esperanza de futuro. La
guerra acabó y yo sobreviví. Nunca me lo perdoné. Él estaba
muerto y yo vivo llevando el mismo uniforme, soportando las mismas
calamidades. ¿Qué me hacía a mí diferente? Nada, concluí. Éramos
dos en uno. Uno muerto, otro vivo. ¿Qué sentido tenía todo
aquello? Al regresar a casa de mis padres vi el pánico reflejado en
sus ojos. Mi madre se derrumbó en el suelo y mi padre se agachó
para abrazarla. ¿Por qué lloraban con ese desconsuelo? Intenté
acercarme a ellos pero alguna fuerza oculta me lo impedía. ¿Qué
estaba pasando? Me sorprendí al ver mi uniforme en los brazos de mi
madre que, como si estuviera fuera del mundo, pasaba su dedo amoroso
y tembloroso por el agujero que había hecho una maldita bala.
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