Las
primera luces del alba se cuelan por la ventana entreabierta. Miro el
reloj. Pasan unos minutos de las seis de la mañana y el calor ya se
está haciendo insoportable, ni siquiera la tenue brisa que se cuela
por la rendija logra aliviar un poco la sensación bochornosa. La
habitación huele a sudor rancio y a humedad. Tu cuerpo yace en la
cama, a mi lado. Tu respiración lenta y acompasada me dice que estás
plácidamente dormido. Contemplo tu bello rostro y por un segundo se
adueña de mí una infinita ternura. Me gusta tu piel blanca, tu
cabello rizado, tus ojos color avellana, tu nariz recta y afilada, tu
sonrisa de dientes blanquísimos y perfectos. Me entristezco al
pensar que pronto podré verlos tan sólo en mi recuerdo. Me levanto
y enciendo un cigarrillo, me acerco a la ventana y me siento en el
alféizar. Me entretengo un rato en observar el humo que sale de mi
boca, después de haber ensuciado un poco más mis pulmones. Sonrío
al recordar que no fumaba hasta que te conocí. ¿Te acuerdas? una
noche de verano, casi tan calurosa como ésta, en aquella playa de
Ibiza. Era la primera vez que salía de casa sin mis padres y estaba
ávida de experimentar emociones desconocidas. Acababa de cumplir
dieciocho años, tú tenías veinte. Yo por aquel entonces era una
chiquilla ingenua y enamoradiza, por eso puedo decir sin tapujos que
me enamoré de ti en cuanto te vi, aunque muchos se empeñen en
afirmar que eso no puede ser. Salías del agua vestido con unos
pantalones vaqueros empapados. Pesaban tanto que apenas te permitían
caminar. Tu torso, atlético y cubierto de bello, desnudo, mojado,
atrajo mi mirada y despertó en mí un deseo que jamás había
sentido. Al pasar por mi lado me miraste y me premiaste con tu
sonrisa, una sonrisa que me encandiló de tal forma que te perseguí
de forma inconsciente durante toda aquella noche de fiesta. No sé si
fue el azar, la casualidad o la misma vida que hace de las suyas,
pero al día siguiente estabas en la playa. Esta vez te acercaste a
mí con el descarado propósito de ligar conmigo. Y el "cómo te
llamas", "estudias o trabajas", nos fue llevando la
conversación hacia otros derroteros mucho más interesantes. Por la
noche viniste a buscarme al hotel y me llevaste a otra fiesta. Fue
allí donde me ofreciste el primer cigarrillo, que yo acepté por la
vergüenza que me daba decirte que no había probado el tabaco nunca
en mi vida. Ya ves, con el tiempo se ha ido convirtiendo en mi único
vicio, un vicio que no quiero abandonar porque me une a ti, a esas
tardes de invierno que tantas veces hemos pasado charlando entre
cigarrillos y café. Nos hicimos inseparables, amigos, colegas…
pero ambos queríamos más y terminamos por dárnoslo. La última
noche de mi estancia en la isla me tomaste de la mano y nos fuimos a
pasear por la playa donde nos habíamos visto por primera vez. Yo
sabía que eran nuestros últimos momentos juntos, que el amor que
sentía por ti tenía las horas contadas por fuerza, no por voluntad
propia, y mientras caminábamos descalzos, dejando que las olas que
rompían en la orilla acariciaran nuestros pies, pugnaba por no
llorar delante de ti, para que no te dieras cuenta de la pena tan
grande que sentía al tener que dejarte. Al mismo tiempo mi cuerpo te
pedía, insinuante, que le dejaras algún recuerdo, alguna huella que
quedara perdurable pegada a mi piel recién salida de la
adolescencia. Años después me confesarías que tú sentías lo
mismo, que deseabas unirte a mí como un animal en celo. Por eso me
llevaste a la esquina más oscura y allí nos amamos con pasión
desenfrenada, sabiendo que era la primera y la última vez que nos
regalaríamos las caricias y los besos que salían de nuestras manos
y de nuestras bocas.
Ya
te he contado mil veces las lágrimas que derramé por ti en el avión
de vuelta a casa. Ahora lo pienso, después de pasado el tiempo, y
hasta me siento estúpida. Estúpida por pensar que lo nuestro
tendría que ser como los amores eternos que sólo existen en las
películas, en las novelas rosa que devoraba en la soledad de mi
habitación en los fríos y grises días del invierno. Y es que
cuando se tienen dieciocho años, el amor soñado y no conseguido se
convierte en una tragedia que amenaza nuestra existencia haciéndonos
creer que ya jamás podremos volver a amar. Metida en aquel avión,
encerrada en aquel aparato a muchos kilómetros del suelo, eso era lo
que yo pensaba: que a nadie volvería a querer como te había querido
a ti, que nadie podría paliar mi sufrimiento.
Pensé
que jamás volveríamos a estar juntos, por eso no me llevé de ti
recuerdo alguno, ni siquiera un número de teléfono, era mejor
perder todo contacto para así hacer más rápido el olvido. No
podía imaginarme que sólo unos meses más tarde volverías a mi
lado, que estarías esperándome una lluviosa tarde de enero a la
salida de la facultad, para decirme que el amor que sentías por mí
te había desbordado, que era tan intenso que no podías dejar de
pensar en mí, que querías que pasáramos el resto de la vida
juntos. Creo que aquel fue el momento más feliz de mi existencia.
Volver a estar contigo colmaba todos mis deseos, que sintieras por mí
lo mismo que yo por ti significaba la realización de todos mis
sueños.
Sí,
debo de reconocerlo, tuvimos una vida plena, el camino andado juntos
ha tenido más rosas que espinas y los años que hasta hoy han pasado
lo han hecho demasiado rápido tal vez, pero ha llegado a su fin, ya
no hay lugar hacia dónde ir, ya no hay ruta que tomar, que elegir.
No sé en qué momento me envolvió el desencanto, no sé cuál fue
el instante preciso en que tu presencia empezó a molestarme, en que
la pasión abandonó nuestro lecho. Supongo que la rutina se instaló
entre nosotros y poco a poco dejamos de ser diferentes a los demás,
empezamos a hacer las mismas cosas, a tener sus mismos problemas, a
vivir su misma vida insulsa.
Y
un día te miré y me pareciste un extraño. Por más que quise
recuperar nuestra historia pasada, no fue posible, no es posible,
precisamente por eso, porque ya ha pasado, porque sus protagonistas
han cambiado, porque tú y yo ya no somos los mismos de antes. Así
es que he decidido irme, antes de que el amor que aun queda entre
nosotros se termine y acabemos convertidos en enemigos. Te lo he
intentado explicar y no lo entiendes, niegas lo evidente una y otra
vez, aunque sabes que tengo razón. Por eso he elegido este momento
para irme, mientras duermes, sin que te des cuenta, para que no
intentes retenerme, para no tener que enfrentarme a esos ojos que me
pedirán con insistencia que me quede. Sé que irme así no es sino
un acto de cobardía, pero no me siento con fuerzas para una
despedida cara a cara. Me gustaría hacer el amor contigo por última
vez, regalarte de nuevo besos y caricias, pero no es posible, no
serían sinceros.
Me
voy, mi vida, me voy sin rumbo fijo, a algún lugar donde poder
refugiarme para olvidarte. Te dejaré esta carta encima de tu mesilla
para que la leas cuando despiertes. Por favor, no me guardes rencor.
Cojo
mi pequeña maleta y pongo en ella cuatro cosas. Te miro por última
vez. Al cerrar la puerta de la habitación me viene a la memoria esa
canción que tantas veces he escuchado últimamente pensando en ti:
fuiste todo, pero fuiste, yo no sé si me entendiste, que te estoy
diciendo adiós.
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