¡Me voy! Le dije, se dio media vuelta riéndose y fue lo peor que hice, el temor a lo desconocido a un futuro incierto en un lugar quizás más difícil, el sentimiento del reproche familiar o la falta de dinero para mantenerme fueron quizás las razones por las que no me fui y a partir de ese momento aprovechó mi cobardía torturándome con su desprecio, con sus silencios, con sus ausencias y su frialdad, menospreciándome como persona o peor aún como esposa. Me quedé y empezó mi calvario, a olvidarme de mi para subsistir a su maltrato psicológico, comencé a no pensar convirtiéndome en un autómata cumpliendo con las labores de casa, le preparaba comidas que nunca probaba al hacerlo fuera, a saludar por la calle sin ver realmente a quien, mi cabeza se embotó, se acorchó y dejé de pensar de sentir y razonar para solamente seguir viva un día más.
Nunca me puso una mano encima aunque lo hubiera preferido porque demostraría algún sentimiento por su parte. No me hablaba sólo lanzaba miradas de desprecio o burla doliéndome más que cuando salía temprano por la puerta y ni regresaba a dormir. Me convertí en una zombi escondiendo mis sentimientos al huir de la confrontación, al sentirme satisfecha con escuchar el televisor hablándome de vidas de otras gentes, me conformé durante no sé cuánto tiempo pero hubiera seguido así mientras viviera, al menos no me quitaba la tarjeta del banco para mis necesidades.
Un día de verano tendiendo la ropa en la azotea del edificio chorreaba de sudor, el sol caía a plomo y tocaba lavar sabanas y toallas, el calor molestaba tanto que ansiaba terminar para bajar al frescor de la vivienda pero apareció él, él que nunca se dignaba a subir para nada se acercó y con su sonrisa sibilina me espetó que al terminar de tender me marchara de casa, había encontrado una mujer mejor que yo, más guapa, más inteligente y graciosa sobre todo mejor cocinera y amante que yo. Hice como siempre oírle sin escucharle, pero él insistió diciéndome que ya era hora de que me fuera tal y como había dicho hace un año. No sé si la culpa la tuvo el sol o su actitud chulesca e impertinente que noté calor subiendo y bajando por mi cuerpo, una especie de fuerza interior que asumía sin saber qué era. Mientras terminaba de tender la última prenda él se acercó al muro de la azotea asomándose hacia abajo, nunca me arrimaba por tener vértigo y un séptimo piso me da pavor, puse la última pinza, cogí el barreño de plástico que unos segundos antes contenía la ropa y dirigiéndome a él que en ese instante se volvía hacia mí se lo arrojé tan fuerte que perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, mientras su cuerpo sobrepasaba el murete no me quitaba ojo y en su mirada leía una única pregunta ¿qué haces?
Oí el golpe seco sobre el asfalto, en esa parte del edificio la acera es estrecha pues el ayuntamiento se empeñó en construir una vía de servicio para que el autobús regresara más rápido hacia el centro en donde antes había un descampado disfrutado por los niños. Me di media vuelta sin sentir nada, el calor me seguía agobiando y deseaba cuanto antes llegar al frescor de casa. Bajé tranquilamente las escaleras, entré y sentí un burbujeo en el estomago, en la cocina cogí un puñado de avellanas y me senté ante el televisor para ver mi novela favorita. Hubo un momento en que oía más el ruido de sirenas en la calle que los diálogos de los actores, me asomé a la ventana por ver qué ocurría pero lo que fuera sucedía en la otra fachada del edificio de la que no tenía visión, los reflejos de las luces y un corrillo de personas indicaban que algo había pasado. De repente oí sonar imperiosamente el timbre de la puerta y al abrir apareció el vecino de abajo todo sofocado diciéndome que algo muy grave había pasado en la calle. Rápidamente apareció a su lado una mujer vestida de policía preguntándome si era la mujer de Juan, al responderle que sí sugirió que me sentara, que instante tan surrealista se supone que debo ser yo quien les invite a pasar y sentarse, pero eran ellos los que me pedían que lo hiciera, les hice caso y utilicé la silla descalzadora del recibidor.
Ha ocurrido una desgracia, decía la policía, su marido se ha caído desde la azotea, el barreño de la ropa amortiguó el golpe y no se mató pero al intentar ponerse de pie un autobús urbano lo atropelló y está muerto. La risa quería salir de mi garganta no sé ni cómo aguanté, pensar que no murió al caer desde la altura de siete pisos sino que lo remató un autobús, como pude disimulé e intenté mostrar alguna lágrima pero no salían. Para ganar tiempo mostré mi asombro e incluso sugerí si se trataba de una broma de mal gusto o de algún programa de esos de la tele, pero no, seguían afirmando que mi marido estaba muerto, entonces aparecieron unas tímidas lágrimas a mis ojos y después un llanto desmesurado, una llorera que no era capaz de apaciguar al liberar toda la presión padecida desde hacía meses. El médico del SAMU me puso una inyección relajante y me facilitó una pastilla para tomar antes de acostarme por la noche. Mucha gente había presenciado la caída y el atropello avisando rápidamente a mi cuñada y demás familiares. El vecino no paraba de decirme que su primo abogado gratuitamente me ayudaría a denunciar al conductor del autobús y todo iría bien al haber tantos testigos que estaban prestando declaración en el atestado.
Mi cuñada fue la primera en presentarse, una arpía que jamás me invitaba a cumpleaños o celebraciones familiares tan sólo a su hermano, luego mis suegros y por último mis padres, el ambiente estaba descontrolado, todo eran sollozos, gritos de dolor y echarme las culpas por dejar que tendiera la ropa él, un hombre, pero la inyección estaba cumpliendo bien su cometido porque todo me daba igual, los míos y los otros nunca me ayudaron ni me escucharon así que ese día yo iba a hacer lo mismo, además tenía la excusa perfecta, la inyección. Ellos arreglaron el funeral, el entierro y el primo abogado del vecino me ayudó con los trámites administrativos de mi nuevo estado, viuda. Cómo no lo iba a hacer gratuitamente si mi marido le había prestado dinero para abrir su despacho y ahora él confiaba en que yo no le pidiera reintegrar nada por desconocerlo, pero eso de ser viuda me abrió la mente tan acorchada que padecía, encontré el escondrijo de los papeles ilegales de Juan y además de la pensión y la indemnización por el remate del autobús, contraté a un matón para que todos los deudores reintegraran por la vía rápida lo prestado.
Hoy, en todos los aspectos, me encuentro mejor y mejor, esta caipiriña esta de muerte.
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La verdad que no puedes dejar de leer hasta terminar
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