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En este blog encontrarás los relatos escritos por los participantes del taller de escritura "Entre Lecturas y Café", así como la información de las actividades del club de lectura del mismo nombre.

Le habían concedido el
traslado, en tres meses diría adiós a la ciudad, a los compañeros y a los
ignorantes profesores de la escuela de arte.
Tres años matriculándose, tres años acudiendo a todas sus clases, sus
prácticas, sus insoportables rutinas de técnicas, todo ese sufrimiento para que
finalmente dijeran que no valía, que lo dejara y se arrimara a otra disciplina
artística porque la pintura no era lo suyo.
Se enfadó, al terminar el
curso se llevó un cabreo monumental, que sabrían estos pardillos de ciudad de
tres al cuarto, iba a demostrarles su valía, su arte, su creatividad, pero no
en su escuela, no, sino en una más grande.
Madrid la había seleccionado
entre un millón de solicitudes, a ella nada menos, allí demostraría su valía,
nada de tecnicismos clasistas, paisajistas o escuelas trasnochadas, ella quería
abstracto, puro y duro, sin que el cuadro contase nada, sino que simplemente
estuviera y llenara ausencias. Ese era
su arte incomprendido en aquella ciudad de provincias.
Empezó a preparar la mudanza
de sus pertenencias, tenía pocas cosas valiosas, sus libros lo que más;
Kandinsky, Mondrian, Klint y Rothko su favorito. Iba a comprar cajas de cartón, pero recordó
que camino del trabajo solía haber para reciclar delante de un comercio. Casualidad que al día siguiente las tenía,
cogió todas las que pudo llevarse y tras comprar cinta de embalar se puso a
guardar sus pertenencias en ellas. Las
almacenó en su habitación/estudio para que no le incordiaran en el día a día,
las que sobraron las tenía también preparadas para los enseres de la cocina y
el dormitorio. Satisfecha por ello, no
quiso ver más un caballete hasta llegar a Madrid, no quería que su malestar por
el rechazo influyera en su arte.
Dos meses más tarde, ya
instalada en la capital y un día antes de comenzar las clases en su nueva
escuela, comenzó a desembalar sus pinceles, pinturas y elementos de trabajo
para tenerlo todo a punto, quería empezar con buen pie y dar una primera buena
impresión. En el trabajo se sintió algo
indispuesta, mareada más bien, con una sensación extraña, pidió permiso para
salir antes e ir descansada a las clases vespertinas. Cuando llegó aún se encontraba rara, con la
cabeza dándole vueltas, les pidieron dibujar lo que quisieran, y con una
rapidez de vértigo lo realizó, el profesor quedó prendado de su estética y
color, pasándole al grupo A, el de los alumnos aventajados. Cuando ya estuvo algo más despejada de mente
lo celebró con una estupenda cena en un restaurante cercano, era su primer
triunfo y únicamente fue un boceto.
Durante dos semanas su
malestar le impidió trabajar correctamente, sus compañeros empezaron a quejarse
al superior y éste la mandó al médico de empresa. Mientras tanto las tardes eran prolíficas,
sus dibujos gustaban, no cortaban alas a su creatividad y eso la
satisfacía. Estaban preparando una
exposición para Navidad escogiendo tres de sus trabajos, si bien apenas se
relacionaba con el resto de estudiantes, notaba cierta animadversión hacia
ella, pura envidia se decía así misma.
Finalmente llegaron los
resultados del reconocimiento médico de la empresa, en letra bien grande y
negrita venía la recomendación de dejar de consumir estupefacientes, por lo
demás su analítica era correcta.
Alucinada por ese aviso que no entendía, ella no consumía, estaba en
contra de las drogas y el alcohol además del tabaco, como era posible que le
pusieran esa referencia. Solicitó cita
nuevamente con el doctor quien le informó dar positivo en cocaína, imposible dijo
ella, nunca me he drogado y ahora menos. El médico la creyó e intentó descubrir
como podía ser. Preguntó por la comida,
por los locales a donde iba, por la ropa, si en clase alguien fumaba o llevaba
algún tipo de comida.
Ante tanta pregunta se le
encendió una luz, le preguntó si la caja de una floristería podría transmitir
droga por el aire. El galeno lo vio
claro, ella contó que en su estudio aún tenía abiertas cajas que cogió de un
comercio de flores, quizás en su día transportaron droga como algo normal y al
ser su casa un recinto pequeño la estuviera esnifando sin saberlo.
Ambos acudieron a la comisaría
a poner una denuncia, un policía acudió a su piso a tomar muestras de las cajas
que efectivamente dieron positivo en cocaína.
Asustada empezó a vaciarlas e iba a tirarlas cuando reflexionó: “¿si resulta que mi gran capacidad de crear
arte ha sido motivada por ir colocada, que escojo tener un curro monótono para
ganarme la vida o una vida alocada vendiendo cuadros de por vida?” Menudo
dilema tenía en ese momento, era tanto como decidir si ser honesta y aburrida o
alocada y exitosa, tenía que pensárselo bien porque estaba su futuro en juego.
Y sí, como pensáis, pillaron a
la floristería con cocaína, marihuana y cannabis, es posible que alguien más
fuera intoxicado, pero ¿Quién va a sospechar de unas simples cajas?

Todo comenzó con una frase inocente:
—Solo vamos a cambiar los muebles y el suelo de la cocina,
nada más— dijo Ella, con la ingenuidad de quien no ha visto nunca a una
cuadrilla de albañiles levantando nubes de polvo con una radial entre las
manos.
Y cada mañana, desde hacía al
menos tres semanas, -ya no recuerdan ni quieren recordar el momento fatal-,
comenzaba con el rugido de un taladro y el crujido de varios pares de botas
llenas de cemento sobre el descansillo y el pasillo de la casa.
La reforma, que en teoría
parecía una renovación sencilla, se había convertido en un caos interminable de
polvo, ruido y decisiones imposibles.
Él, con su taza de café frío
en la mano, esquivaba cables colgantes y cajas de azulejos apoyadas en las
paredes como si fuera parte de una coreografía.
Trabajar en el comedor, que
ahora era una mezcla entre oficina, almacén de herramientas y zona de paso para
los obreros, se había vuelto una misión tan imposible que ni Tom Cruise hubiera
sido capaz de lograr su objetivo a la primera.
Empezó a odiar el teletrabajo.
Cada videollamada era una ruleta rusa: o se colaba el sonido de una radial o
aparecía un albañil saludando con un “¡Buenos días!” a grito pelado. Lo peor
era cuando se agachaban y una hucha peluda asomaba para jolgorio de los
que aparecían en la otra ventanita de la pantalla del portátil, sentados en un
elegante despacho decorado con pinturas futuristas. Le daban entonces ganas de
desaparecer del mundo.
—Ya que estamos, podríamos…
Ella se vino arriba.
Ahí empezó el segundo capítulo.
El baño principal quedó fuera
de servicio.
Así que la familia y los
albañiles compartían el pequeño aseo del fondo, que ahora tenía más tráfico que
la M-30 en hora punta.
El gato, molesto por los
cambios, se había instalado dentro del armario de las toallas y salía solo para
mirar con desprecio a los intrusos que osaban invadir su reino.
Las discusiones sobre
azulejos, enchufes y tipos de grifería se habían vuelto parte del desayuno.
— ¿Mate o brillante? ¿Uñero o
con tirador? ¿Suelos de imitación cemento gris o vinílico sin juntas?
¿Interruptores modernos o vintage, como esos tan ideales de la casa rural del verano
pasado? -preguntaba Ella, como una ametralladora llena de ideas locas, mientras
cortaba rodajas de aguacate para su tostada integral.
— ¿Qué…?, -respondía Él, con
los auriculares puestos intentando aislarse en algún podcast, sin saber si
hablaban de pintura, muebles, de reuniones de trabajo o de su estado de ánimo.
Hacía varias jornadas que
había guardado el portátil en el canapé de su cama, para prevenir posibles
daños mayores. Que su puesto en la oficina le esperara a la vuelta de la reforma
ya no lo veía nada claro. Sería el polvo que se le acumulaba delante cada mañana.
—Miiiaaaaaauuu - el gato ponía
sobre la mesa sus patas y su punto de vista.
—Mamá, que hoy me voy a la
piscina de Sara y después nos quedamos a dormir en una fiesta de pijamas.
-Sabiendo que no le dirían ni que si ni que no, como adolescente que era, la
Hija colaba sus pequeñas mentiras dentro de aquel desbarajuste familiar.
El caos alcanzó su punto
álgido el día que se rompió la tubería del baño secundario.
Durante horas, el agua brotó
como una fuente de celebraciones por el ascenso de un equipo de futbol a
Primera División. Mientras los obreros gritaban cosas como:
” ¡Cierra la llave de paso!”
“¡Que pasas a dónde? ¡Si esto
tiene dos palmos de agua!”
¡Pepe Gotera era un
profesional y no vosotros! ¡Chapuceros!”
Él, perdida la compostura de
ejecutivo de traje y corbata y apretón formal, se volvió histérico. Y caminaba
pasillo arriba y abajo, teléfono en mano, buscando soluciones inútiles y
voceando al aire:
— ¡Me niego a pagar los
sobrecostes de las facturas!
— ¡Esto no estaba en los
planos!
— ¡No vuelvo a contratar
impresentables en mi casa!
— ¡¿Otra licencia
urbanística?! ¡¿Acaso es esto un dúplex de la Gran Vía?!
— ¡Me mudo a un minipiso!
¡Necesito respirar aire sin polvo de obras!
Ella, con una toalla en la
cabeza y una fregona en las manos, se preguntaba si aquello era una reforma o
la prueba divina de supervivencia de su matrimonio.
La hija adolescente hacía días
que había huido en dirección a la piscina de la que, en esos días, se convirtió
en su mejor amiga.
Y, sin embargo, entre los
martillazos, los chillidos de las radiales y las discusiones sobre si el gris antracita
era demasiado oscuro o si el verde té matcha era
demasiado chic y podría cansar enseguida, surgió una extraña rutina.
Ella aprendió a cocinar platos
fríos como si vivieran en el buffet de un hotel.
Él, pasados los momentos de
histeria, aliviados con media pastillita de lorazepam, se volvió experto
en distinguir marcas comerciales de pintura por el color de secado final.
El gato desarrolló la
habilidad de abrir puertas correderas con la pata. También aprendió a ahuyentar
obreros al primer ‘MIAU’ con tono agresivo.
La Hija había pasado olímpicamente
del tema y se había mudado a la piscina de su amiguísima.
Wi-fi gratis, música a tope a
todas horas, el hermano guaperas de su amiga y los colegas en bañador, una
cocinera que hacía milagros para sus dulzones y poco sanos caprichos culinarios,
un vestidor lleno de ropa de su talla. El Paraíso en la Tierra.
Cuando por fin terminaron —o
al menos eso dijeron los obreros antes de desaparecer como ninjas en una nube
de mezcla de mortero seco—, la casa era otra.
Moderna, luminosa, funcional.
Y, lo más importante, muy silenciosa.
— ¿Y si tiramos la pared del
pasillo? He estado mirando revistas y en los programas de reformas de la tele
parece que el concepto abierto se lleva mucho —dijo Ella, recién desayunada una
mañana, con una chispa peligrosa en los ojos.
En una milésima de segundo,
las pocas neuronas que se habían salvado con la reforma y el café de la taza de
Él, quedaron instantáneamente congelados.


No los puedo dejar tirados. Están sentados en un bordillo, con las bufandas colgando, las camisetas sudadas y los ánimos por los suelos. Son del otro equipo. El autobús se marchó antes de la hora fijada, y ya no hay taxis en la parada. Podría pasar de largo con el coche, celebrar la victoria en silencio. Pero algo en sus caras me detiene. Bajo la ventanilla. “¿Os llevo?”, pregunto. No dudan.
En el camino, hablamos de fútbol, de lo caro que está todo y del madrugón que nos arrastrará durante la mañana del lunes.

A disfrutar de la cerveza, pensó mientras se acomodaba en la terraza de su bar de siempre, justo frente a una obra que llevaba meses de retraso, prometiendo su finalización y una nueva plaza con ambiente relajado.
El camarero le dejó la caña con desgana y ella la recibió como quien abraza una tregua.
A su lado, una pareja discutía sobre cortinas, alguien hablaba a voces por el manos libres y un niño gritaba por un juguete inexistente.
Dio un sorbo y cerró los ojos, saboreando su ciudad, envuelta en el caos de las obras eternas.
