Vidas encontradas (capítulo 10) - Relato encadenado




 Esta novela consta de 17 capítulos a los que se añadirán varios finales.
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CAPITULO 10



Richi no se consideraba mala persona. Nunca había dañado a nadie, al menos de forma consciente, y por eso era una persona apreciada en el trabajo, por eso se llevaba tan bien con todos los miembros de su familia, por eso conservaba buenos amigos desde la adolescencia. Y por eso no podía quitarse a Beatriz de la cabeza. No podía dejar que las cosas terminaran entre ellos de esa manera, con unas líneas rabiosas sobre la mesilla de noche. De hecho, ni siquiera estaba seguro de querer que su relación acabara. Entendía perfectamente que ella se sintiera engañada y dolida, y había salido de su piso sin protestar. También entendía que no le devolviera ninguna de las miles de llamadas que le había hecho, pero no podía dejar de intentarlo, no podía dejar que Beatriz pensase que no le importaba, cuando la realidad era que la quería. La quería mucho.
Había enfocado el viaje a Roma como una posibilidad para pensar tranquilamente, lejos de su entorno, de sus padres, que le habían acogido en casa pero le freían a preguntas, y sobre todo de Armando, que estaba empeñado en empujarle fuera de un armario en el que Richi no sabía si realmente había llegado a entrar.
Armando. Su mejor amigo, al que él nunca había visto de otra forma hasta hacía pocas semanas. Armando sabía lo que iba a pasar desde hacía ya tiempo, según le había dicho, pero Richi podía jurar sobre la futura tumba de su madre que él no. A él le había pillado todo por sorpresa. Pero eso no cambiaba lo que había sentido, lo que Armando le hacía sentir, tan distinto a lo que había compartido con Bea o con cualquiera de sus anteriores novias.
Y seguía dándole vueltas a la cabeza sin llegar a ninguna conclusión, y eso que se conformaba con una cualquiera, aunque no fuese satisfactoria ¿Era normal, estar a los 40 años, preguntándose si era gay?
Una tarde había decidido probarse a sí mismo, y se había sentado en la terraza de una cafetería con el único objetivo de fijarse en los chicos que pasaran. Mirar sus cuerpos, imaginar cómo sería sentir sus caricias, morderles la boca. Casi no le había dado tiempo a acabarse el té, antes de esconderse tras un periódico. No había sentido nada. Bueno, algo sí. Había sentido vergüenza y se había sonrojado como un niño, sólo de pensar que alguien pudiera adivinar lo que estaba haciendo.
Realmente no le apetecía ser gay. No así, de repente. ¿Cómo se lo iba a decir a sus padres? Y en la oficina, ¿estaba obligado a contarlo?
Se dio cuenta de que su mente no hacía más que pensar en estupideces. Lo importante, lo único que de verdad le importaba, era Beatriz. Necesitaba hablar con ella, que le escuchara, que entendiera que había sido incapaz de decirle nada porque él mismo no sabía explicarse lo que estaba ocurriendo. Se había dejado llevar por las circunstancias, por lo que sentía entre los brazos y las piernas de Armando, esperando que le llegara una revelación que lo pusiera todo en su sitio.
Se había comportado como un cobarde, lo asumía. Y al final las circunstancias lo habían atropellado.
En cuanto volviera a España tenía que obligar a Bea a escucharle. Pero para ese momento necesitaba tener muy claros sus sentimientos y sus anhelos. Si pensaba en el futuro le era muy fácil imaginarse envejeciendo al lado de Beatriz, recorriendo la vida de su mano y compartiéndolo todo. Y eso, claro, significaba no volver a sentir nunca lo que sentía cuando estaba con Armando. ¿Era eso lo que quería? Seguía sin llegar a ninguna conclusión y el avión ya estaba aterrizando.
De todas formas, aunque no tuviese un discurso preparado, ni siquiera una idea general de lo que iba a decir, sentía que no podía aplazarlo más. Iba a ponerse frente a ella, a mirarla a los ojos… y ya se vería cómo seguía luego.
Compró un ramo de flores, no sabía si el más bonito pero sí el más grande, sin importarle el timo que suponía pagarlo en una tienda del aeropuerto, y se dirigió a casa de Beatriz. A la casa que también había sido la suya, y de la que aún tenía las llaves.
Una vez que despidió el taxi y viéndose delante del portal, le fallaron los ánimos.
Maldita cobardía.
Pensar que estaba tan cerca de Beatriz, que sólo tenía que hacer un pequeño trayecto en ascensor para encontrarse con ella, hizo que le temblaran las piernas. Y, además, buscarla así, en casa, ¿cómo debía reaccionar? ¿Cómo si fuese un invitado? ¿O simplemente entrar tranquilamente como si regresara un día cualquiera después del trabajo?
Los minutos pasaban y Richi seguía allí plantado en la acera, con sus flores y su bonita maleta de ruedas, sin decidirse a hacer nada. Miró hacia arriba y contempló las ventanas del piso, pero no recibió de ellas ninguna ayuda. La puerta de entrada, de forja y cristal, tampoco parecía dispuesta a hacer nada por él. De hecho, hasta parecía hostil.
Además, ni siquiera sabía si Beatriz estaba en casa o no. Podía estar trabajando, o encontrarse dormida después de trabajar de noche. Podía estar en cualquier sitio.
No. No era esta la manera. Lo tuvo muy claro. Debían verse en territorio neutral. Pero claro, para poder concertar esa clase de cita era imprescindible que Beatriz contestara a sus llamadas o a sus mensajes y, al momento presente, no parecía dispuesta a hacerlo.
Entonces, como una revelación divina de esas que tanto le gustaban, se abrió paso en su mente la cara de Rebeca. Rebeca podía interceder por él y conseguirle un encuentro con Bea. No es que entre los dos, entre Richi y Rebeca, hubiera habido nunca una confianza especial, pero a él le caía bien, le parecía una chica vehemente y apasionada que podía perfectamente entenderle y echarle una mano.
Pero no tenía su número de teléfono. Aún estaba rehaciendo la agenda desde que había perdido el móvil. Se sabía de memoria el número de Beatriz, el de sus padres, el de la oficina, y pocos más. Había ido consiguiendo los de los amigos contactándoles por mail y aprovechando todos los encuentros casuales que habían surgido. A Rebeca no había vuelto a verla y, la verdad, hasta aquel momento no se le ocurrió que pudiera ser uno de esos contactos imprescindibles.
En fin, ánimo e ingenio. Sabía donde trabajaba.
Otro taxi lo llevó hasta allí.
Era un bonito edificio de oficinas, y la de Rebeca se encontraba en la primera planta. Richi había estado allí una vez, con Beatriz, que había querido darle una sorpresa a su amiga por su cumpleaños llevándole una bandejita de sus pasteles favoritos. Lo recordaba como una tarde muy agradable. Habían sacado cafés de la máquina y merendado todos juntos.
Sintió un pellizco de añoranza con aquellas imágenes, las de los buenos tiempos, cuando era feliz y compartía esa clase de pequeñas cosas con Beatriz.
Pero volverían a hacerlo. Se sentía decidido.
La puerta de cristal biselado se abrió contra sus narices. No llegó a darle, pero la persona que salía a toda prisa le golpeó el hombro, y estuvo a punto de chafarle el precioso ramo de flores. De hecho, algunos pétalos cayeron al suelo.
Era Raúl que, cuando vio con quien había chocado, se mostró totalmente sorprendido y confundido.
–Richi… ¿qué haces aquí?
–Busco a Rebeca. ¿Estará ocupada?
–Bueno, no sé… --Raúl miraba alternativamente hacia fuera y hacia dentro, aún sosteniendo la puerta medio abierta.
–Pregunta en el mostrador de la entrada, Richi –dijo al final-- Yo voy a comer algo y tengo muchísima prisa.
Le dio unos golpecitos en la espalda a modo de despedida y se fue, con las mismas prisas que decía tener.
Richi se quedó un momento inmóvil, la puerta cerrada de nuevo frente a él. Siempre se había imaginado que Rebeca y Raúl entrarían y saldrían juntos del trabajo, que harían los descansos a la vez… En resumen: había pensado que compartir la vida laboral con tu pareja debía ser algo maravilloso, que haría que estuviesen más compenetrados. Pero quizás se había equivocado. Raúl se iba solo y ni siquiera parecía saber si Rebeca estaba en su puesto o no.
En fin, lo que estaba claro era que cada pareja es un mundo y no le correspondía a él, a él menos que a nadie, juzgar a los demás.
Por fin entró y la sonriente y amable chica del mostrador de recepción fue a buscar a Rebeca que sí, estaba trabajando, y no tardó más que unos instantes en volver con ella.
–Ay, madre, el que faltaba –fue el cariñoso saludo de Rebeca cuando vio a Richi, a la vez que se echaba a reír, con pocas ganas.
–Hola, Rebeca, ¿podemos tomar un café?
– No me jodas, Richi, que estoy trabajando.
– Ya, ya, perdona. No sé si sabes que perdí mi móvil, por eso me presento así, no podía llamarte.
La recepcionista había vuelto a su sitio, pero observaba divertida la situación. Richi, alto y guapo, con un ramo de flores, parecía un pretendiente al que estaban rechazando. Y Rebeca, dura, con su habitual manera directa de decir las cosas, parecía la pretendida reacia. Pero estaba casada. En el hipotético caso de que tuviera un admirador era poco probable que fuese a verla allí, al sitio donde también trabajaba su marido.
–Sólo un café, Rebeca, por favor.
Ella se lo pensó un segundo, luego hizo un gesto de asentimiento, y fue a por su bolso.
Se sentaron a una mesa de la primera cafetería que vieron al salir a la calle.
En cuanto tuvieron las bebidas ante ellos, Rebeca tomó la palabra:
–Hala, Richi, arranca de una vez y di lo que tengas que decir, que estoy en horas de trabajo. Y te aviso. Si crees que voy a hablarle bien de ti a Bea es que no me conoces y, además, bastante tiene la pobre ahora mismo para que vengas tú pensando que con cuatro flores de mierda vas a arreglarlo todo.
–Ya me imagino –dijo Richi, un poco cabizbajo-- Sé que soy un idiota, un imbécil integral. Si ni siquiera se me ocurrió pensar lo raros que eran aquellos mails que supuestamente me había enviado Bea… Tenía que haber notado que…
–Stop –le frenó Rebeca, alzando una mano-- Aquello te vino muy bien. Pero no quiero que me lo cuentes, Richi. Esa clase de explicaciones no me conciernen. Dime lo que quieres de mí, y ya está.
–Bueno… Quiero hablar con ella. Pero no contesta mis llamadas, como ya sabrás. Lo que necesito es que le digas que quede conmigo. Sólo un café, como tú y yo ahora. Sólo hablar un rato.
–Ni yo puedo conseguir eso –contestó Rebeca.
Richi abrió la boca para contradecirle, para decirle que si alguien podía era ella, su mejor amiga, a quien Bea siempre escuchaba. A él le constaba que incluso la admiraba y estaba seguro de que podía influirla.
Pero se le quedaron los argumentos a medio camino antes de salir, porque le pinchó en la mente algo que había dicho Rebeca.
–Oye, ¿por qué has dicho que bastante tiene Bea ahora? ¿Le ha ocurrido algo? ¿Qué pasa?
–Ay, Richi, Richi… Casi me da pena contártelo y sacarte de tu mundo de color rosa.
–-Me estás asustando, Rebeca.
–Y más que te voy a asustar –le dijo ella. Y le contó todo lo que le había pasado a Beatriz desde que había echado a Richi de casa.
Richi la escuchó hablar sin interrumpirla ni una sola vez. Estaba atónito oyéndola contar aquella trama irreal, tan de película, y, aunque no dudaba de que lo que Rebeca decía fuese verdad, le costaba imaginar aquellos sucesos como algo que estaba ocurriendo tan cerca de él.
Sus ojos estaban abiertos como platos, y su boca un poco entreabierta también, como si no bastasen sus oídos para asimilarlo. Richi no conocía a Lola. Sabía que Beatriz tenía una hermana con la que no se hablaba, pero ni siquiera recordaba si le había dicho que eran gemelas idénticas.
–Oh, Dios –dijo cuando Rebeca terminó el relato-- Y yo lejos de ella, con la falta que le habré hecho.
–No, Richi, yo no creo que le hagas ninguna falta, no seas simplón.
–Pero, Rebeca…
Ella alzó la mano de nuevo y él quedó en silencio, los dos contemplándose, pensando en Beatriz, aunque de formas diferentes.
De pronto, algo cambió en la expresión de Rebeca.
–Mira, he pensado algo. Voy a hacerlo por ti. Bueno, por ti no, por mi amiga. Para que pueda mandarte a la mierda cara a cara, y así termine contigo de una vez.
–Pero…
Richi no pudo seguir. Rebeca volvió a levantar la mano frente a él. Era realmente una persona autoritaria. Al menos, a Richi le hacía sentirse como un niño delante de la profesora.
–Es así y punto –siguió ella-- Pero tú vas a hacerme un favor y me vas a acompañar a un sitio. ¿Tienes el coche aquí?
Richi negó con la cabeza y señaló la maleta.
–Vengo directo del aeropuerto –dijo.
–Joder, no vales ni para eso. Pues pagas tú el taxi.
Fueron a buscar uno, a Richi le daba la impresión de que se estaba pasando el día en taxis, y Rebeca le indicó una dirección al conductor.
Llegados a la calle señalada, Rebeca miró alrededor y escogió un bar. Y dentro de él, una mesa pegada a la cristalera.
–¿Qué hacemos aquí? –dijo Richi después de un rato.
–Mira enfrente.
Richi lo hizo. Miró hacia la calle, bastante deprimente, y en la acera de enfrente vio un portal viejo, con un letrero medio descolorido, donde apenas se podía leer “Pensión Cantábrico”. Miró a Rebeca sin comprender.
–Raúl se ve con otra en esa pensión de mierda –dijo Rebeca-- ¿Qué te parece? Algunos tenemos problemas de verdad.
Richi no dijo nada. No sabía qué decir. Tampoco creía que alguien como Rebeca esperase su compasión. Así que siguió tomándose su café, mientras los dos contemplaban aquella puerta al otro lado de la calle.
La vieron a la vez. Beatriz entraba en la pensión.
Se miraron entre ellos, viendo cada uno el horror y la estupefacción reflejados en la cara del otro. Los ojos de Rebeca iban llenándose de lágrimas. Richi no sabía qué pensar, menos aún qué decir.
–La otra es Beatriz –musitó Rebeca.
–Tiene que ser una causalidad, no me lo creo. Vamos a entrar –dijo Richi, haciendo ademán de levantarse.
–No –dijo Rebeca con tono seguro-- No vamos a hacer una escenita.
–¿Y qué hacemos?
–Pensar antes de actuar, Richi. De momento vámonos de aquí, tengo que recoger a mis hijos del colegio.
Y como un robot, con la mente casi en blanco, arrastrando su maleta y con el ramo de flores bajo el brazo, Richi pagó los cafés y llamó a un taxi.













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