Adi echó un último vistazo al taller desierto. Todo estaba en silencio y una corriente de aire frío recorrió la estancia vacía, hasta hace unos pocos meses abarrotada de material, mesas de trabajo y operarios afanados en sus tareas.
Sus herramientas
reposaban encima de la única mesa que quedaba en el taller. Es lo
único que no pudieron llevarse los que habían sobrevivido al ataque
que siguió a los repetidos brotes de peste negra que diezmaron la
población.
Demasiado pesada
para los que vinieron a arrasarlo todo. Demasiado pesada para los que
sobrevivieron y escaparon.
¿Qué hacer
ahora? ¿Escapar? ¿A dónde? ¿Con qué medios? Si llevaba consigo
el estigma de su gente, acusada de haber propagado la enfermedad por
todos los rincones.
Su modo de vida
eran sus manos y sus herramientas. Ambas cosas las había salvado.
Junto con una muestra de su trabajo. Unos pocos vasos cincelados, una
Mano de Fátima de fina filigrana en oro y una delicada horquilla de
plata para el pelo. Que su padre siempre enseñaba a sus clientes con
orgullo profesional.
Ahora, aunque
quisiera seguir trabajando, Adi no podría. Nadie encargará ni
comprará nada a una descendiente de judíos. Por muchos años que
llevara viviendo entre sus vecinos y estos hubieran confiado en su
taller para adquirir joyas y otros objetos exquisitos para sus
celebraciones.
Desde que llegó
la peste al pueblo ya no era una más. Nunca lo sería. Esa losa era
demasiado pesada para cargar con ella. Afortunadamente, era joven y
no tenía familia. Dio gracias, a pesar de todo, porque sus padres
fallecieron en el primer brote y no presenciaron las vejaciones y
saqueos a los que todos los de su gremio fueron expuestos.
Adi extendió el
cuero que protegía sus herramientas y las sacó una por una: limas y
punzones de puntas finísimas, sierras y caladores para cortar los
delicados materiales con los que trabajaban, cinceles curvos de acero
templado, buriles para los repujados y carretillas para los grabados
más sencillos, un martillo... Y el compás de grabado, que había
pertenecido a su familia desde tiempos inmemoriales. En sus manos se
notaban callos, quemaduras y otras marcas que le habían dejado por
el uso continuado.
‘Adi, mi digna
sucesora’. Fueron las palabras de su padre cuando, después de seis
años de aprendizaje, presentó un colgante de hilos dorados en forma
de soles superpuestos y consiguió su puesto en el taller con todos
los derechos.
No se rindió a
su destino entonces y no lo haría ahora. Decidida, enrolló sus
herramientas de nuevo en el cuero, guardándolo en su zurrón junto
con unas pocas provisiones y la ropa que los trabajadores del taller
dejaron olvidada al escapar.
Como pudo, Adi se
cortó el pelo, se tiznó la cara y se colocó un jubón y unas
calzas que le quedaban grandes. No podía verse, pero con un poco de
suerte daría el pego por los caminos. Cerró el taller, besó la
puerta por la que tantas veces había entrado y salido, rezó una
breve oración de viaje y caminó por las intrincadas calles de la
solitaria judería, antes llenas de gente y actividad.
Aún no había
salido el sol y nadie la despidió cuando abandonó la ciudad. Mejor
así. Aunque dejaba mucho de ella allí, tenía de seguir adelante.
Su familia conoció tiempos peores y siempre fueron unos
supervivientes. No pensaba defraudar su memoria.
Pero el camino
era duro, sobre todo sin tener un rumbo fijo.
A unos pocos
kilómetros del pueblo se cruzó con un arriero en su carro.
– ¿Señor,
podría llevarme?
– ¿Dónde vas
tan de mañana, muchacho? Los caminos son peligrosos para alguien que
viaja solo.
–Lo sé. Pero
cuando la necesidad aprieta...
El arriero le
hizo un gesto y le tendió una mano. Adi subió sin problemas, el
hombre chasqueó al burro, con más moscas encima y más años que
Matusalén y emprendieron una cansina marcha. Irían lentos, pero al
menos descansaría un poco y la compañía haría más llevadera el
viaje.
– ¿Y qué
hacías en la ciudad? –le preguntó el arriero al cabo de un rato.
–Mi familia
tenía un taller de platería. Fabricábamos joyas y ornamentos para
celebraciones. –respondió Adi, intentado impostar la voz.
–Judíos, ya
veo...
La afirmación
del arriero la incomodó un poco, pero el hombre siguió manejando
las riendas y arreando al burro como si nada.
–Son malos
tiempos para todos. – añadió, con la mirada fija en el camino.
Ella intentó
sonreír un poco y se arrebujó en el jubón. El arriero le señaló
detrás. Había una manta de lana basta entre sus provisiones y las
balas de trigo que transportaba. Adi se sentó detrás y se envolvió
en la manta. Al poco rato, con el traqueteo del carro y el olor del
trigo se quedó dormida.
Tras varios días
de viaje llegaron a las afueras de una hermosa ciudad. Que le pareció
gigantesca, comparada con los pueblos por los que habían pasado. Se
detuvieron en un puente de piedra y un gran edificio al fondo pareció
darles la bienvenida.
–Llegamos a
Córdoba, casa de guerrera gente, sabiduría clara y fuerte.
– ¿Guerrera?
Su voz asustada
hizo reír con enormes risotadas a su compañero de viaje.
–Tranquilo,
chico. Eso era antes. Ahora todo el mundo vive en paz. Los tiempos de
guerrear ya quedaron atrás. –chistando al burro, entraron por el
puente romano. La piedra de la Gran Mezquita-Catedral se veía
luminosa a esa hora de la mañana.
Entraron a
Córdoba y Adi se alegró de ver tanta actividad. Que le recordaba a
su familia y sus antiguos vecinos en su pueblo.
Al llegar cerca
de la judería no pudo evitar dejar escapar un suspiro. El corazón
le latía a mil por hora. Sobre todo cuando distinguió los talleres
de los plateros. Había escuchado a su padre contar historias sobre
los plateros de esa ciudad y sobre la Cofradía de San Eloy, que daba
prestigio y cierto poder a los de su profesión. Era un gremio
distinguido y respetado por todos. Aparte de por su excelente
trabajo, por cómo se protegían entre ellos en caso de necesidad.
‘Que San Eloy
guíe tu mano firme siempre’, se deseaban unos a otros al
saludarse.
Ojalá San Eloy
la protegiera a ella en ese momento crucial.
El arriero llegó
a una placita con una fuente en el centro. Alrededor, el bullicio del
mercado y la gente que entraba y salía de la posada la animaron.
–Aquí te dejo,
chico. Ahora depende de ti. Si caminas en dirección sureste llegarás
a una plaza parecida a esta, las Cinco Calles, donde hay talleres de
plateros. Allí se reúnen los mandamases del gremio para discutir
sus asuntos y contratar y probar a sus aprendices. Buena suerte.
Y dándose un
fuerte apretón de manos se despidieron. El arriero se perdió con su
carro entre los puestos de la Plaza del Potro y ella dirigió sus
pasos hacia su, todavía incierto, futuro. El zurrón con las
herramientas de la familia le pesaba ahora mucho más que cuando
partió. Necesitaba un trabajo, pero también necesitaba descansar.
A la altura de la Calle Lineros no pudo más con el peso, tropezó y
cayó al suelo. El zurrón se abrió y se desparramó todo su
contenido.
De un taller
salieron varios hombres que, en lugar de ayudarla, recogieron las
herramientas del suelo gritándole:
– ¡Ladrón!
¿De dónde has robado estas herramientas?
– ¡Hay que
denunciarle al Maestre del Gremio!
– ¡Intruso!
¡Sinvergüenza! ¡Forastero!
Al escuchar los
gritos, salieron más trabajadores de otros talleres, formándose un
gran alboroto en la estrecha calle.
Precisamente en
ese instante pasaba el carruaje del que había sido uno de los
plateros más reconocidos de la zona. El cochero se detuvo y la ahora
viuda se asomó por la ventana.
– ¿Qué ocurre
aquí? ¿Por qué no estáis trabajando?
Su voz denotaba
la autoridad de su posición. Sus pendientes de plata en forma de
lágrima, finamente engastados, y la gargantilla a juego de la que
colgaba una cruz labrada, la confirmaban como heredera de un taller
de renombre.
–Señora, hemos
detenido a este pillo con herramientas del gremio. Creemos que las ha
robado. Este compás –el trabajador mostró la herramienta a la
dama– es de una gran calidad. Solo un maestro platero lo podría
tener en su taller.
– ¡Ladrón!
– ¡A la cárcel
con él!
– ¡¡Silencio
todos!!
Los gritos de los
trabajadores enfadaron a la dama y asustaron a Adi, que se hizo un
ovillo, protegiendo las pocas herramientas que no habían caído del
zurrón.
La dama bajó del
carruaje con ayuda de su cochero. Sus manos refulgían con el brillo
de los anillos que formaban mandalas de plata, flores y otros motivos
vegetales.
– ¿Quién eres
muchacho? ¿Son tuyas estas herramientas?
Su voz y la
finura de las joyas que portaba tranquilizaron a Adi, que se sentó
en el suelo.
Con la cara llena
de lágrimas, mirándola fijamente, respondió con voz firme para que
todos pudieran escucharla:
–Me llamo Adi
Baidal, hija de Abraham,
nieta de Simeón, maestros plateros de quienes he heredado la
habilidad, el oficio y las herramientas que ahora tenéis en vuestro
poder. No he robado nada. Lo que tengo me pertenece por pleno
derecho. Soy hebrea, orgullosa de mi origen y de mi historia. Con la
excusa de que los judíos propagábamos enfermedades, unos que se
decían honrados cristianos viejos saquearon mi ciudad, mi casa y el
taller de mi familia.
–Esto es lo
único que tengo –señaló su zurrón y las herramientas.
–Vengo aquí
para poder trabajar en paz, como uno más. Sé que las reglas son
estrictas, y que el gremio no acepta a cualquiera, sobre todo si no
es de linaje limpio. Pero, a pesar de mi condición de mujer
–se echó hacia atrás la capucha del jubón y todos, incluida la
dama ahogaron un grito de asombro– puedo demostrarles mi valía
como platera artesana.
Se puso de pie, y
todos hicieron un corro en torno a ella.
–Y si aún no
me creen, júzguenme por mi trabajo.
Sacó del zurrón
la horquilla de plata y la Mano de Fátima, mostrándoselos a todos,
que se los fueron pasando y admirando el delicado trabajo de los
hilos en filigrana.
–Eres muy
valiente, muchacha.
–O una
inconsciente, más bien.
–No me puedo
creer que una niña, y encima judía, sea capaz de hacer algo tan
delicado...
–Un trabajo
impecable. ¿Podrías repetir esto mismo? –la voz de la viuda hizo
callar las voces discordantes de nuevo.
–Si me dejan
mis herramientas, unos hilos de plata y un taller estaré encantada
de mostrarles mi trabajo.
El trabajador que
se había dirigido a la dama se quitó el mandil, se lo ofreció y le
hizo un gesto, invitándola a entrar a su taller. Le siguieron la
viuda y los demás, en séquito, que rodearon la mesa donde colocaron
sus herramientas.
Adi se colocó el
mandil, organizó sus herramientas, escogió unos cuantos hilos de
plata ya estirados y con un buril, el martillo y una prensa para
sujetar el material, comenzó a retorcerlos para darles forma con el
dibujo que se había formado en su cabeza. Tres soles plateados y de
distintos tamaños fueron apareciendo entre sus manos, recordando
aquella pieza que la había hecho merecedora de su título de
platera.
–Ahora solo
faltaría limar la pieza para suavizar los extremos y engastarla en
la forma que se desee para que esté terminada.
Mostró orgullosa
su trabajo y los tres soles engarzados de plata fueron pasando de
mano en mano con admiración, convirtiéndose con el tiempo en su
propia marca con la que firmó cada una de sus piezas.
El nombre de Adi
y el apellido de su familia fue, pese a costumbres ancestrales y
leyes estrictas, uno de los más reputados y reconocidos entre todos
los talleres de las Cinco Calles.
Hasta el día de
hoy en que una placa conmemorativa muestra el lugar que ocupó el
Taller de Platería Baidal, del que salieron piezas exquisitas a lo
largo de los siglos.
– ...Y siéntete
orgullosa de tu herencia, hija mía. No solo de la material, como
esta diadema de delicadas hojas de plata que hoy luces en tu cabeza.
Sino de la de tu familia, que ha luchado por mantener su legado, su
memoria y su prestigio a través de tiempos difíciles.
El sol de la
primavera cordobesa y los aplausos llenaron la estrecha calle que
siglos atrás recibió a Adi de un modo totalmente distinto.
La Adi del siglo
XXI se ve rara llevando esa joya en la cabeza, que no le pega nada
con sus pitillos agujereados por las rodillas, porque le pesa y hace
que se le enrede el pelo. Y mientras familiares y autoridades leen
los discursos y aplauden al descubrir la placa, ella mastica su
chicle con desgana, deseando escaparse por alguna de las cinco calles
en busca de sus amigos para irse de botellón. Ella no se dejará la
vista ni las uñas en ese taller, donde siempre huele raro y apenas
entra la luz del sol.
Adi:
Significa "joya" o
"adorno" en hebreo.
Las
Cinco Calles que dan a la plaza: Calle Lineros, Mucho Trigo, Don
Rodrigo, Carlos Rubio y Consolación.
Datos sacados de
este vídeo de la historia de la platería en Córdoba:
https://www.youtube.com/watch?v=ynnO0nK7cx8
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Precioso relato con buen trabajo de investigación de fondon.Enhorabuena
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