Entre
la niebla que envuelve la ciudad varias figuras caminan por sus
calles. Algunas con prisas, otras despacio. Todas embozadas, pues el
frío de la noche aún se acurruca en las piedras que conforman estas
calles. Su historia está escrita en ellas. La de cada nacido entre
esos muros, también hechos de piedra. Da igual su origen, todos
tienen una piedra, su piedra, que habla de ellos. Su historia entera
se puede leer en ella. Desde la casa más humilde a las paredes de la
Catedral, siempre majestuosa.
Y
la niebla susurra y acoge los secretos de todos, como otro habitante
más. Guardando la piedra con un manto blanco y verde de humedad, que
a veces protege y a veces daña, sin querer, a su ciudad; llena de
piedras, llena de caminos, llena de historias, llena de sueños.
Con
la niebla de la mañana suena la campanilla del torno. Hace demasiado
frío, apenas si ha salido el sol; así que ha de ser alguien con
gran necesidad.
La
monja portera se levanta pesadamente de su silla, se arrebuja en su
raída manta y a través de la puerta del torno musita un ‘Ave
María Purísima’, que nadie responde. Espera unos minutos, hasta
que el llanto de un bebé la despierta del todo.
¡Madre
de Dios, una criatura! ¡Pobriña
mía!
Y
da la vuelta al torno para recoger un capazo raído en el que un bebé
de apenas días llora, de hambre o frío. Da igual. Envuelto entre
trapos es acogido en el hospital, que llaman. El Hospital Real, que
es para todos los que vienen a esta ciudad, que a todos acoge, y a
todos da calor y comida. Esa es su misión. Las piedras dan calor.
La
monja envuelve entre sus mangas el capazo y camina por los fríos
pasillos. Cruza el Claustro de San Marcos, donde el agua de la fuente
está escarchada haciendo figuras en los caños. Siempre se detiene a
mirar y siempre se asombra de esa magia de la mañana. Pero esta
mañana es diferente. Tiene prisa.
Con
el niño arrebujado corre lo más que le permiten sus cargadas
piernas, enredadas entre sus gruesa saya; y por fin, llega a una sala
enorme con camas, cunas y alacenas llenas de botes con puré y jarras
de leche de granjas cercanas para alimentar a las criaturas que, como
él, son llevadas hasta el torno. Hasta ellas, que cuidarán de todos
los que lleguen.
La
desesperación es mucha. Hay poco trabajo, poco dinero y casi siempre
muchas bocas que alimentar. Algunos a veces mueren de pura necesidad.
Los padres cargarán con esa cruz toda su vida, viviendo en una
niebla perpetua. Pero la vida sigue y hay que buscar alimento y
abrigo para los que quedan. Y para los que puedan venir después.
Y
en el hospital, las monjas, aunque pobres, algo más tienen para
mantener a esas criaturas desgraciadas. Como es un Hospital Real
ellas tienen permiso para permanecer allí alojadas. Aunque no pueden
moverse libremente por las dependencias. Tan solo por sus celdas, las
cocinas, el refectorio menor, donde comen y rezan, la inclusa y la
hospedería de mujeres.
Para
asistir a misa tienen permiso para salir fuera, a la Catedral, el
edificio más grande de la ciudad, que preside la Plaza principal.
Que a las siete en punto abre sus puertas para ellas y para todos los
peregrinos que llegan.
Pero
en esta mañana no hay tiempo de misas. Santiago las perdonará
después. El niño sigue llorando. La monja es asistida por otras dos
compañeras más. Que enseguida abren armarios y sacan mantas y ropa
menuda para que el bebé no pase más frío.
Una
novicia, a la que le toca el turno de mañana, prepara el biberón
con la leche bien caliente. Mientras el llanto de pequeño despierta
a los que duermen en sus cunitas de la inclusa. Algunos tuvieron
suerte de cruzar el torno. Siguen con vida años después. Y de vez
en cuando, ya hombres de provecho, visitan a sus ‘primeras madres’
con regalos y víveres para que la cadena de cuidados siga su curso.
No
solo la de afuera, la más visible y que protege a todos los que
entran en el edificio. La invisible, la que nadie ve porque nadie
entra en esa zona, es casi más poderosa. Y hace que los cuidados de
las monjas hagan fuertes a esos niños y niñas que llegan en los
huesos.
Madre
de Dios, hermanas, ¿Qué tenemos aquí?
Una
monja, de mayor edad que las demás, entra con paso firme. Todas se
quedan quietas, alrededor de la hermana portera que sigue sosteniendo
al bebé.
Hermana,
es un expósito recién recogido.-le responde.
Tiene
hambre. -La vocecilla de la novicia se hace un hilo de voz ante la
mirada de la monja.
Hambre
y Sed de Justicia, como tantos en esta ciudad. Y en el Orbe entero.
¡Ay, Santiago! ¡Cuándo detendrás esta desgracia! ¡Oh, pecadores
del Mundo! ¡Tantas criaturas infelices!
Su
letanía de lamentos y maldiciones asusta a los que dormían en cunas
y camitas. Algunos llantos alertan a las monjas. Que no dan abasto
para tranquilizar a sus pequeños.
Un
niño de unos ocho años, de grandes ojos negros como el azabache,
aparece por la puerta con un gran cubo de leche. Mira a la monja que
maldice con los ojos aún más grandes. De milagro se ha librado de
un pescozón suyo, como es costumbre.
Hermanas,
Padre está en el carro esperándome. Si quieren más, háganme las
rayas que quieran en la mano.
Dejando
el cubo, enseña las palmas de sus manos sucias y sonríe mostrando
un gran hueco en su boca.
Gracias,
Yago. De momento no necesitamos más. Tenemos la alacena hasta
arriba. Dile a tu madre que si puede, nos guarde calabazas cuando os
salgan de sobra en el huerto. Que las papillas son buenas para los
que aún no tienen dientes.
Sí,
hermana -La sonrisa de Yago se torna seria cuando se da cuenta del
pequeño que sostiene la monja. -¿Es nuestro?
Sí,
hijo. Es nuestro. Es otro
hijo
de Santiago. Es de la ciudad. Es de todos. Entre todos lo cuidaremos.
Ha
tenido suerte ¿A que sí, hermanas?
Antes
de que reciba respuesta, una voz y un par de silbidos le hacen
girarse.
Me
tengo que ir, hermanas. Es Padre. Hoy toca reparto general. Y tenemos
que estar en casa de vuelta antes de la anochecida.
Y,
sin casi decir adiós, sus ojos del color del azabache se esfuman.
Afuera, en la calle fría y desierta, unos caballos relinchan y las
ruedas de un carro repiquetean contra las piedras, cortando la
niebla.
El
bebé sigue llorando. La monja lo acuna un poco más fuerte, mientras
otra novicia ha puesto sábanas y mantas limpias en una camita. Lo
depositan con cuidado en ella y le desvisten.
Entre
los llantos, un grito:
¡¡Su
pie!! –La novicia primera no puede contenerse- ¡¡No está!!
¡Jesús,
María y José! ¡No hace falta gritar así, niña! –Riñe la monja
de edad que ha regresado– Todas lo hemos visto. Criatura... Por eso
te han traído aquí.
Y
su voz se torna cálida, mientras se hace hueco en la cuna y es ella
la que cambia al bebé, sucio de varios días. Con buena maña lo
arropa y lo saca de la camita. Con la mano libre recoge el biberón
de manos de la novicia, que hace una reverencia y escapa lejos de la
habitación y de la monja.
A
veces se pregunta por qué ha de estar aquí en lugar de corriendo
por el empedrado de la ciudad, como su hermano. Luego recuerda que su
padre, en algún tipo de negocio con hombres de alto rango, la cedió
a ella con su dote al Hospital Real. Ser mujer en estos tiempos
resulta injusto y hasta un estorbo piensa para sí a veces.
Pero
al menos yo tengo dos pies. Y puedo ayudar aquí. Y si no tomo los
votos tal vez podría casarme… Qué será de este pobre rapaz…
Ave
María Purísima. -Al llegar a la hornacina se santigua y se
arrodilla mientras siguen bullendo pensamientos en la cabeza.
Alguien
la llama desde alguna parte del edificio. Las piedras hacen ecos. Y
se queda un momento escuchando. Siempre le resulta mágico y las
monjas le riñen, que parece una alelada mirando a la niebla sin ver
nada, y que el Diablo se la va a llevar sin que nos demos cuenta, le
dicen siempre. Pero ella disfruta esos segundos antes de obedecer y
hacerse de nuevo invisible en sus quehaceres.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
Ego
te baptizo
in Nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti, amen.
La
fórmula de las palabras en latín, de boca de la voz profunda del
cura, resuena en la capilla. Las monjas y las novicias asistentes se
santiguan y besan por turnos al pequeño Andrés.
Algún
día habrá de visitar a su Patrón, aquel por el que recibió su
nombre en las aguas bautismales. Todos los congregados desean que sea
posible, puesto que ‘A San
Andrés de Teixido vai de morto o
que non foi de vivo’.
Y este pequeño tiene menos posibilidades que los otros hijos de
Santiago de sobrevivir sin ayuda.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.
Pero
a veces se obran milagros. Y tal vez Santiago y San Andrés, en una
extraña alianza santa hacen que Andresiño
crezca
sano. Lo del pie a medio formar no pareció ser un problema; excepto
para lograr ser adoptado por alguna familia. Nadie quiso a un bebé
incompleto.
Pero
el pequeño fue cumpliendo años, y corría y jugaba y ayudaba en las
cocinas, en la inclusa y hasta iba a las canteras con los
trabajadores a ayudarles o a recoger lo que ellos dejan para las
monjas y para sus hermanos,
todos
hijos
de
Santiago.
Muchos
canteros recordaban su humilde origen y seguían devolviendo a las
monjas el favor y la ayuda de haber sobrevivido.
La
primera vez que fue a la cantera a llevarles algo de comida y ropa de
abrigo Andresiño
se asustó. No se veía nada. Solo piedra pelada cubierta por una
densa capa de niebla. Sintió que algo se lo tragaría y se escondió
tras los capazos de las herramientas. Las carcajadas de los hombres
hicieron que se avergonzara, de su miedo y de su pie a medio hacer.
Chico,
no nos tengas miedo. Y no te avergüences de tu pie.- Habló uno de
los hombres, el de más edad, dándose cuenta del problema del niño.
-¿Cómo
te llamas? – preguntó otro, animándolo a acercarse.
Andrés,…
Andresiño…
por el Santo de Teixido.
Tienes
dos manos y parece que eres fuerte, Andresiño.
–le animó otro de ellos- Si quieres puedes quedarte con nosotros y
aprender a ser un buen canteiro.
¿Un
qué? – Andresiño
perdiendo su miedo, miraba a la cara al grupo de hombres de cuerpos
rudos y sucios de tierra y manos callosas.
Un
canteiro,
un trabajador de las piedras. –Le explicó el hombre mayor-
Santiago es exigente. Siempre hay que lograr que esté presentable
para los peregrinos y para los de aquí. Un par de brazos siempre
vienen bien. Trabajo no falta.
Y
le entregó una pequeña herramienta y una piedra marcada con una T
del revés. Que Andresiño
examinó con curiosidad.
No
sabemos escribir, pero sabemos tallar. Esos signos que ya conocerás
son nuestros nombres en las piedras. Vivimos rodeados de ellas.
También los habrás visto por las calles de toda la ciudad, en el
suelo y en las paredes de las casas. Este oficio viene de antiguo.
–continuaba explicando ante los ojos atentos de Andresiño-
El Maestro Mateo fue nuestro primer jefe de obra. No llegamos a
conocerle, eso fue hace muchos años... –la nostalgia invadió su
relato- Pero sigue siendo venerado. En
ese cuadrado imperfecto, que veces cuesta encontrar, se esconden la
belleza y el misterio de la vida…
¿Me entiendes, rapaz? ¿Has entrado a la Catedral por el Pórtico de
la Gloria?
Andresiño
asentía fuerte, moviendo la cabeza arriba y abajo, aunque la
perorata del hombre a veces le confundía. Recordaba esas mañanas
tempranas de densa niebla, yendo a oír misa a la Catedral de la mano
de las monjas, y mirar hacia arriba. Los colores de las caras de los
santos siempre le fascinaban.
Pues
bien –continuó otro de los canteiros–
Él fue quien lo diseñó. Y muchos como nosotros fueron los que con
sus manos tallaron esas figuras hasta que se convirtieron en las
personas en piedra que ves ahora. Gracias a sus colores los
peregrinos llegaban a la Catedral a través de la niebla. El Pórtico
les acogía. Y allí finalizaban su Camino después de muchas
jornadas de sendas pedregosas, lluvia, densas nieblas, frío y otros
infortunios. Algunos ni siquiera llegaban a abrazar al Santo...
Y
esas marcas –señaló un nuevo canteiro
que
se unió al círculo que ya rodeaba a Andresiño–
son todas distintas, no hay una igual a otra. Cuentan una historia.
Nuestra historia. La historia de cada canteiro
que fue haciendo grande a la Casa de Santiago, que es la de todos.
Hay que saber leerlas aunque no hayas ido jamás a una escuela ¿Me
entiendes? – Andresiño
volvió a cabecear arriba y abajo- Protegen a la Catedral de la
niebla, del mal, de las calamidades. Y nos protegen a todos nosotros.
Y
delante de la cara de Andresiño
hizo
como unos juegos malabares, sacando una nueva piedra tallada. Esta
vez era negra y alargada.
Esto
es una figa
–se la colocó alrededor del cuello con un fino cordón de cuero-
Tiene magia, poder, la fuerza de la tierra. Y te protegerá siempre.
De cualquier mal, de la niebla que te aceche y te confunde y que te
hará desviarte de tu rumbo.
Todos
tenemos una –En la pechera de todos Andresiño
descubrió una diminuta y brillante sombra negra.
Y
el canteiro
de mayor edad añadió:
Recuerda
esto
Andresiño…
Andrés, pues ya eres uno más de entre los nuestros: Los nombres
grabados en las piedras te guiarán siempre por el camino correcto.
Ellos, Santiago, las monjas del Hospital y San Andrés, de quien
recibiste el nombre, serán por siempre tu Guía. Con la
figa
al cuello y las almas de todos los canteiros,
hijos de Santiago velando por ti, ni el Diablo ni la niebla más
densa te atraparán jamás.
NOTA:
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https://www.monasteriordearmenteira.es/os-canteiros-y-el-misterio-de-la-piedra/
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