La
cucharilla de café cayó al suelo,
dejando un eco extraño en la salita en la que mi familia y la de mi
futuro prometido estábamos reunidos para terminar de afianzar el
contrato. En efecto, querían venderme. O así lo veía yo.
El
eco metálico ahogó mi respuesta a alguna pregunta dirigida a mí, y
me abstraje, durante lo que yo pensé fueron un par de segundos, de
la conversación.
De
pronto me vi, desde una extraña perspectiva aérea, sentada en un
sofá rococó, la mar de incómodo, vestida con un traje de satén,
color verde menta, tieso y más incómodo que el sofá, con semblante
pálido, cual muñeca de cera, y los labios pintados de rojo carmín;
obligada por mi madre tres semanas atrás, bajo ‘pena de castigo de
no pisar la biblioteca de tu padre jamás de los jamases’.
Y
los vi a todos: A mis padres, a mis dos hermanos mayores, a mi
hermana pequeña, a mis futuros suegros y a mi futuro marido,
pomposamente vestidos, al igual que yo; y en sillones tan incómodos
como en el que yo estaba.
¿De
verdad nos habíamos reunido para ‘celebrar’ nuestros (MIS)
futuros esponsales?
El
ángulo de visión giró, como si yo moviera los mandos de algún
aparato misterioso y le vi. A él, a mi prometido. Un intento de
petimetre, embutido en un traje morado, bigotillo fino y rubio pelo
ralo, sujetando una taza de té con el meñique estirado. Un
gordinflas, venido a más gracias a los esfuerzos de su padre.
Mi
futuro suegro. Gordinflas también, calvo del todo, adornado su
elegante traje negro con cadena de oro para su reloj, gemelos dorados
en las mangas de la camisa, y un alfiler de corbata de oro y tres
rubíes; que le otorgaban, decía él, porte y distinción.
Según
cotilleos de las criadas, que callaban como muertas a mi paso (qué
casualidad) le había costado lo suyo subir peldaños hasta conseguir
su sueño. Ya que empezó desde abajo, siendo un mozalbete de poco
más de diez años, cargando y descargando sacos en barcos del
puerto; y terminó dirigiendo un emporio de buques de transporte.
Que
también incluía esclavos. Punto negativo gigantesco. Que su esposa,
mi futura suegra, oronda ella como su parentela y siempre pañuelito
de encaje en mano, intentaba minimizar con la frase ‘Benditos del
Señor, pero fuera de esas selvas están mucho mejor, dónde va a
parar...’
Algo
crujió. Sería mi cuello, o el sofá, bajo el peso de tanto oro y
tantos kilos.
Y
vi a mi padre, fumando un puro de esos gordos que daban mucho humo y
que apestaban la tapicería. Lo tenía prohibidísimo por mi madre,
pero esta ocasión lo merecía todo, al parecer. Sonreía y fumaba
mientras escuchaba las historias de su futuro consuegro.
Mi
madre parecía cansada, o es que desde esta perspectiva los rostros
se veían distorsionados. Disimulaba de vez en cuando bostezos con su
abanico de nácar, regalo de bodas de mi padre, que siempre llevaba
encima.
Ese
sería uno de los beneficios de ser una mujer casada, me decía. Y yo
pensaba, ‘Bueno, si lo vendo o lo cambio por libros al buhonero que
viene al parque los domingos, a lo mejor saco algo positivo’. Pero,
claro, ¿Cómo iba a decirle yo eso a mi madre? Se me hubiera caído
al suelo de un soponcio.
Y
seguía disimulando, porque su futura consuegra, como buena nueva
rica se daba grandes aires, relatando sus veladas y bailes en las
casas de grandes señoras de la alta sociedad. Lo que a mi madre
molestaba soberanamente. Pero por una hija, lo que fuera. Y dejaba
los bostezos y ponía su falsa sonrisa de perlas, que adornaba y
engañaba a todos.
El
petimetre gordinflón pareció decir algo, pero mi atención se
dirigió a mis hermanos, ya hartos de formalidades. Deseaban estar en
los billares del club, haciendo de las suyas y presumiendo de
conquistas ante sus amiguetes. Pero, de nuevo, las obligaciones ante
la familia estaban primero. Y le seguían las bromas al petimetre,
con risotadas tan falsas como las de mi madre. Buena profesora, y
buenos alumnos.
A
la que aún no habían engañado, afortunada ella, era a mi hermana
pequeña. Con su libro de cuentos y su chocolate miraba embobada a
los reunidos.
Mi
máquina
de giros me ofreció una nueva perspectiva. ¿Quizá ella sí estaba
encantada con lo que allí ocurría? No, no podía ser. Eso era por
el chocolate, que solo podía comer en Navidades. Hoy, domingo, día
de la reunión, se permitía otro extra, para mantenernos a todos
contentos.
A
todos no. Yo muy contenta no estaba. Ya hacía semanas que rumiaba
por los pasillos, en mi cuarto mientras mi doncella me peinaba, en la
modista, haciéndome pruebas para el horrible vestido verde menta,
que casi ahogaba con verlo, a solas, escondida entre el sillón del
escritorio de mi padre y las gruesas cortinas que quitaban el sol a
su preciosa colección de libros.
Me
tendría que marchar de mi casa, me quedaría sin esos libros, sin
mis paseos por el parque en bicicleta. ‘Las damas casadas no montan
en bicicleta.’, advertencia materna a la que no respondía tampoco,
no fuera a producirse un soponcio no deseado.
Y,
lo más grave para mi, o eso sentía yo desde mi perspectiva. Dejaría
de ir a la escuela y nunca pisaría la universidad. A la que a mis
hermanos, vagos como ellos solos, regalarían su asistencia solo por
ser hombres, hijos de mi padre (yo soy hija
de mi padre, ay, ese matiz…) y jóvenes hacedores del futuro del
país.
Mis
perspectivas eran otras, muy diferentes a las de un ‘Sí, quiero’,
vestida de blanco. Yo no quería… Y ellos lo sabían. Aún así…
Hija,
mía. Responde. Te está preguntando Edward.
Al
escuchar la voz de mi madre desperté y regresé a la perspectiva
real, a la que no quería volver.
Disculpen,
siento no haber escuchado su pregunta… Creo que el humo del puro de
papá
me ha mareado… ¿Decía? –Yo también era buena discípula en el
arte de los disimulos.
Mi
padre puso cara de circunstancias, pero el puro siguió entre sus
manos.
Edward,
el gordinflas petimetre, mi pretendido futuro esposo, repitió la
pregunta que había quedado entre el aire espeso del puro.
Decía,
mi querida señorita Charlotte, que podríamos asistir a un baile de
temporada el próximo domingo. Acompañados de mis padres, por
supuesto. Para introducirla en nuestros círculos sociales y así
presentarnos como… pareja… oficialmente.
Sí…
bueno… gracias… Sería… un… placer… Pero… –mis
balbuceos se combinaron con una tosecilla- Sería un placer, repito…
Pero… tenía otras… perspectivas… más… literarias…,
digámoslo así.
Mis
palabras de negativa ante el ofrecimiento hicieron saltar todos los
resortes.
Mi
padre dejó, por fin, el puro y empezó a toser. El gordinflas padre
arrancó a sudar, encharcando todo el oro que llevaba encima.
Lágrimas de oro. Qué poético en otras circunstancias. Mi madre se
abanicó tan fuerte, amenazando soponcio, que varias esquirlas de
nácar saltaron hasta la barriga del gordinflas petimetre. Quien, al
tocarlas para intentar retirarlas de su preciado traje, se hizo un
corte en la mano.
Al
ver la sangre de su retoño su madre chilló, mi madre chilló, mi
hermana pequeña chilló por chillar, mientras seguía comiendo
chocolate. Mis hermanos chillaron también, muertos de risa,
imaginando la historia que contarían al día siguiente en el club.
Todo el personal de servicio, alarmado, sin necesidad de campanilla,
entró en tropel abriendo la puerta del salón, prestos a asistir a
quien fuera menester.
No
pasa nada –dije yo con voz firme, aliviando las caras de pánico de
los recién llegados –No habrá boda. Ya dije hace mucho tiempo que
tenía en mente otras perspectivas.
Y,
por fin, mi madre nos obsequió con un soponcio de los que hacen
época. Dejando a los gordinflas sin palabras, sin baile,
descompuestos y sin novia.
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