Historia de una vieja loca - Gloria Losada




Margarita Prensiles no había tenido una vida fácil. Nacida en plena postguerra, era hija menor de Carmen Prensiles, mujer que se había dedicado a saciar los bajos instintos masculinos, después de que su propio esposo se alistara en el frente republicano y desapareciera de la faz de la tierra, sin tener la certeza de que se hubiera muerto o había puesto pies en Polvorosa. El caso es que la había dejado con tres retoños, a los que se añadieron tres más de padres desconocidos e inciertos. Margarita se crió en la calle, al igual que sus hermanos, sin educación y sin medio alguno para salir de la pobreza extrema y puñetera en que los había dejado enterrados la guerra. Pero la muchacha era avispada y lista. Sobrevivía a base de la caridad de la gente, pero también gracias a los pequeños hurtos que llevaba a cabo sin que nadie se diese cuenta. Un día robada manzanas, otro una hogaza de pan, otro las cinco pesetas que llevaba cualquier mujer para comprar los alimentos de la cartilla de racionamiento y que eran el único jornal que su marido había podido llevar al hogar. Margarita no pensaba en ello, simplemente se trataba de sobrevivir y eso lo conseguía el más fuerte. Pero según fue creciendo la muchacha se dio cuenta de que esa vida no era la más adecuada y que tenía que hacer algo para salir de la miseria, algo decente y digno.
A los dieciocho años la suerte se puso de su lado y entró a servir en casa de la Condesa de Castro Candelas, mujer que no era condesa ni nada pero se había adjudicado ella misma el título porque pensaba que se lo merecía y punto. La Condesa había sido madama de un burdel muy famoso y había ganado dinero, mucho dinero, tanto que había perdido la cuenta. Tenia un hijo llamado Leonardo Castro, que era un pendenciero y un conquistador. El tipo se dedicaba a negocios un tanto oscuros que manejaba con el suficiente tino para que parecieran claros como el agua. Margarita se enamoró de él como una tonta y la Condesa, que desde el principió tomó mucho aprecio a la chica, vio con buenos ojos la posibilidad de que su hijo la desposara. Aquel noviazgo duró años y años, sin que Leonardo se decidiera a llevar ante el altar a Margarita, pues no acababa de convencerle el hecho de tener que atarse a alguien de por vida. Todo se fue al garete de manera definitiva el día en que un accidente de tren mandó a Leonardo para el otro barrio. A aquellas alturas Margarita tenía casi cincuenta años y de repente vio como sus planes de llegar a ser condesa se iban al garete. Tanto le impactó la noticia de la muerte de su novio que su cabeza comenzó a desvariar ligeramente. Por otro lado desde el principio echó terriblemente de menos sus encuentros sexuales con Leonardo, que aunque últimamente se habían hecho más rutinarios y esporádicos, jamás habían dejado de satisfacerla plenamente. Y así, esa incipiente obsesión por el sexo, hizo que su cerebro funcionara cada vez con menos juicio.
Para colmo de males la Condesa nunca volvió a ser la misma desde la muerte de su hijo y una mañana, cuando Margarita le fue a llevar el desayuno al dormitorio, se la encontró tendida en la cama, con los ojos muy abiertos, como si estuviera asustada, y más tiesa que la mojama. Margarita maldijo su suerte una vez más, pero esta vez estaba equivocada, puesto que aqué.lla se puso de su lado. Unas semanas después del fallecimiento de la Condesa recibió una llamada del notario convocándola para la lectura del testamento. La ilustre mujer le legaba todos sus bienes, que consistían en el piso en que vivían en Madrid, un chalet en la sierra y una cantidad de millones en el banco suficiente para vivir sin pegar golpe en resto de su vida.
A Margarita con la emoción le dio un pequeño síncope que el afectó al conducto auditivo y al cerebelo, quedando medio sorda y un poco más loca de lo que ya estaba, aunque tales circunstancias no afectaron en modo alguno a su natural inteligencia.
Decidió que había llegado la hora de disfrutar plenamente de aquella jubilación anticipada e inesperada. Vendió el piso de Madrid y se trasladó al chalet de la sierra, donde montó una guardería para gatos abandonados, más por distracción que por otra cosa.
Así comenzó su tranquilo reposar, rodeada de mininos, a los cuidaba como si fueran los hijos que nunca tuvo, al menos ella así lo creía, aunque su media locura hiciera que en ocasiones se olvidara de darles de comer y su sordera le impidiera escuchar los desesperados maullidos nocturnos de los pobres animalitos reclamando su alimento. Por otra parte, sus ganas de sexo las saciaba al menos una vez a la semana, solicitando los servicios de aquellos caballeros que se anunciaban en la prensa local como vendedores del placer supremo y a los que pagaba lo que ellos pidieran, total, le sobraban los cuartos.
El día que cumplió los 60 años un maduro pero aún apuesto caballero, llamó a su puerta. Después del timbrazo número catorce, Margarita abrió la puerta, vestida de manera andrajosa, como últimamente le gustaba vestir, oliendo a orines de gatos y a fritanga de cocina. El hombre preguntó su allí vivía Margarita Prensiles, pues no la reconoció, pero ella a él sí, sobre todo al escuchar su voz.
-¿Qué haces tú aquí? – le preguntó – ¿No te habías muerto en un accidente de tren?
Leonardo se quedó mudo durante unos instantes al darse cuenta de que aquella mujer con aspecto de pordiosera era la misma que tantas satisfacciones le había prodigado años atrás.
-Sí, soy yo, Margarita – continuó ella ante la estupefacción de él – la misma que dejaste viuda sin llegar a casarte.
Leonardo, que no estaba allí con la mejor de las intenciones, le confesó que él nunca se había montado en el accidentado tren, que había decidido desaparecer porque estaba harto de su madre y de sus imposiciones solapadas, porque nunca había querido casarse ni con ella ni con nadie y que durante aquellos años se había dedicado a vivir la vida como le había dado la real gana y que ahora, enterado de manera casual de la muerte de su madre y puesto que no le iban nada bien las cosas, venía a reclamar lo que era suyo.
Margarita sonrió astutamente y lo hizo pasar con fingida amabilidad. Con que esas teníamos, pues claro que le iba a dar lo que era suyo, o mejor dicho, lo que por derecho propio le pertenecía.

Lo invitó a un café en el que había echado previamente una buena cantidad de somníferos. Cuando el hombre perdió la consciencia lo llevó hasta la cama y ató sus extremidades al cabecero y a los pies. Esperó pacientemente a que se despertara y cuando lo hizo, literalmente lo violó, no sin gran esfuerzo, pudiendo comprobar que las artes amatorias de Leonardo ya no eran lo que habían sido y que no había merecido la pena el esfuerzo. Finalmente, después de darle dos hostias para volver a adormilarle, lo metió en el jaulón de los gatos, a correr la misma suerte que ellos. Ya podía gritar y suplicar, que nadie lo iba a oír, ni siquiera ella, o ella menos que nadie. Leonardo duró dos semanas sin comida y sin bebida, al cabo de las cuales pasó a mejor vida después de haber pillado una pulmonía triple. Margarita no se molestó en dar parte ni en inscribir la defunción en el registro civil, total en realidad ya estaba muerto y no deseaba meterse en líos. Lo enterró en el jardín y ella continuó con su vida de siempre, de rica, medio loca, promiscua y rodeada de sus mininos, hasta que cumplió los noventa, día en que decidió que ya había vivido bastante y que ya era hora de morirse... y se murió.

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