Todo por mi familia - Eduardo Gómez

                                         

Todo por mi familia. Esa era la frase que siempre me repetía a mi mismo constantemente. Esa fue la razón por la que me enrole en el ejercito de nuestro rey. Nunca me había gustado la guerra. Desde que mi padre murió en el campo de batalla sabía que todos esos cuentos de fama y gloria eran mentiras. Mentiras que los nobles habían difundido entre los plebeyos para que gustosos murieran por sus causas. Causas que a veces no eran más que dispustas por una simple cuestión de reparto de tierras.
Nunca quise unirme al ejercito. Solo quería ser un simple granjero, como lo han sido todos los antepasados de mi mujer. Era un trabajo honrado. Un trabajo en el que no se pierde la vida inútilmente ni te ves obligado a sesgar otras vidas. Pero la desgracia llamo a la puerta de mi casa cuando, en una época de sequías, un incendió arrasó las hectareas que había heredado por enlace matrimonial.
Desesperado. Sin saber que hacer con mi vida y con varias bocas que alimente recurrí a la único que conocía. La vida militar. Aquella que heredé a través de mi padre. Detestaba la idea pero en realidad no tenía elección. Era la única manera de salvar a mi familia.
El principió fue sencillo. Mi padre tenía cierta reputación por lo que no fue difícil que me aceptaran en el ejercito. A partir de ahí se termino la parte fácil. El entrenamiento fue intenso y muy duro. Los instructores rozaban lo cruel y cada día terminaba de la misma manera: con un intenso dolor de huesos.
Pero si malo ya era el entrenamiento peor resulto entrar en una batalla real. Todo era caos. Caballos desbocados, chocar de espadas, sangre a borbotones y un campo lleno de cadáveres al final de cada batalla. Eran momentos tan atroces que siempre terminaría recordando en mis pesadillas.
Lo unico que me hizó posible seguir adelante fue pensar en mi familia. Sabía que si no seguía con la lucha mis seres queridos sufrirían. Ese pensamiento me hizó esmerarme en mi trabajo y poco a poco me acostumbre a los gritos, la sangre y la muerte a mi alrededor. Si no te acostumbras a la guerra, está acaba contigo.
Pasaron los años y cuanto mas tiempo pasaba en la guerra más me acostumbraba a ella. Hasta el punto de que la batalla fue lo único que conocía, a excepción de los pocos ratos que podía pasar con mi familia. La guerra siempre nos tenía marchando de un lugar a otro. Echaba de menos a mi familia pero sabía que todo lo que estaba haciendo servía para que ellos tuvieran que comer.
Llego el día, en que me acostumbre tanto a la guerra que comencé a tener el reconocimiento del resto de soldados y ascendí varios rangos haciendo que la paga obtenida fuera aún mayor. Eso hizó que me sintiera más cómodo con mi posición ya que sabia que cuanto más me esforzará mejor vida tendrían mis hijos y mi esposa.
Pero todo tiene un final. El mio en el ejercito fue abrupto y violento cuando en mitad de una batalla termine malherido y sobreviví de milagro. Tenía la esperanza de recuperarme y volver al combate pero nunca sucedió. Sin el dinero que me daba el ejercito por el servicio y con la pierna herida permanentemente me vi obligado a búscar otro trabajo.
Lo primero que intenfe fue trabajar como guardia pero nadie quería contratar a un hombre lisiado. Probé en muchos sitios pero todos me daban la misma respuesta hasta que alguien me propuso probar un puesto diferente. Uno que con solo pensarlo me helaba la sangre pero que me daría buena paga y del que no me faltaría trabajo.
La desesperación me llevo a aceptarlo y pronto estuve en mi puesto con la capucha sobre la cabeza y el hacha en las manos. La primera vez fue la más difícil pero no tanto como esperaba. Después de toda el tiempo en la guerra y todas las cosas que había tenido que realizar no me temblaba la mano a la hora de matar.
Como me habían prometido no me faltaron quehaceres. De todas partes me llamaban para ejecutar los veredictos de los jueces y nobles. Era un trabajo difícil de realizar pero lo soportaba pues cada vida quitada, cada cuello sesgado o mano amputada era por el bien de mi familia. Mis victimas morían para que mis hijos vivieran.
Para mi era un trato justo. Pues mis víctimas nunca eran inocentes eran criminales ladrones, asesinos, violadores todos caían bajo mi hacha. Nadie sabía quién era bajo la capucha y hasta muchos me tenían miedo pero eso no me importaba. Yo nunca había búscado fama y ya no tenía posibilidades de lograrla. Mi trabajo seguía teniendo el mismo fin quitar vidas pero ahora de una manera muy diferente pues ya no era un soldado, yo era el verdugo.






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