Hoy
hace un mes que terminó todo para mí; para nosotros. Mejor así,
porque ya estaba un poco harta. Tantos años vividos, tanto trabajo,
tantas idas y venidas, y al final por culpa de ese bicho verde y
microscópico mi vida era un aburrimiento. Que no salgas a la calle,
mamá, que tienes muchos años y es peligroso. Que nene, ponte la
mascarilla delante de la abuela que la vas a contagiar. Que qué más
da si ya tiene un porrón de años, respondía el que me pedía la
propina todas las semanas. Todo líos en casa y a todas horas. Y
hasta querían encerrarme en mi habitación y llevarme allí la
comida y la cena. Me tenían tan harta, pero harta harta, que un día
me escapé. No aguantaba más sin ver a Fernando, mi novio, aunque en
casa no sabían nada de su existencia. Habíamos planeado fugarnos
porque a él también lo tenían medio secuestrado. Salí por la
mañana temprano, en cuanto mi hija y mi yerno marcharon a trabajar.
De mi nieto no me preocupé, a ese no le interesa nada que no salga
por una pantalla. ¡Ay madre! cuando vi a Fernando después de tanto
tiempo creí que se me iba a salir el corazón del pecho. A él le
debió de pasar lo mismo porque lo primero que hizo fue darme un beso
largo mientras me tocaba el culo. Fuimos a la estación del tren y
nos dirigimos al sur, al calor, donde nadie imaginara que podíamos
estar. Nos hubiera gustado más ir a Benidorm, pero ese sería el
primer sitio donde nos buscarían. Recalamos en Cádiz. Qué ciudad,
qué luz, qué alegría. Llevábamos bastante dinero con nosotros, lo
habíamos ido sacando poco a poco para que no pudieran seguirnos la
pista. Sabíamos de sobra que por la tarjeta nos podían localizar.
Qué bien lo pasamos. Por la mañana desayunábamos en la terraza y
luego dábamos un paseo por la playa. Después íbamos a comer.
Siempre a un sitio distinto, probando sabores hasta entonces
desconocidos para nosotros. Luego regresábamos al apartamento a
dormir la siesta. Bueno, lo que se dice dormir dormir no dormíamos
mucho, pero nos metíamos en la cama. Por la tarde nos arreglábamos
y nos acercábamos a una pista de baile abierta. Fernando era un
excelente bailarín y yo no me quedaba atrás. Bailábamos, reíamos,
bebíamos, hacíamos lo que nos daba la gana. Eso sí, no penséis
que éramos unos inconscientes, siempre llevábamos el gel para las
manos y la mascarilla puesta, además de ir solo a sitios al aire
libre. Qué felices fuimos. Duró poco, menos de un mes, pero no
cambiaría esos días con Fernando por los diez años anteriores de
mi antigua vida. Pero una noche nos acostamos cogidos de la mano y ya
no despertamos. Al parecer, según las autopsias, fueron dos
infartos. Los dos a la vez. Así estábamos de compenetrados. Qué
suerte tuvimos. Habíamos vivido ya una vida y la muerte nos llegó
en el mejor momento, sin dolor, sin pena, sin enterarnos. Lo único
que nos molestó un poco es que tardaron cuatro días en localizarnos
y ya olíamos un poco. Y eso de oler mal delante de extraños nos
fastidió. Pero lo que nos irritó fue cuando salimos en las
noticias. Una pareja de octogenarios nos llamaron. Qué poco
sensibles son los periodistas. Pero en fin, después del primer
enfado nos echamos a reír. Si estábamos en la Gloria, qué
importancia tenía lo que dijeran de nosotros ahí abajo. Al fin y al
cabo nuestras almas volaron unidas ya para toda la eternidad, como
dos pájaros libres y dichosos. Y eso ya no lo puede cambiar nada ni
nadie.
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