La mirada perdida - Gloria Losada



A sus diecisiete años, Laura pensaba en qué sentido podía tener aquella vida de esfuerzo y trabajo. Su padre, raíz de la tierra en la tierra, apenas ganaba para alimentar a su numerosa familia, esposa y diez hijos. Laura, mientras caminaba despacio por los surcos, al borde del camino, de regreso al pueblo, aceptaba con resignación aquel peso del trabajo en los campos que le había impedido incluso continuar en la escuela, como tanto le hubiera gustado. De vez en cuando hacía un alto en el camino y miraba el cielo, con aquellos ojos tristes y resignados, con aquella mirada que se perdía en lo alto de un universo inalcanzable. Le gustaba mirar el cielo, sobre todo por las noches, asomada a su ventana, y contemplar las estrellas mientras imaginaba todo aquello que quería que fuera y no podía ser. Su madre solía regañarle cuando la encontraba de semejante guisa. Le decía que parecía una estúpida, con los ojos perdidos en la nada, con la mente volando en unos sueños que no eran más que eso, sueños. Y Laura suspiraba y volvía a sus cosas, a sabiendas de que, aunque intentara negarlo, su madre tenía razón y ella no era más que una tonta.
Alta volaba una bandada de cuervos, alejándose.....Laura alzó la mirada una vez más y los contempló unos segundos, antes de suspirar largamente, como hacía siempre. Después observó sus manos, ennegrecidas por la tierra como el plumaje desesperado de los cuervos y reemprendió el paso, el regreso a la humilde casa, a la humilde vida de siempre, en la que su corazón parecía ahogarse dentro de su pecho. Y sus ojos se llenaron de la imagen de Alfredo, el adolescente vecino, tan hospedado en ese corazón suyo, es corazón cuya inquietud de nada servía en su vida abnegada y triste.
En ese instante recordó que en unos días sería el cumpleaños de su padre. Quería regalarle algo, un presente que le demostrara lo mucho que le quería, aunque con el escaso dinero que entraba en casa, poco podría ser. Entonces lo vio, el papel tirado a la vera del camino. Dudó si cogerlo o no, mas al cabo de unos segundos lo tuvo entre sus dedos. Era un sencillo boleto para las quinielas deportivas del domingo y decidió que aquel boleto, debidamente cumplimentado, sería un buen regalo para el viejo.
Luego, en la casa, al borde de los gritos y alegrías de sus hermanos pequeños, rellenó el boleto con pronósticos y fantasías en los que, de una forma vaga, se mezclaba la imagen bonita del hijo del vecino. Su padre le agradeció el hermoso regalo sin preguntarle de dónde lo había sacado. Y nadie, después, porque los pobres sueñan poco en sus estómagos de hambres atrasadas,se acordó de aquel boleto de quinielas, hasta que llegó el domingo por la noche y Laura, con una sonrisa encarnada en los labios, le preguntó a Alfredo,el hijo del vecino, que cómo había sido el resultado de los partidos, en esa meditación de goles y sorpresas. El corazón empezó a latirle fuertemente en la cajita del pecho y llamó al padre , se comprobaron los apuntes y los goles, calientes aun, en la noche del pueblo. Primero incredulidad, luego asombro...no puede ser. Y el papelito allí, contando, gritando goles, derramando goles entre toda la familia de José Perez, campesino de tierra para la tierra. Y el ir corriendo hasta la pequeña oficina de la quiniela. Y el “espere usted, amigo, que hasta dentro de dos días no ha de saberse nada de lo cierto”. Y horas, minutos gigantes, segundos sin tiempo en el tiempo, hasta que se publicó en los periódicos y lo proclamaron las emisoras de radio del país: el boleto era el único acertante de todos los resultados del domingo. Y la cifra convertida en pólvora de noticia por todo el país, cien millones habían correspondido al afortunado poseedor de aquel boleto.
Y José, el campesino de la tierra para la tierra, su mujer y sus otros hijos, miraban a Laura con alta reverencia y respeto, porque la niña se había convertido en una mujer de importancias y misterios. Después las palabras, trémulas y sosegadas a un tiempo, del padre, reunida toda la familia en la vivienda que olía a tierra madura, a siglos lejanos y a hijos.
-Esto, hijos míos, ha sido obra de Dios por medio de Laura. Apenas ya nos alcanzaba para comer un día y otro día. Así que ahora, poneros lo mejor que tengáis y nos iremos todos a la iglesia , a darle gracias al Señor, que para eso somos unos buenos cristianos.
La pequeña comitiva familiar de sonrisas y seriedad partió hacia la Iglesia en un caminar de misterios y de imposibles, mientras las campanas repicaban en el corazón de todos ellos. Fue el sonido de esas campanas el que despertó a Laura de su profundo sueño, de un sueño del que hubiera querido no regresar para comprobar que no había boleto, que no había goles, que el cuento de hadas había llegado a su fin y una vez más, como hacía todos los días, posó sus pies en al suelo frío, se acercó a la ventana, perdió su mirada en el azul de un cielo vacío de promesas y suspiró.





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