Diez minutos - Esperanza Tirado




Los ojos tristes de la pequeña prisionera se reflejaban en los ojos amarillos de los cocodrilos. Era carne envuelta en celofán, una cría de algún ave, criada para alimento. Soy yo, sin aire, sin alas, colgada de un gancho, me balanceo. Ellos esperan. No me odian. Solo tienen hambre. El zoo abre en diez minutos. Yo ya he terminado mi tiempo.




Todos - Marian Muñoz



Caminaba por el pasillo sin rumbo, un pasillo blanco con puertas blancas y luces blancas, no había ningún detalle en las paredes, caminaba sin saber adónde ir o donde acabar mi paseo.  El silencio era estremecedor, ni un sonido o una voz humana, nada, pero allí estaba, caminando sin rumbo.

De repente me encontré frente a la puerta de un ascensor, se abrió sin darle a ningún botón, accedí a su interior y tal como se abrió se cerró.  No era consciente de si subía o bajaba, o simplemente permanecía en la misma planta, inesperadamente se abrió su puerta y salí hacia un pasillo, quizás el mismo o quizás uno igual que el anterior.

Vagaba sin rumbo, no estaba segura si sentía u oía el arrastrar de mis pantuflas de papel, la suela era tan fina que transmitía el frío de las losas que iba pisando.  Temblaba, quizás por frío quizás por pánico, por más que deambulaba el paisaje no cambiaba, pasillo y puertas blancas todas iguales.  Por fin alcancé una abierta, de su interior emanaba una luz amarillenta transmitiendo calidez, entré por ella buscando a alguien o algo que me hiciera compañía, que me ayudara a comprender donde me encontraba y lo que allí hacía.

Sobresaltada desperté tumbada en una cama, mis pies no sentían frío, mi cuerpo desprendía calor y una cara sonriente se acercó para decirme: Bienvenida, no temas estas en el hospital y te vas a poner bien.  En ese momento comencé a oír pitidos de diferentes tonos y a sentir dolor en mi cuerpo, al menos estaba acompañada y eso me reconfortaba después del viaje por aquel pasillo anodino.

Me dolía la garganta, aun así, haciendo un tremendo esfuerzo y emitiendo un sonido de ultratumba pregunté: ¿Dónde están todos?


Verónica a las seis - Esperanza Tirado




Te reinsertan en unos grandes almacenes. Las luces de neón parpadean como vigilantes cansados, esperando el fin de su turno. Vendes perfumes, pero aún hueles a pólvora. A las seis, entra ella. Abrigada entre pieles, labios rojos, melena rubia a lo Verónica Lake. No te ha olvidado. Tú tampoco. Y para callar su corazón y el tuyo echas mano de un revólver que ya no existe. 

                     

Mudanza - Marian Muñoz






Le habían concedido el traslado, en tres meses diría adiós a la ciudad, a los compañeros y a los ignorantes profesores de la escuela de arte.  Tres años matriculándose, tres años acudiendo a todas sus clases, sus prácticas, sus insoportables rutinas de técnicas, todo ese sufrimiento para que finalmente dijeran que no valía, que lo dejara y se arrimara a otra disciplina artística porque la pintura no era lo suyo.

Se enfadó, al terminar el curso se llevó un cabreo monumental, que sabrían estos pardillos de ciudad de tres al cuarto, iba a demostrarles su valía, su arte, su creatividad, pero no en su escuela, no, sino en una más grande. 

Madrid la había seleccionado entre un millón de solicitudes, a ella nada menos, allí demostraría su valía, nada de tecnicismos clasistas, paisajistas o escuelas trasnochadas, ella quería abstracto, puro y duro, sin que el cuadro contase nada, sino que simplemente estuviera y llenara ausencias.  Ese era su arte incomprendido en aquella ciudad de provincias.

Empezó a preparar la mudanza de sus pertenencias, tenía pocas cosas valiosas, sus libros lo que más; Kandinsky, Mondrian, Klint y Rothko su favorito.  Iba a comprar cajas de cartón, pero recordó que camino del trabajo solía haber para reciclar delante de un comercio.  Casualidad que al día siguiente las tenía, cogió todas las que pudo llevarse y tras comprar cinta de embalar se puso a guardar sus pertenencias en ellas.  Las almacenó en su habitación/estudio para que no le incordiaran en el día a día, las que sobraron las tenía también preparadas para los enseres de la cocina y el dormitorio.  Satisfecha por ello, no quiso ver más un caballete hasta llegar a Madrid, no quería que su malestar por el rechazo influyera en su arte.

Dos meses más tarde, ya instalada en la capital y un día antes de comenzar las clases en su nueva escuela, comenzó a desembalar sus pinceles, pinturas y elementos de trabajo para tenerlo todo a punto, quería empezar con buen pie y dar una primera buena impresión.  En el trabajo se sintió algo indispuesta, mareada más bien, con una sensación extraña, pidió permiso para salir antes e ir descansada a las clases vespertinas.  Cuando llegó aún se encontraba rara, con la cabeza dándole vueltas, les pidieron dibujar lo que quisieran, y con una rapidez de vértigo lo realizó, el profesor quedó prendado de su estética y color, pasándole al grupo A, el de los alumnos aventajados.  Cuando ya estuvo algo más despejada de mente lo celebró con una estupenda cena en un restaurante cercano, era su primer triunfo y únicamente fue un boceto.

Durante dos semanas su malestar le impidió trabajar correctamente, sus compañeros empezaron a quejarse al superior y éste la mandó al médico de empresa.  Mientras tanto las tardes eran prolíficas, sus dibujos gustaban, no cortaban alas a su creatividad y eso la satisfacía.  Estaban preparando una exposición para Navidad escogiendo tres de sus trabajos, si bien apenas se relacionaba con el resto de estudiantes, notaba cierta animadversión hacia ella, pura envidia se decía así misma. 

Finalmente llegaron los resultados del reconocimiento médico de la empresa, en letra bien grande y negrita venía la recomendación de dejar de consumir estupefacientes, por lo demás su analítica era correcta.  Alucinada por ese aviso que no entendía, ella no consumía, estaba en contra de las drogas y el alcohol además del tabaco, como era posible que le pusieran esa referencia.  Solicitó cita nuevamente con el doctor quien le informó dar positivo en cocaína, imposible dijo ella, nunca me he drogado y ahora menos. El médico la creyó e intentó descubrir como podía ser.  Preguntó por la comida, por los locales a donde iba, por la ropa, si en clase alguien fumaba o llevaba algún tipo de comida. 

Ante tanta pregunta se le encendió una luz, le preguntó si la caja de una floristería podría transmitir droga por el aire.  El galeno lo vio claro, ella contó que en su estudio aún tenía abiertas cajas que cogió de un comercio de flores, quizás en su día transportaron droga como algo normal y al ser su casa un recinto pequeño la estuviera esnifando sin saberlo.

Ambos acudieron a la comisaría a poner una denuncia, un policía acudió a su piso a tomar muestras de las cajas que efectivamente dieron positivo en cocaína.  Asustada empezó a vaciarlas e iba a tirarlas cuando reflexionó: “¿si resulta que mi gran capacidad de crear arte ha sido motivada por ir colocada, que escojo tener un curro monótono para ganarme la vida o una vida alocada vendiendo cuadros de por vida?” Menudo dilema tenía en ese momento, era tanto como decidir si ser honesta y aburrida o alocada y exitosa, tenía que pensárselo bien porque estaba su futuro en juego.

Y sí, como pensáis, pillaron a la floristería con cocaína, marihuana y cannabis, es posible que alguien más fuera intoxicado, pero ¿Quién va a sospechar de unas simples cajas?








Crónica de una Reforma casi Eterna - Esperanza Tirado





Todo comenzó con una frase inocente:

—Solo vamos a cambiar los muebles y el suelo de la cocina, nada más— dijo Ella, con la ingenuidad de quien no ha visto nunca a una cuadrilla de albañiles levantando nubes de polvo con una radial entre las manos.

Y cada mañana, desde hacía al menos tres semanas, -ya no recuerdan ni quieren recordar el momento fatal-, comenzaba con el rugido de un taladro y el crujido de varios pares de botas llenas de cemento sobre el descansillo y el pasillo de la casa.

La reforma, que en teoría parecía una renovación sencilla, se había convertido en un caos interminable de polvo, ruido y decisiones imposibles.

Él, con su taza de café frío en la mano, esquivaba cables colgantes y cajas de azulejos apoyadas en las paredes como si fuera parte de una coreografía.

Trabajar en el comedor, que ahora era una mezcla entre oficina, almacén de herramientas y zona de paso para los obreros, se había vuelto una misión tan imposible que ni Tom Cruise hubiera sido capaz de lograr su objetivo a la primera.

Empezó a odiar el teletrabajo. Cada videollamada era una ruleta rusa: o se colaba el sonido de una radial o aparecía un albañil saludando con un “¡Buenos días!” a grito pelado. Lo peor era cuando se agachaban y una hucha peluda asomaba para jolgorio de los que aparecían en la otra ventanita de la pantalla del portátil, sentados en un elegante despacho decorado con pinturas futuristas. Le daban entonces ganas de desaparecer del mundo.

—Ya que estamos, podríamos…

Ella se vino arriba.


Ahí empezó el segundo capítulo.

El baño principal quedó fuera de servicio.

Así que la familia y los albañiles compartían el pequeño aseo del fondo, que ahora tenía más tráfico que la M-30 en hora punta.

El gato, molesto por los cambios, se había instalado dentro del armario de las toallas y salía solo para mirar con desprecio a los intrusos que osaban invadir su reino.

Las discusiones sobre azulejos, enchufes y tipos de grifería se habían vuelto parte del desayuno.

— ¿Mate o brillante? ¿Uñero o con tirador? ¿Suelos de imitación cemento gris o vinílico sin juntas? ¿Interruptores modernos o vintage, como esos tan ideales de la casa rural del verano pasado? -preguntaba Ella, como una ametralladora llena de ideas locas, mientras cortaba rodajas de aguacate para su tostada integral.

— ¿Qué…?, -respondía Él, con los auriculares puestos intentando aislarse en algún podcast, sin saber si hablaban de pintura, muebles, de reuniones de trabajo o de su estado de ánimo.

Hacía varias jornadas que había guardado el portátil en el canapé de su cama, para prevenir posibles daños mayores. Que su puesto en la oficina le esperara a la vuelta de la reforma ya no lo veía nada claro. Sería el polvo que se le acumulaba delante cada mañana.

—Miiiaaaaaauuu - el gato ponía sobre la mesa sus patas y su punto de vista.

—Mamá, que hoy me voy a la piscina de Sara y después nos quedamos a dormir en una fiesta de pijamas. -Sabiendo que no le dirían ni que si ni que no, como adolescente que era, la Hija colaba sus pequeñas mentiras dentro de aquel desbarajuste familiar.

El caos alcanzó su punto álgido el día que se rompió la tubería del baño secundario.

Durante horas, el agua brotó como una fuente de celebraciones por el ascenso de un equipo de futbol a Primera División. Mientras los obreros gritaban cosas como:

” ¡Cierra la llave de paso!”

“¡Que pasas a dónde? ¡Si esto tiene dos palmos de agua!”

¡Pepe Gotera era un profesional y no vosotros! ¡Chapuceros!”

Él, perdida la compostura de ejecutivo de traje y corbata y apretón formal, se volvió histérico. Y caminaba pasillo arriba y abajo, teléfono en mano, buscando soluciones inútiles y voceando al aire:

— ¡Me niego a pagar los sobrecostes de las facturas!

 — ¡Esto no estaba en los planos!

— ¡No vuelvo a contratar impresentables en mi casa!

— ¡¿Otra licencia urbanística?! ¡¿Acaso es esto un dúplex de la Gran Vía?!

— ¡Me mudo a un minipiso! ¡Necesito respirar aire sin polvo de obras!

Ella, con una toalla en la cabeza y una fregona en las manos, se preguntaba si aquello era una reforma o la prueba divina de supervivencia de su matrimonio.

 

La hija adolescente hacía días que había huido en dirección a la piscina de la que, en esos días, se convirtió en su mejor amiga.

Y, sin embargo, entre los martillazos, los chillidos de las radiales y las discusiones sobre si el gris antracita era demasiado oscuro o si el verde té matcha era demasiado chic y podría cansar enseguida, surgió una extraña rutina.

Ella aprendió a cocinar platos fríos como si vivieran en el buffet de un hotel.

Él, pasados los momentos de histeria, aliviados con media pastillita de lorazepam, se volvió experto en distinguir marcas comerciales de pintura por el color de secado final.

El gato desarrolló la habilidad de abrir puertas correderas con la pata. También aprendió a ahuyentar obreros al primer ‘MIAU’ con tono agresivo.


La Hija había pasado olímpicamente del tema y se había mudado a la piscina de su amiguísima.

Wi-fi gratis, música a tope a todas horas, el hermano guaperas de su amiga y los colegas en bañador, una cocinera que hacía milagros para sus dulzones y poco sanos caprichos culinarios, un vestidor lleno de ropa de su talla. El Paraíso en la Tierra.

Cuando por fin terminaron —o al menos eso dijeron los obreros antes de desaparecer como ninjas en una nube de mezcla de mortero seco—, la casa era otra.

Moderna, luminosa, funcional. Y, lo más importante, muy silenciosa.

— ¿Y si tiramos la pared del pasillo? He estado mirando revistas y en los programas de reformas de la tele parece que el concepto abierto se lleva mucho —dijo Ella, recién desayunada una mañana, con una chispa peligrosa en los ojos.

En una milésima de segundo, las pocas neuronas que se habían salvado con la reforma y el café de la taza de Él, quedaron instantáneamente congelados.

 








Quedarse - Esperanza Tirado






No los puedo dejar tirados. Están en el andén, bajo la lluvia, con las mochilas empapadas y los

 ojos llenos de preguntas. La niña aprieta la mano de su padre, que disimula su nerviosismo

 fumando su última cajetilla. El tren silba a lo lejos. Yo tengo billete, ellos no. Podría subir, cruzar

 la frontera, ignorar que he visto su situación desesperada. Pero la mirada de esa niña me

 sigue.
 
Me doy la vuelta, camino hacia ellos, les entrego mi billete. Veo cómo se aleja el tren. 



Tercer tiempo - Esperanza Tirado




No los puedo dejar tirados. Están sentados en un bordillo, con las bufandas colgando, las camisetas sudadas y los ánimos por los suelos. Son del otro equipo. El autobús se marchó antes de la hora fijada, y ya no hay taxis en la parada. Podría pasar de largo con el coche, celebrar la victoria en silencio. Pero algo en sus caras me detiene. Bajo la ventanilla. “¿Os llevo?”, pregunto. No dudan. 

En el camino, hablamos de fútbol, de lo caro que está todo y del madrugón que nos arrastrará durante la mañana del lunes.